Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Durante las primeras horas de viaje, Aledis acomodó su paso al de un grupo de campesinos que tras vender sus productos, volvían a sus tierras. Les explicó que iba en busca de su marido puesto que estaba embarazada y había hecho la promesa de que él debía saberlo antes de entrar en combate. Supo por ellos que Figueras se hallaba a cinco o seis jornadas a buen paso, siguiendo aquel mismo camino hasta Gerona. Pero también tuvo la oportunidad de escuchar los consejos de un par de ancianas desdentadas que parecía que fuesen a quebrarse bajo el peso de las cestas vacías que transportaban; sin embargo, seguían y seguían caminando descalzas, con una energía inconcebible en sus cuerpos viejos y delgados.

– No es bueno que una mujer ande sola por estos caminos- dijo una de ellas negando con la cabeza.

– No, no lo es -ratificó la otra.

Transcurrieron unos segundos, los necesarios para que ambas tomasen el aliento necesario.

– Mucho menos si es joven y hermosa -añadió la segunda.

– Cierto, cierto -asintió la primera de ellas.

– ¿Qué puede sucederme? -preguntó ingenuamente Aledis-. El camino está lleno de gente, de buena gente como vosotros.

Tuvo que volver a esperar mientras las ancianas daban algunos pasos en silencio, un poco más largos éstos para no alejarse del grupo de campesinos.

– Aquí sí encontrarás gente. Hay muchos pueblos cerca de Barcelona que, como nosotros, viven de ella. Pero un poco más alia -añadió sin levantar la vista del suelo-, cuando los pueblos se distancian entre sí y no hay ciudad a la que dirigirse, los caminos son solitarios y peligrosos.

En esta ocasión la compañera se abstuvo de hacer ningún comentario; con todo, y tras la espera de rigor, fue ella quien volvió a dirigirse a Aledis:

– Cuando estés sola procura no dejarte ver. Escóndete al menor ruido que oigas. Evita cualquier compañía.

– ¿Incluso si son caballeros? -preguntó Aledis.

– ¡Sobre todo a ésos! -gritó una.

– ¡En cuanto oigas los cascos de un caballo, escóndete y reza! -exclamó la otra.

Esta vez las dos contestaron al unísono, encolerizadas y sin necesidad de respiro alguno; incluso hicieron un pequeño alto, por lo que la comitiva se alejó un tanto. La expresión de incredulidad de Aledis debió de ser lo suficientemente ostensible para que las dos ancianas, una vez que recuperaron el ritmo, volvieran a insistir.

– Mira, muchacha -le aconsejó una de ellas mientras la otra asentía aun antes de saber qué diría su compañera-, yo que tú volvería a la ciudad y esperaría allí a mi hombre. Los caminos son muy peligrosos y más cuando todos los soldados y oficiales están de campaña con el rey. Entonces no existe autoridad, nadie vigila y nadie teme el castigo de un rey que está ocupado en otros menesteres.

Aledis caminó pensativa al lado de las dos ancianas. ¿Esconderse de los caballeros? ¿Por qué debía hacerlo? Todos los caballeros que acudían al taller de su marido se habían mostrado corteses y respetuosos con ella. Nunca, de boca de los numerosos mercaderes que proveían de materia prima a su marido, había oído relatos de robos o desmanes ocurridos en los caminos del principado. En cambio, recordaba las estremecedoras historias con las que solían entretenerlos, acerca de las accidentadas travesías marinas, los viajes por tierras moras o por las más lejanas del soldán de Egipto. Su marido le había contado que desde hacía más de doscientos años los caminos catalanes estaban protegidos por las leyes y por el rey y que cualquier persona que osara delinquir en un camino real recibía un castigo muy superior al que correspondería al mismo delito cometido en otro lugar. «¡El comercio exige paz en los caminos! -añadía-. ¿Cómo podríamos vender nuestros productos a lo largo y ancho de Cataluña si el rey no la proporcionara?» Entonces le contaba, como si fuese una niña, que desde hacía más de doscientos años la Iglesia había empezado a tomar medidas para defender los caminos. Primero hubo las Constituciones de Paz y Tregua, que se dictaron en sínodos. Si alguien atentaba contra esas reglas se le excomulgaba instantáneamente. Los obispos establecieron que los habitantes de sus condados y obispados no podían atacar a sus enemigos desde la hora nona del sábado hasta la hora prima del lunes, ni en las fiestas de precepto; además, la tregua protegía a los clérigos, a las iglesias y a todos aquellos que se dirigieran o regresaran de ellas. Las constituciones, le explicó, fueron ampliándose y protegiendo a mayor número de personas y bienes: mercaderes y animales agrícolas y de transporte, los aperos del campo y las casas de los campesinos, los habitantes de las villas, las mujeres, las cosechas, los olivares, el vino… Al final, el rey Alfonso I concedió la Paz a las vías públicas y a los caminos y estableció que quien la transgrediese cometería un delito de lesa majestad.

