Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– No se retirarán -oyó Arnau que aseguraba una mujer.

– Los judíos son propiedad del rey, sólo dependen del rey -asintió otro-. Si los judíos mueren, el rey perderá todos los impuestos que les cobra…

– Y todos los créditos que les pide a esos usureros.

– No sólo eso -intervino un tercero-; si se asalta la judería, el rey perderá hasta los muebles que los judíos les dejan a él y a su corte cuando viene a Barcelona.

– Los nobles tendrán que dormir en el suelo -se oyó gritar entre carcajadas.

Arnau no pudo reprimir una sonrisa.

– El veguer defenderá los intereses del rey -dijo la mujer.

Así fue. El veguer no cedió y cuando se dieron por finalizadas las conversaciones se encerró apresuradamente en el interior de la judería. Aquélla era la señal que esperaba la gente, y antes de que se hubiese cerrado la puerta, los más cercanos a las murallas se abalanzaron sobre ella al tiempo que una lluvia de palos, flechas y piedras empezaba a volar por encima de las murallas del barrio judío. El asalto había empezado.

Arnau vio cómo una turba de ciudadanos cegados por el odio se lanzaba sin orden ni concierto contra las puertas y las murallas de la judería. No había ningún mando; lo más parecido a una orden eran los gritos de los flagelantes que seguían torturándose al pie de las murallas y que incitaban a los ciudadanos a escalarlas y asesinar a los herejes. Muchos cayeron bajo las espadas de los soldados del rey en cuanto lograron coronar las murallas, pero la judería estaba sufriendo un asalto masivo por sus cuatro costados y muchos otros lograron superar a los soldados y enfrentarse cuerpo a cuerpo con los judíos.

Arnau permaneció en la escalera de Sant Jaume por espacio de dos horas. Los gritos de guerra de los combatientes le recordaron sus días de soldado: Bellaguarda y Castell-Rosselló. Los rostros de los que caían se confundieron con los de los hombres a los que un día dio muerte; el olor a sangre lo transportó al Rosellón, a la mentira que le llevó a aquella guerra absurda, a Aledis, a Maria…, y abandonó la atalaya desde la que había seguido la matanza.

Anduvo en dirección al mar pensando en Maria y en lo que le había llevado a refugiarse en la guerra. Sus pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos. Estaba a la altura del Castell de Regomir, bastión de la antigua muralla romana, cuando unos gritos muy cercanos le obligaron a volver a la realidad.

– ¡Herejes!

– ¡Asesinos!

Arnau se topó con una veintena de personas armadas con palos y cuchillos que ocupaban toda la calle y que gritaban a algunas personas que debían de estar pegadas a la fachada de una de las casas. ¿Por qué no se limitaban a llorar a sus muertos? No se detuvo y se dispuso a atravesar el grupo de exaltados para continuar su camino. Mientras los apartaba a empellones, Arnau desvió un instante la mirada hacia el lugar que la gente rodeaba: en el quicio de la puerta de una casa, un esclavo moro, ensangrentado, intentaba proteger con su cuerpo a tres niños vestidos de negro con la rodela amarilla en el pecho. De pronto, Arnau se encontró entre el moro y los agresores. Se hizo el silencio y los niños asomaron sus caritas asustadas. Arnau los miró; lamentaba no haberle dado hijos a Maria. Una piedra voló hacia una de las cabecitas y rozó a Arnau. El moro se interpuso en su camino; la pedrada impactó en su estómago y lo dobló de dolor. La carita miró directamente a Arnau. A su mujer le encantaban los niños: le daba igual que fueran cristianos, moros o judíos. Los seguía con la mirada, en la playa, en las calles… Sus ojos los perseguían y después lo miraban a él…

– ¡Aparta! Sal de ahí -oyó Arnau a sus espaldas.

Arnau miró aquellos ojitos aterrados.

– ¿Qué queréis hacerles a estos niños? -preguntó.

Varios hombres, armados con cuchillos, se enfrentaron a él.

– Son judíos -le contestaron al unísono.

– ¿Y sólo por eso vais a matarlos? ¿No tenéis suficiente con sus padres?

