Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Qué sucedió cuando se prohibió el préstamo con intereses?

– Pues muy sencillo. Como siempre, los cristianos le disteis la vuelta a la norma de la Iglesia. Era evidente que ningún cristiano que tuviese dinero lo iba a prestar a otro sin obtener un beneficio, como se pretendía. Para eso se lo quedaba él y no corría riesgo alguno. Entonces los cristianos os inventasteis un negocio que se llama la comanda; ¿has oído hablar de ella?

– Sí -reconoció Arnau-. En el puerto se habla mucho de las comandas cuando llega un barco con mercaderías, pero la verdad es que nunca lo he entendido.

– Pues es muy sencillo. La comanda no es más que un préstamo con interés… disfrazado. Hay un comerciante, un cambista por lo general, que entrega dinero a un mercader para que compre o venda alguna mercancía. Cuando el mercader ha ultimado el negocio, tiene que devolver al cambista la misma cantidad que ha recibido más una parte de las ganancias que ha obtenido. Es lo mismo que el préstamo con intereses pero llamado de otra manera: comanda. El cristiano que entrega ese dinero obtiene un beneficio por su dinero, que es lo que prohibe la Iglesia: la obtención de beneficios por el dinero y no por el trabajo del hombre. Los cristianos seguís haciendo exactamente lo mismo que hace cien años, antes de que se prohibiesen los intereses, sólo que con otro nombre. Resulta que si nosotros prestamos dinero para un negocio somos unos usureros, pero si lo hace un cristiano a través de una comanda, no lo es.

– ¿No hay ninguna diferencia?

– Sólo una: en las comandas, aquel que ha entregado el dinero corre el mismo riesgo que el negocio, esto es, si el mercader no vuelve o pierde la mercadería porque, por ejemplo, lo asaltan los piratas durante una travesía marítima, el que ha puesto el dinero lo pierde. Eso no sucedería en un préstamo, pues el mercader seguiría estando obligado a devolver el dinero con sus intereses, pero en la práctica sigue siendo lo mismo puesto que el mercader que ha perdido su mercancía no nos paga, y en último término los judíos tenemos que acomodarnos a las prácticas comerciales habituales: los mercaderes quieren comandas en las que no corran con el riesgo y nosotros tenemos que hacerlas porque de lo contrario no conseguiríamos beneficios para cumplir con vuestros reyes. ¿Lo has entendido?

– Los cristianos no prestamos con interés, pero el resultado es el mismo a través de las comandas -comentó Arnau para sí.

– Exacto. Lo que intenta prohibir vuestra Iglesia no es el interés en sí mismo, sino la obtención de un beneficio por el dinero, no por el trabajo, y eso siempre que los préstamos no sean a reyes, nobles o caballeros, los que se llaman préstamos baratos, porque un cristiano sí puede prestar dinero a los reyes, nobles o caballeros, con interés; la Iglesia supone que ese préstamo es para la guerra, y considera válido el interés.

– Pero esa práctica sólo la llevan a cabo los cambistas cristianos -argüyó Arnau-. No se puede juzgar a todos los cristianos por lo que hagan…

– No te equivoques, Arnau -le advirtió Hasdai sonriendo y gesticulando con las manos-. Los cambistas reciben en depósito el dinero de los cristianos y con ese dinero contratan comandas, cuyos beneficios después tienen que pagar a aquellos cristianos que les han dado su dinero. Los cambistas dan la cara, pero el dinero es de los cristianos, de todos los que lo depositan en sus mesas de cambio. Arnau, hay algo que nunca cambiará en la historia: el que tiene dinero quiere más; nunca lo ha regalado y nunca lo hará. Si no lo hacen vuestros obispos, ¿por qué iban a hacerlo sus feligreses? Se llamará préstamo, se llamará comanda, se llamará como se llame, pero la gente no regala nada; sin embargo, los únicos usureros somos nosotros.

