Nadie hará daño a estos niños. Padre, ¿dónde estáis? ¿Por qué, padre? Hay grano en el palacio.Te quiero, Maria…» Cuando Arnau deliraba, Sahat obligaba a los niños a abandonar la habitación y mandaba llamar a Hasdai, el padre de Raquel y Jucef, para que lo ayudase a inmovilizarlo en caso de que Arnau empezara a combatir contra los soldados del Rosellón y se le abriese de nuevo la herida de la pierna. Amo y esclavo lo vigilaban al pie de la cama mientras otra esclava le ponía compresas frías en la frente. Así llevaban ya una semana, durante la cual Arnau recibió los mejores cuidados de los médicos judíos y la atención constante de la familia Crescas y de sus esclavos, en especial de Sahat, que velaba día y noche al enfermo.
– La herida no tiene mucha importancia -diagnosticaron los médicos-, pero la infección afecta a todo el cuerpo.
– ¿Vivirá? -preguntó Hasdai.
– Es un hombre fuerte -se limitaron a contestar los médicos antes de abandonar la casa.
– ¡Hay trigo en el palacio! -volvió a gritar Arnau, sudoroso por la fiebre, al cabo de unos minutos.
– De no ser por él -dijo Sahat- estaríamos todos muertos.
– Lo sé -contestó Hasdai, de pie junto a él.
– ¿Por qué lo haría? Es un cristiano.
– Es una buena persona.
De noche, cuando Arnau descansaba y la casa permanecía en silencio, Sahat se orientaba hacia la dirección sagrada y se arrodillaba a rezar por el cristiano. Durante el día lo obligaba pacientemente a beber agua y a tragar las pócimas que habían preparado los médicos. Raquel y Jucef se asomaban a menudo y Sahat les permitía entrar si Arnau no deliraba.
– Es un guerrero -afirmó en una ocasión Jucef, con los ojos como platos.
– Seguro que lo ha sido -le contestó Sahat.
– Dijo que era un bastaix -corrigió Raquel.
– En el cementerio nos dijo que era un guerrero. A lo mejor es un bastaix guerrero.
– Lo dijo para que te callaras.
– Yo apostaría a que es un bastaix -terció Hasdai-. Por lo que dice.
– Es un guerrero -insistió el menor de los niños.
– No lo sé, Jucef. -El esclavo le revolvió el cabello negro-. ¿Por qué no esperamos a que se cure y él mismo nos lo cuente?
– ¿Se curará?
– Seguro. ¿Cuándo has visto que un guerrero muera por una herida en la pierna?
Cuando se iban los niños, Sahat se acercaba a Arnau y le tocaba la frente, que seguía ardiendo. «No sólo los niños son los que viven gracias a ti, cristiano. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te impulsó a arriesgar tu vida por un esclavo y tres niños judíos? Vive. Tienes que vivir. Quiero hablar contigo, darte las gracias. Además, Hasdai es muy rico y te recompensará, seguro.»
Unos días después, Arnau empezó a recuperarse. Una mañana Sahat lo encontró sensiblemente menos caliente.
– Alá, su nombre sea loado, me ha escuchado.
Hasdai sonrió cuando lo comprobó personalmente.
– Vivirá -se atrevió a asegurarles a sus hijos.
– ¿Me contará sus batallas?
– Hijo, no creo…
Pero Jucef empezó a imitar a Arnau moviendo el puñal frente a un imaginario grupo de agresores. En el momento en que iba a degollar al caído, su hermana lo cogió por el brazo.
– ¡Jucef! -le gritó.
Cuando se volvieron hacia el enfermo, se toparon con los ojos abiertos de Arnau. Jucef se azoró.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Hasdai.
Arnau intentó contestar pero tenía la boca seca. Sahat le acercó un vaso con agua.
– Bien -logró decir tras beber-. ¿Y los niños?
Jucef y Raquel se acercaron a la cabecera de la cama, empujados por su padre. Arnau esbozó una sonrisa.
– Hola -dijo Arnau.
– Hola -le respondieron ellos.
– ¿Y Saúl?
– Bien -le contestó Hasdai-, pero ahora debes descansar. Vamos, niños.
– ¿Cuando estés bien me contarás tus batallas? -le preguntó Jucef antes de que su padre y su hermana lo sacaran de la habitación.