Aledis miró a las ancianas, que seguían caminando en silencio, cargadas con sus fardos, arrastrando los pies descalzos. ¿Quién iba a osar cometer un delito de lesa majestad? ¿Qué cristiano iba a arriesgarse a ser excomulgado por atacar a alguien en un camino catalán? En ello estaba pensando cuando el grupo de campesinos se desvió hacia San Andrés.

– Adiós, muchacha -se despidieron las ancianas-. Haz caso a dos viejas -añadió una de ellas-. Si decides continuar, sé prudente. No entres en ningún pueblo ni en ninguna ciudad. Podrían verte y seguirte. Detente sólo en las masías, y sólo en las que veas niños y mujeres.

Aledis observó cómo se alejaba el grupo; las dos ancianas arrastraban sus pies descalzos y se esforzaban por no perder al grueso de campesinos. En pocos minutos se quedó sola. Hasta entonces había avanzado en compañía de aquellos campesinos, charlando y dejando que sus pensamientos volasen tanto como su imaginación, despreocupadamente, anhelando llegar al lado de Arnau, emocionada por la aventura a la que le había llevado su precipitada decisión; sin embargo, cuando las voces y ruidos de sus compañeros de viaje se perdieron en la distancia, Aledis se sintió sola. Tenía un largo camino por delante, que trató de escudriñar poniendo su mano sobre la frente a modo de visera para protegerse de un sol que ya estaba alto en el cielo, un cielo azul celeste, sin una sola nube que empañase la inmensidad de aquella magnífica cúpula que se unía en el horizonte con las vastas y ricas tierras de Cataluña.

Quizá no fuese únicamente la sensación de soledad que asaltó a la muchacha tras verse abandonada por los campesinos o la sensación de extrañeza por hallarse en un paraje desconocido. En realidad, Aledis jamás se había enfrentado al cielo y a la tierra cuando nada se interpone en la visión del espectador, cuando se puede otear el horizonte girando sobre uno mismo… ¡y verlo en todo momento! Y lo miró. Aledis miró al horizonte, hacia donde le habían dicho que estaba Figueras. Las piernas le flaquearon. Giró sobre sí misma y miró hacia atrás. Nada. Se alejaba de Barcelona y sólo veía tierras desconocidas. Aledis buscó los tejados de los edificios que siempre se habían interpuesto ante la maravilla de una realidad desconocida: el cielo. Buscó los olores de la ciudad, el olor a cuero, los gritos de la gente, el rumor de una ciudad viva. Estaba sola. De pronto, las palabras de las dos ancianas acudieron atropelladamente a su mente. Trató de divisar Barcelona desde la distancia. ¡Cinco o seis jornadas! ¿Dónde dormiría? ¿Qué comería? Sopesó su hatillo. ¿Y si fueran ciertas las palabras de las ancianas? ¿Qué haría? ¿Qué podía hacer ella contra un caballero o un delincuente? El sol estaba alto en el cielo. Aledis volvió la vista hacia donde le habían dicho que estaba Figueras… y Arnau.

Redobló la prudencia. Anduvo con los sentidos a flor de piel, atenta a cualquier ruido que perturbara la soledad del camino. En las cercanías de Monteada, cuyo castillo, alzado en la cima del mismo nombre, defendía la entrada al llano de Barcelona, y ya con el sol situado en el mediodía, el camino volvió a llenarse de campesinos y mercaderes. Aledis se sumó a ellos como si fuese parte de alguna de las comitivas que se dirigían hacia la ciudad, pero cuando alcanzó sus puertas recordó los consejos de las ancianas y la rodeó a campo traviesa hasta volver a encontrar el camino.

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