– Dime, hijo, ¿por qué andas siempre tan solo? -No ando solo, doña Resu.
– ¿Con quién, entonces?
– Con la perra.
– ¡Alma de Dios! ¿Es alguien un animal?
El Nini la miró sorprendido y no respondió. Prosiguió doña Resu:
– ¿Y la escuela? ¿Por qué no vas a la escuela Nini? -¿Para qué?
– Mira qué preguntas. Para aprender. -¿Se aprende en la escuela?
– ¡Qué cosas! En la escuela se educa a los pequeños para que el día de mañana puedan ser unos hombres de provecho.
Sonrió doña Resu al observar el desconcierto del niño y añadió:
– Escúchame. Los ignorantes del pueblo y los perdidos de los extremeños te dirán que sabes muchas cosas, pero tú no hagas caso. Si ellos no saben nada de nada ¿cómo saben si sabes tú?
Se miraron uno a otro en silencio y doña Resu, para no perder su ventaja inicial, agregó al fin:
– ¿Sabes acaso, pequeño, lo que es la longanimidad?
El niño la miraba perplejo, con el mismo estupor con que dos tardes antes mirara al Rosalino cuando le pidió desde lo alto del Fordson que diese un golpecito al carburador porque la máquina rateaba. Como el Nini no se inmutara, Rosalino le preguntó: «¿No sabes, acaso, dónde anda el carburador?». Finalmente el niño se encogió de hombros y dijo: «De eso no sé, señor Rosalino; eso es inventado».
Doña Resu le contemplaba ahora con un punto de orgullo, una sonrisa apenas esbozada en las comisuras de los labios:
– Di -insistió-. ¿Sabes, por casualidad, qué es la longanimidad?
– No -dijo bruscamente el niño.
La sonrisa de doña Resu floreció como una amapola:
– Si fueras a la escuela -dijo- sabrías esas cosas y más y el día de mañana serías un hombre de provecho.
Se abrió una pausa. Doña Resu preparaba una nueva ofensiva. La pasividad del niño, la ausencia de toda reacción empezaba a desconcertarla. Dijo de súbito:
– ¿Conoces el auto grande de don Antero?
– Sí. El Rabino Grande dice que es macho.
– Jesús, qué disparate. ¿Es que un automóvil puede ser macho o hembra? ¿Eso dice el Pastor?
– Sí.
– Otro ignorante. Si el Rabino Grande hubiera ido a la escuela no diría disparates. -Cambió de tono para proseguir-: ¿Y no te gustaría a ti cuando seas grande tener un auto como el de don Antero?
– No -dijo el niño.
Doña Resu carraspeó:
– Está bien -dijo seguidamente-, pero sí te gustaría saber de plantar pinos más que Guadalupe, el Extremeño.
– Sí.
– O saber cuántos dedos tiene el águila real o dónde anida el cernícalo lagartijero ¿verdad que sí? -Eso ya lo sé, doña Resu.
– Está bien -dijo el Undécimo Mandamiento en tono intemperante-, tú quieres que a doña Resu la pille el toro. Eso quieres tú, ¿verdad?
El niño no respondió. La Fa le contemplaba pacientemente desde la línea dorada de la puerta. Doña Resu se incorporó y puso al Nini una mano en el hombro:
– Mira, Nini -le dijo maternalmente-, tú tienes luces naturales pero al cerebro hay que cultivarlo. Si a un pajarito no le dieras de comer todos los días moriría, ¿verdad que sí?
Pues es lo mismo.
Carraspeó bobamente y agregó:
– ¿Conoces al ingeniero de los extremeños? -¿A don Domingo?
– Sí, a don Domingo.
– Sí.
– Pues tú podrías ser como él.
– Yo no quiero ser como don Domingo.
– Bueno, quien dice don Domingo dice otro cualquiera. Quiero decir que tú podrías ser un señor a poco que pusieras de tu parte.
El chiquillo alzó la cabeza de golpe:
– ¿Quién le dijo que yo quiera ser un señor, doña Resu?
El Undécimo Mandamiento elevó los ojos al techo. Dijo, reprimiendo su irritación:
– Será mejor que vuelva a hablar con tu padre. Eres muy testarudo, Nini. Pero ten presente una cosa que te dice doña Resu: en este mundo no se puede estar uno mano sobre mano mirando cómo sale el sol y cómo se pone, ¿me entiendes? El undécimo, trabajar.
