Pero ¿cómo iba a decirle a María que pensaba alistarse en el ejército? Aledis poco importaba, ¿qué iba a ganar ella si hacía público su adulterio? Si se iba a la guerra, ¿para qué dañarle a él y a sí misma? Arnau recordó a Joan y a su madre; aquél era el destino que podía esperarle si se llegaba a conocer el adulterio y Aledis era consciente de ello, pero Maria…, ¿cómo iba a decírselo a María?
Arnau lo intento. Intento despedirse de la muchacha cuando le daba masajes en la espalda. «Me voy a la guerra», podía decirle. Simplemente eso: «Me voy a la guerra». Lloraría. ¿Qué culpa tenía Maria? Lo intentó cuando le servía la comida, pero sus dulces ojos se lo impidieron. «¿Te ocurre algo?», le preguntó ella. Lo intentó incluso después de hacer el amor, pero Maria lo acariciaba.
Mientras tanto Barcelona se había convertido en un hervidero. El pueblo deseaba que el rey partiera a la conquista de la Cerdaña y el Rosellón, pero el rey no lo hacía. Los caballeros exigían al monarca el pago de sus soldadas y las indemnizaciones por las pérdidas de caballos y armamento que habían sufrido, pero las arcas reales estaban vacías y el rey tuvo que permitir que muchos de sus caballeros volvieran a sus tierras. Lo hicieron Ramon de Anglesola, Joan de Arbórea, Alfonso de Llòria, Gonzalo Diez de Árenos y muchos otros nobles.
Entonces el rey convocó a la host de toda Cataluña; serían los ciudadanos quienes lucharían por él. Las campanas repicaron a lo largo y ancho del principado y, por orden del rey, desde los pulpitos empezaron a lanzarse arengas para que los hombres libres se alistasen. ¡Los nobles abandonaban el ejército catalán! El padre Albert hablaba con fervor, alto y fuerte, gesticulando sin parar. ¿Cómo iba el rey a defender Cataluña? ¿Y si el rey de Mallorca, sabedor de que los nobles abandonaban al rey Pedro, se aliaba con los franceses y atacaba Cataluña? ¡Ya había sucedido en una ocasión! El padre Albert gritó por encima de la parroquia de Santa María; ¿quién no recordaba, quién no había oído hablar de la cruzada de los franceses contra los catalanes? Aquella vez se había podido vencer al invasor. ¿Y ahora?, ¿lo lograrían si dejaban que Jaime se rearmase?
Arnau miró a la Virgen de piedra con el niño sobre su hombro. Si por lo menos hubieran tenido un hijo. Seguro que si hubieran tenido un hijo todo aquello no hubiera sucedido. Aledis no hubiera sido tan cruel. Si hubieran tenido un hijo…
– Acabo de hacerle una promesa a la Virgen -le susurró Arnau a Maria de repente, mientras el sacerdote seguía reclutan-do soldados desde el altar mayor-; voy a alistarme en el ejército real para que nos conceda la bendición de tener un hijo.
Maria se volvió hacia él y antes de hacerlo hacia la Virgen, le cogió la mano y se la apretó con fuerza.
– ¡No puedes! -gritó Aledis cuando Arnau le comunicó su decisión. Arnau la instó con las manos a que bajara la voz, pero ella siguió gritando-: ¡No puedes dejarme! Le contaré a todo el mundo…
– ¿Qué más da ya, Aledis? -la interrumpió él-. Estaré con el ejército. Sólo conseguirías arruinar tu vida.
Los dos se miraron, escondidos tras los matorrales, como siempre. El labio inferior de Aledis empezó a temblar. ¡Qué bonita era! Arnau quiso acercar una mano a la mejilla de la mujer, por la que ya corrían las lágrimas, pero se detuvo.
– Adiós, Aledis.
– No puedes dejarme -sollozó.
Arnau se volvió hacia ella. Había caído de rodillas con la cabeza entre las manos. El silencio la incitó a levantar la mirada hacia Arnau.
– ¿Por qué me haces esto? -lloró.
Arnau vio las lágrimas en el rostro de Aledis; todo su cuerpo temblaba. Arnau se mordió el labio y dirigió la mirada a lo alto de la montaña, adonde acudía en busca de las piedras. ¿Para qué hacerle más daño? Abrió los brazos.
– Debo hacerlo.
Ella empezó a arrastrarse de rodillas hasta llegar a tocarle las piernas.
– ¡Debo hacerlo, Aledis! -repitió Arnau saltando hacia atrás.
Y emprendió el descenso de Montjuïc.