Arnau asintió e intentó esbozar una sonrisa.
A lo largo de la semana siguiente la fiebre remitió por completo y la herida empezó a cerrarse. Arnau y Sahat conversaron en cuantas ocasiones el bastaix se sintió con fuerzas para ello.
– Gracias -fue lo primero que le dijo al esclavo.
– Ya me las diste, ¿recuerdas? ¿Por qué…, por qué lo hiciste?
– Los ojos del niño…, mi mujer no lo hubiera permitido…
– ¿Maria? -preguntó Sahat recordando los delirios de Arnau.
– Sí -contestó Arnau.
– ¿Quieres que la avisemos de que estás aquí? -Arnau apretó los labios y negó con la cabeza-. ¿Hay alguien a quien quieras que avisemos? -El esclavo no insistió más al ver la expresión que ensombrecía el rostro de Arnau.
– ¿Cómo terminó el asedio? -le preguntó en otra ocasión Arnau a Sahat.
– Doscientos hombres y mujeres asesinados. Muchas casas saqueadas o incendiadas.
– ¡Qué desastre!
– No tanto -lo corrigió Sahat. Arnau lo miró sorprendido-. La judería de Barcelona ha tenido suerte. Desde Oriente hasta Castilla, los judíos han sido asesinados sin piedad. Más de trescientas comunidades han quedado totalmente destruidas. En Alemania, el mismo emperador Carlos IV prometió conceder el perdón a todo delincuente que asesinase a un judío o destruyese una judería. ¿Imaginas qué habría sucedido en Barcelona si vuestro rey, en lugar de protegerla, hubiera perdonado a todos los que mataran a algún judío? -Arnau cerró los ojos y negó con la cabeza-. En Mainz, han quemado en la hoguera a seis mil judíos, y en Estrasburgo, han inmolado en masa a dos mil, en una inmensa pira en el cementerio judío, mujeres y niños incluidos. Dos mil a la vez…
Los niños sólo podían entrar en la habitación de Arnau cuando Hasdai iba a visitar al enfermo y podía encargarse de que no lo molestasen. Un día, cuando Arnau ya empezaba a levantarse del lecho y a dar los primeros pasos, Hasdai apareció solo. El judío, alto y delgado, con el cabello negro, largo y lacio, la mirada penetrante y la nariz ganchuda, se sentó frente a él.
– Debes saber… -dijo con voz grave-, supongo que ya sabrás -corrigió- que tus sacerdotes tienen prohibida la cohabitación entre cristianos y judíos.
– No te preocupes, Hasdai; en cuanto pueda andar… -No -lo interrumpió el judío-; no estoy diciendo que debas irte de mi casa. Has salvado a mis hijos de una muerte segura, arriesgando tu vida. Todo cuanto poseo es tuyo y te estaré eternamente agradecido. Puedes permanecer en esta casa cuanto tiempo desees. Mi familia y yo nos sentiríamos muy honrados si así lo hicieses. Lo único que pretendía era advertirte, sobre todo si decides quedarte, que intentemos guardar la máxima discreción. Nadie sabrá por los míos, y en ellos incluyo a toda la comunidad hebrea, que vives en mi casa; por eso puedes estar tranquilo. La decisión es tuya e insisto en que nos sentiríamos muy honrados y felices si decidieses continuar con nosotros. ¿Qué respondes?
– ¿Quién le contaría a tu hijo mis batallas?
Hasdai sonrió y le ofreció una mano que Arnau estrechó.
Castell-Rosselló era una fortaleza impresionante… El pequeño Jucef se sentaba frente a Arnau, en el suelo del jardín trasero de los Crescas, con las piernas cruzadas y los ojos completamente abiertos, y saboreaba una y otra vez las historias de guerra del bastaix , atento en el asedio, inquieto en la pelea, sonriente en la victoria.
– Los defensores lucharon con valor -le contaba-, pero los soldados del rey Pedro fuimos superiores…
Cuando terminaba, Jucef insistía para que repitiera otra de sus historias. Arnau le contaba tanto relatos verdaderos como inventados. «Yo sólo ataqué dos castillos -había estado a punto de confesarle-; los demás días de guerra nos dedicamos a saquear y destruir granjas y cosechas…, salvo las higueras.»
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