Charlando les llegó la noche, una noche mediterránea, estrellada y plácida. Durante un rato, los tres permanecieron en silencio disfrutando de la paz y la tranquilidad que se respiraba en el pequeño jardín trasero de la casa de Hasdai Crescas. Al final los llamaron para cenar y por primera vez desde que se alojaba con aquellos judíos, Arnau los vio como personas iguales a él, con otras creencias, pero buenos, tan buenos y caritativos como pudieran serlo los más santos de los cristianos. Esa noche, sin ninguna reserva, disfrutó de los sabores de la cocina judía acompañado por Hasdai a la mesa y servido por las mujeres de la casa.

33

El tiempo iba transcurriendo y la situación empezaba a hacerse incómoda para todos. Las noticias que llegaban al cali sobre la peste eran alentadoras: cada vez aparecían menos casos. Arnau necesitaba volver a su casa. La noche anterior a la partida, Arnau y Hasdai se reunieron en el jardín. Intentaron charlar amistosamente, de cosas intrascendentes, pero la noche sabía a despedida y, entre frase y frase, evitaban mirarse.

– Sahat es tuyo -anunció repentinamente Hasdai, entregándole la documentación que lo corroboraba.

– ¿Para qué quiero un esclavo? Si ni siquiera podré alimentarme yo mismo hasta que se reanude el tráfico marítimo, ¿cómo voy a dar de comer a un esclavo? La cofradía no permite que los esclavos trabajen. No necesito a Sahat.

– Sí que lo necesitarás -le contestó sonriendo Hasdai-. Él se debe a ti. Desde que nacieron Raquel y Jucef, Sahat se ha encargado de cuidarlos como si fueran sus propios hijos y te aseguro que como tales los adora. Ni Sahat ni yo podremos devolverte nunca lo que hiciste por ellos. Hemos pensado que la mejor manera de pagarte esa deuda es facilitándote la vida. Para eso necesitarás a Sahat, y él está dispuesto.

– ¿Facilitarme la vida?

– Ambos te ayudaremos a hacerte rico.

Arnau devolvió la sonrisa a su todavía anfitrión.

– Sólo soy un bastaix . Las riquezas son para nobles y mercaderes.

– Para ti también lo serán.Yo pondré los medios para que así sea. Si actúas con prudencia y conforme a las instrucciones de Sahat, no me cabe duda de que llegarás a serlo. -Arnau lo miró en espera de más explicaciones-. Como sabrás -continuó Hasdai-, la peste está remitiendo; los casos empiezan a ser aislados pero las consecuencias de la plaga han sido terroríficas. Nadie sabe exactamente cuántas personas han fallecido en Barcelona, pero lo que sí se sabe es que de los cinco consejeros, cuatro han muerto. Y eso puede ser terrible. Bien, a lo que íbamos: muchos de los muertos son cambistas que ejercían su profesión en Barcelona. Lo sé porque colaboraba con ellos y ahora ya no están. Creo que, si te interesa, podrías dedicarte al negocio del cambio…

– No sé nada de negocios ni de cambios -lo interrumpió Arnau-. Todos los maestros de oficios necesitan pasar una prueba.Yo no sé nada de todo eso.

– Los cambistas todavía no -le respondió Hasdai-. Sé que se ha pedido al rey que proclame una normativa, pero aún no lo ha hecho. La profesión de cambista es libre, siempre y cuando asegures tu mesa. En cuanto a la sabiduría, Sahat tiene bastante. Él lo sabe absolutamente todo sobre las mesas de cambio. Lleva muchos años colaborando en mi negocio. Lo compré porque era un experto en transacciones de ese tipo. Si le dejas hacer, aprenderás y prosperarás sin problema. Pese a ser esclavo, es un hombre de toda confianza y te debe lealtad por lo que hiciste por mis hijos, las únicas personas a las que ha querido, pues para él son su familia. -Hasdai interrogó a Arnau con sus ojillos-. ¿Y bien?

– No sé… -dudó Arnau.

– Contarás con mi ayuda y la de todos aquellos judíos que conocen tu hazaña. Somos un pueblo agradecido, Arnau. Sahat conoce a todos mis corresponsales a lo largo del Mediterráneo, Europa e incluso más allá de Oriente, en las lejanas tierras del soldán de Egipto. Contarás con una gran base para emprender negocios y nosotros mismos te ayudaremos al principio. Es una buena propuesta, Arnau. No tendrás ningún problema.

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