El Rabino Grande se levantaba antes de apuntar la aurora e inmediatamente hacía sonar el cuerno desde el centro de la plaza y los vecinos, al oír la señal, tiraban, entre sueños, del cordel enganchado al picaporte de la cuadra y las ovejas y las cabras acudían por sí solas a concentrarse en torno al Pastor haciendo sonar jubilosamente sus esquilas. Por su parte, el Rabino Chico, a esas horas, ya regresaba del cauce de abrevar el ganado y ambos hermanos se cruzaban en la plaza y se saludaban levantando lentamente una mano en ademán amistoso, como si fueran dos desconocidos:
– Buenos días.
– Buenos nos los dé Dios.
Luego, el Rabino Chico se encerraba en el establo, limpiaba los pesebres y preparaba las pasturas, en tanto el Rabino Grande ascendía con el rebaño por el camino del alcor y la primera claridad del alba le sorprendía, de ordinario, faldeando los tesos. Durante el otoño y el invierno, los primeros seres que el Rabino Grande divisaba abajo en la cuenca, entre los hoscos terrones, arrimados a la tira plateada del arroyo eran el tío Ratero v el Nini. Los distinguía, claramente aunque diminutos, y por sus actitudes adivinaba cuándo escapaba la rata o cuándo la atrapaban.
Sentado en una laja, a medio teso, mientras almorzaba, seguía ahora sus evoluciones con una atención indiferente y fría.
Abajo, en la cuenca, el Ratero se apartó de la hura malhumorado:
– No está sobada -dijo.
El riachuelo, en estiaje prematuro, discurría penosamente entre los carrizos y las espadañas y, a los lados bajo un sol pugnaz, blanqueaban los barbechos sedientos, en contraste con la engañosa plenitud de los cereales apuntados.
El niño estimuló a la perra:
– ¡Tráela, Fa!
El animal, el hocico a ras de tierra, olfateaba las veredas y los pasos de las riberas y al cruzar de una orilla a otra chapoteó en el agua ruidosamente. De pronto se plantó, el muñón erecto, la pequeña cabeza ladeada, fijos los ojos, el cuerpecillo tenso e inmóvil:
– ¡Ojo, chita! -dijo el Ratero enarbolando el pincho.
La perra se arrancó ciegamente con un breve ladrido, quebrando, como una exhalación, las berreras y carrizos que se alzaban a su paso. Durante unos segundos corrió en línea recta, pero, de súbito, se detuvo, volvió sobre sus pasos, olisqueó tenazmente en todas direcciones y, al cabo, irguió la cabeza desolada y jadeó ahogadamente.
– La ha perdido -dijo el Nini.
– Es vieja ya; no tiene vientos -dijo el Ratero. El Nini le miró dubitativo. Dijo tras una pausa: -Está preñada. Eso le pasa.
El hombre no respondió. La perra ganó de un salto la ribera, se agachó y, al concluir, escarbó nerviosamente con las manos hasta cubrir de tierra la pequeña mancha de humedad. Cada vez que orinaba en el campo procuraba no dejar rastro. En la cueva bastaba que el niño la señalara la entrada con un gesto para que el animal saliera y se desahogara. De muy joven lo hacía levantando la pata junto a las esquinas, como los perros, pero tras el primer parto, el animal se asentó y adquirió consciencia de su sexo. Antes, el Antoliano la cercenó el rabo de un solo golpe con el formón. Pero, en todo caso, el muñón de la Fa era un muñón alegre y expresivo, como esos hombres sobre quienes se acumulan las desgracias y, sin embargo, sonríen. Por el muñón de la Fa sabía el Nini dónde había ratas y dónde no las había, si estaba alegre o triste, dónde anidaban la abubilla y el alcaraván o si rondaba un peligro.
– Es del perro del Centenario -aclaró el Nini, tras una pausa, sin que el hombre le hubiera pedido explicaciones.
– ¿Del Duque?
– Sí. Por la noche la Sime le da suelta.
El Ratero movió la cabeza enojado. Tenía la hirsuta barba a con-os sin afeitar, y la sucia boina capona calada hasta las orejas. Sus ojos se enturbiaron al decir:
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