Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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El escéptico consentimiento de Arnau puso en marcha toda la maquinaria que Hasdai tenía ya preparada. Primera regla: nadie, nadie debía saber que Arnau contaba con el apoyo de los judíos; eso iría en su contra. Hasdai le entregó una documentación que probaba que todo el dinero que utilizase provenía de una viuda cristiana de Perpiñán, y formalmente así era.

– Si alguien te pregunta -le dijo-, no contestes, pero si te vieras obligado a ello, has heredado. Necesitarás bastante dinero -continuó-. En primer lugar deberás asegurar tu mesa de cambio ante los magistrados de Barcelona constituyendo una fianza por importe de mil marcos de plata; después deberás comprar una casa o los derechos de una casa en el barrio de los cambistas, ya sea en la calle de Canvis Vells o Canvis Nous, y acomodarla para ejercer tu profesión; por último, tendrás que reunir más dinero para empezar a trabajar.

¡Cambista! ¿Y por qué no? ¿Qué le quedaba de su antigua vida? Todos sus seres queridos habían muerto a causa de la peste. Hasdai parecía convencido de que, con la ayuda de Sahat, la mesa funcionaría. Ni siquiera podía imaginar cómo debía de ser la vida de un cambista; se haría rico, le había asegurado Hasdai. ¿Qué hacían los ricos? De repente recordó a Grau, el único rico que había conocido, y notó un vacío en el estómago. No. Él nunca sería como Grau.

Aseguró su mesa de cambio con los mil marcos de plata que le entregó Hasdai y juró ante el magistrado que denunciaría la moneda falsa -se preguntó cómo podría llegar a reconocerla si algún día le faltaba Sahat- y la partiría en dos mediante unas cizallas especiales que debía tener todo cambista. Legalizó con la firma del magistrado los enormes libros de cuentas que darían fe de sus operaciones y, en un momento en que Barcelona se hallaba sumida en el caos consiguiente a la plaga de peste bubónica, recibió la autorización para ejercer de cambista y se fijaron los días y horas en que obligatoriamente debía hallarse al frente de su establecimiento.

La segunda regla que Hasdai le aconsejó seguir fue la relativa a Sahat:

– Nadie debe saber que es un regalo mío. Sahat es muy conocido entre los cambistas, y si alguien llega a saberlo tendrás problemas. Como cristiano puedes hacer negocios con los judíos, pero evita que puedan llamarte amigo de judíos. Hay otro problema con respecto a Sahat que debes conocer: pocos profesionales del cambio llegarían a entender su venta. He tenido centenares de ofertas por él, a cual más sustanciosa, y siempre me he negado, tanto por su competencia como por su amor hacia mis hijos. No lo entenderían. Así pues, hemos pensado que Sahat se convierta al cristianismo…

– ¿Se convierta? -le interrumpió Arnau.

– Sí. Los judíos tenemos prohibido tener esclavos cristianos. Si alguno de nuestros esclavos se convierte, debemos manumitirlo o venderlo a otro cristiano.

– Y ¿creerían los demás cambistas en esa conversión?

– Una epidemia de peste es capaz de socavar cualquier fe.

– ¿Está dispuesto Sahat a ese sacrificio?

– Lo está.

Habían hablado de ello, no como amo y esclavo sino como dos amigos, como lo que habían llegado a ser con los años.

– ¿Serías capaz? -le preguntó Hasdai.

– Sí -contestó Sahat-.Alá, ¡exaltado y glorificado sea!, sabrá comprender.Te consta que la práctica de nuestra fe está prohibida en tierras cristianas. Cumplimos con nuestras obligaciones en secreto, en la intimidad de nuestros corazones. Así seguirá siendo por más agua bendita que derramen sobre mi cabeza.

– Arnau es un cristiano devoto -insistió Hasdai-; si llega a saberlo…

– Nunca lo sabrá. Los esclavos, más que nadie, conocemos el arte de la hipocresía. No, no es por ti, pero he sido esclavo allá donde he ido. A menudo nuestra vida depende de ello.

La tercera regla quedó en secreto entre Hasdai y Sahat.

– No tengo que decirte, Sahat -le dijo su antiguo amo con voz trémula-, la gratitud que siento por tu decisión. Mis hijos y yo te lo agradeceremos siempre.