Eran prostitutas; sus vestidos de colores lo proclamaban. Aledis dudaba si acercarse a ellas, pero el aroma de la olla de carne y verduras la empujaba a hacerlo. Tenía hambre. Estaba demacrada. Las muchachas, jóvenes como ella, se movían y charlaban alegremente alrededor del fuego. La invitaron a acercarse cuando la vieron a pocos pasos de las tiendas del campamento, pero eran prostitutas. Aledis se examinó a sí misma: harapienta, maloliente, sucia. Las prostitutas volvieron a invitarla; los reflejos de sus trajes de seda moviéndose al sol la distrajeron. Nadie le había ofrecido algo de comer. ¿Acaso no lo había intentado en todas las tiendas, chamizos o simples fogatas a las que se había arrastrado? ¿Alguien se había apiadado de ella? La habían tratado como una vulgar pordiosera; había pedido limosna: un poco de pan, algo de carne, una simple hortaliza. Le habían escupido en la mano tendida. Después se habían reído. Aquellas mujeres eran rameras, pero la habían invitado a compartir su olla.
El rey ordenó que sus ejércitos se reunieran en la ciudad de Figueras, al norte del principado, y hacia allí se dirigieron tanto los nobles que no abandonaron al monarca como las hosts de Cataluña, entre ellas los soldados de Barcelona y, con ellos, Arnau Estanyol, liberado, optimista y armado con la ballesta de su padre y una simple daga roma. \
Pero si en Figueras el rey Pedro logró reunir a cerca de mil doscientos hombres a caballo y a cuatro mil soldados de a pie, también logró congregar otro ejército: familiares de los soldados -principalmente de los almogávares, quienes, como nómadas que eran, llevaban a cuestas familia y hogar-, comerciantes de todo tipo de mercaderías -que esperaban comprar las que los soldados obtuviesen del saqueo-, mercaderes de esclavos, clérigos, tahúres, ladrones, prostitutas, mendigos y todo tipo de menesterosos sin ningún otro objetivo en la vida que perseguir la carroña. Todos ellos formaban una impresionante retaguardia que se movía al ritmo de los ejércitos y con sus propias leyes, a menudo mucho más crueles que las de la contienda de la que vivían como parásitos.
Aledis sólo era una más en aquel heterogéneo grupo. La despedida de Arnau repiqueteaba en sus oídos. Una vez más, Aledis notó cómo las rugosas y ajadas manos de su marido recorrían los entresijos de su intimidad. Los estertores del viejo curtidor se mezclaron con sus recuerdos. El anciano le pellizcó la vulva. Aledis no se movió. El anciano pellizcó de nuevo, más fuerte, reclamando la falsa generosidad con que hasta entonces lo había premiado su mujer. Aledis cerró las piernas. «¿Por qué me has dejado, Arnau?», pensó Aledis sintiendo a Pau sobre ella, que se ayudaba de las manos para penetrarla. Cedió y se abrió de piernas a la vez que la amargura se instalaba en su garganta. Disimuló una arcada. El anciano se movía encima de ella como un reptil. Ella vomitó hacia un lado del lecho. Él ni se enteró. Siguió empujando lánguidamente, ayudado de sus manos, aguantando el pene, y con la cabeza sobre sus pechos, mordisqueando unos pezones a los que el asco impedía crecer. Cuando terminó se dejó caer sobre su lado de la cama y se durmió. A la mañana siguiente, Aledis hizo un pequeño hatillo con sus escasas posesiones, algo de dinero que le hurtó a su marido y un poco de comida, y, como cualquier otro día, salió a la calle.
Anduvo hasta el monasterio de Sant Pere de les Puelles y abandonó Barcelona para enfilar la antigua vía romana que la llevaría hasta Figueras. Traspasó las puertas de la ciudad cabizbaja, reprimiendo la necesidad de salir corriendo y evitando cruzar la mirada con los soldados; levantó la vista hacia el cielo, azul y brillante, y se encaminó hacia su nuevo futuro, sonriendo a los muchos viajeros que se cruzaban con ella camino de la gran ciudad. Arnau también había abandonado a su esposa, lo había comprobado. ¡Seguro que se había ido por Maria! No podía querer a aquella mujer. Cuando hacían el amor…, ¡lo notaba!, ¡lo sentía sobre ella! No podía engañarla: la quería a ella, a Aledis.Y cuando la viera… Aledis lo imaginó corriendo hacia ella con los brazos abiertos. ¡Escaparían! Sí, escaparían juntos… para siempre.
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