– Han envenenado los pozos -contestó uno-. Mataron a Jesús. Matan a los niños cristianos para sus ritos herejes. Sí, les arrancan el corazón… Roban las sagradas hostias. -Arnau no escuchaba. Todavía olía la sangre de la judería…, la de Castell-Rosselló. Agarró del brazo al hombre que tenía más cerca y lo golpeó en la cara a la vez que se hacía con su cuchillo y lo encaraba hacia los demás.

– ¡Nadie hará daño a unos niños!

Los atacantes vieron cómo Arnau empuñaba el cuchillo, cómo; lo movía en círculo hacia ellos, cómo los miraba.

– Nadie hará daño a unos niños -repitió-. Id a luchar a la judería, contra los soldados, contra los hombres.

– Os matarán -oyó que le advertía el moro, ahora a sus espaldas.

– ¡Hereje! -le gritaron desde el grupo.

– ¡Judío!

Le habían enseñado a atacar primero, a pillar desprevenido al enemigo, a no permitir que su oponente se creciera, a asustarle. Arnau se lanzó a cuchilladas contra los más cercanos al grito de ¡ «¡Sant Jordi!». Clavó el puñal en el vientre del primero y giró sobre… sí mismo, lo que obligó a los que se abalanzaban sobre él a retroceder. El puñal sesgó el pecho de más de uno. Desde el suelo, uno de los atacantes lo apuñaló en la pantorrilla. Arnau lo miró, lo agarró del cabello, le echó hacia atrás la cabeza y lo degolló. La sangre manó a borbotones. Tres hombres yacían en el suelo y los í, demás empezaron a apartarse. «Huye cuando estés en desventaja», \ le habían aconsejado. Arnau hizo ademán de volver a lanzarse sobre ellos y la gente tropezó mientras intentaba alejarse de él. Con la mano izquierda, sin mirar hacia atrás, instó al moro a que se acercase y cuando notó el temblor de los niños en sus piernas, empezó a andar hacia el mar, de espaldas, sin perder de vista a los agresores.

– Os esperan en la judería -gritó a los asaltantes mientras seguía empujando a los niños.

Alcanzaron el antiguo portal del Castell de Regomir y echaron a correr. Arnau, sin mayores explicaciones, impidió que los niños se dirigieran hacia la judería.

¿Dónde podría esconder a unos niños? Arnau los guió hasta Santa María y se detuvo en seco ante la entrada principal. Desde donde estaban, a través de la obra inacabada, se alcanzaba a ver el interior.

– ¿No…, no pretenderéis meter a los niños en una iglesia cristiana? -le preguntó jadeando el esclavo.

– No -contestó Arnau-. Pero sí muy cerca de ella.

– ¿Por qué no nos habéis dejado volver a nuestras casas? -le preguntó a su vez la muchacha, a todas luces la mayor de los tres y mucho más entera que todos los demás tras la carrera.

Arnau se palpó la pantorrilla. La sangre manaba abundantemente.

– Porque vuestras casas están siendo asaltadas por la gente -le contestó-. Os culpan de la peste. Dicen que habéis envenenado los pozos. -Nadie dijo nada-. Lo siento -añadió Arnau.

El esclavo musulmán fue el primero en reaccionar:

– No podemos quedarnos aquí -dijo obligando a Arnau a dejar de examinarse la pierna-. Haced lo que creáis oportuno, pero esconded a los niños.

– ¿Y tú? -inquirió Arnau.

– Tengo que enterarme de qué es lo que ha sucedido con sus familias. ¿Cómo podré encontrarles?

– No podrás -contestó Arnau pensando en que en ese momento no podía mostrarle el camino del cementerio romano-. Yo te encontraré a ti. Ve a medianoche a la playa, frente a la pescadería nueva. -El esclavo asintió; cuando ya iban a separarse, Arnau añadió-: Si durante tres noches no has venido, te daré por muerto.

El musulmán asintió de nuevo y miró a Arnau con sus grandes ojos negros.

– Gracias -le dijo antes de salir corriendo en dirección a la judería.

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