– Soy yo el que debo agradecéroslo a vosotros.

– Supongo que sabrás en qué debes volcar tus esfuerzos en estos momentos…

– Creo que sí.

– Nada de especias. Nada de tejidos, aceites o ceras -le aconsejó Hasdai mientras Sahat asentía con la cabeza ante unas instrucciones que ya preveía-. Hasta que vuelva a estabilizarse la situación, Cataluña no estará preparada para asumir de nuevo esas importaciones. Esclavos, Sahat, esclavos. Después de la peste, Cataluña necesita mano de obra. Hasta ahora no nos habíamos dedicado mucho al negocio de los esclavos. Los encontrarás en Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre. Evidentemente, también en el mercado de Sicilia. Me consta que en Sicilia se venden muchos turcos y tártaros. Pero yo sería partidario de utilizar sus lugares de origen; en todos ellos tenemos corresponsales a los que puedes recurrir. En muy poco tiempo, tu nuevo amo amasará una considerable fortuna.

– ¿Y si se niega al comercio de esclavos? No parece que sea una persona…

– Es una buena persona -lo interrumpió Hasdai confirmando sus sospechas-, escrupulosa, de orígenes humildes y muy generosa. Podría ser que se negase a intervenir en el comercio de esclavos. No los traigas a Barcelona. Que Arnau no los vea. Llévalos directamente a Perpiñán, Tarragona o Salou o limítate a venderlos en Mallorca. Mallorca tiene uno de los mercados de esclavos más importantes del Mediterráneo. Deja que otros los traigan a Barcelona o comercien con ellos allá donde deseen. Castilla también está muy necesitada de esclavos. En cualquier caso, hasta que Arnau se entere de cómo funcionan las cosas, transcurrirá el tiempo suficiente para ganar bastante dinero. Yo le propondría, y así se lo recomendaré personalmente, que al principio se dedique a conocer bien las monedas, los cambios, los mercados, las rutas y los principales objetos de exportación o importación. Mientras tanto tú puedes dedicarte a lo tuyo, Salat. Piensa que no somos más inteligentes que los demás y que todo aquel que tenga algo de dinero importará esclavos. Será una época muy lucrativa pero corta. Hasta que el mercado se agote, que se agotará, aprovéchala.

– ¿Cuento con tu ayuda?

– Toda. Te daré cartas para todos mis corresponsales, a los que ya conoces. Te procurarán el crédito que necesites.

– ¿Y los libros? Tendrán que constar los esclavos, y Arnau podría comprobarlos.

Hasdai le dirigió una sonrisa de complicidad.

– Estoy seguro de que sabrás arreglar ese pequeño detalle.

34

¡Esta! -Arnau señaló una pequeña casa de dos pisos, cerrada y con una cruz blanca en la puerta. Sahat, ya bautizado como Guillem, a su lado, asintió-. ¿Sí? -preguntó Arnau. Guillem volvió a asentir, esta vez con una sonrisa en los labios.

Arnau miró la casita y meneó la cabeza. Se había limitado a señalarla y Guillem había consentido. Era la primera vez en su vida que sus deseos se cumplían de una forma tan sencilla. ¿Sería siempre así a partir de entonces? Volvió a menear la cabeza.

– ¿Sucede algo, amo? -Arnau lo traspasó con la mirada. ¿Cuántas veces le había dicho que no quería que lo llamase amo? Pero el moro se había negado; le contestó que debían guardar las apariencias. Guillem le sostuvo la mirada-. ¿Acaso no te gusta, amo? -añadió.

– Sí…, claro que me gusta. ¿Es adecuada?

– Por supuesto. No podría ser mejor. Mira -le dijo señalándola-, está justo en la esquina de las dos calles de los cambistas: Canvis Nous y Canvis Vells. ¿Qué mejor casa que ésta?

Arnau miró hacia donde le señalaba Guillem. Canvis Vells llegaba hasta el mar, a la izquierda de donde se encontraban; Can-vis Nous se abría frente a ellos. Pero Arnau no la había elegido por eso; ni siquiera se había dado cuenta de que aquellas calles fueran las de los cambistas, a pesar de haber andado por ellas en centenares de ocasiones. La casita se alzaba en el linde de la plaza de Santa María, frente a lo que sería el portal mayor del templo.

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