Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Y así seguía. Arnau miró a su alrededor. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad seguían sonando. Nobles, clérigos, soldados, mercaderes, artesanos y el pueblo llano se apretujaban en Santa María; sus compañeros de cofradía, a su lado, se mantenían firmes, pero ¡cuan solo se sentía! Sus ilusiones, su vida entera había ido desmoronándose como la vieja iglesia románica que dio vida al nuevo templo. Ya no existía. Ningún vestigio quedaba de la pequeña iglesia, y desde donde se encontraba podía observar la inmensa y ancha nave central, delimitada por las columnas ochavadas sobre las que se sustentarían las bóvedas. Más allá de las columnas, por el exterior, los muros de la iglesia seguían levantándose e izándose hacia el cielo, piedra a piedra, pacientemente.

Arnau miró hacia arriba. La clave de la segunda bóveda de la nave central ya se había colocado y se trabajaba en las de las naves laterales. El nacimiento de Nuestro Señor: aquél había sido el motivo elegido para aquella segunda piedra de clave. La bóveda del presbiterio estaba totalmente cubierta. La siguiente, la primera de la inmensa nave central rectangular, todavía no cubierta, parecía una tela de araña: las cuatro nervaduras de los arcos estaban a cielo abierto, con la piedra de clave en su centro, como una araña dispuesta a desplazarse por finos hilos en busca de su presa. La mirada de Arnau se perdió en aquellos nervios delgados. ¡Bien sabía él qué era sentirse atrapado en una tela de araña! Aledis lo perseguía con mayor ahínco cada día. «Se lo contaré a los prohombres de tu cofradía», lo amenazaba cuando Arnau dudaba, y él volvía a pecar, una, y otra, y otra vez. Arnau se volvió hacia los demás bas-taixos. Si se enterasen… Allí estaba Bartolomé, su suegro, prohombre, y Ramon, su amigo y valedor. ¿Qué dirían? Y ni siquiera tenía a Joan.

Hasta Santa María parecía haberle dado la espalda. Cubierta ya en parte y alzados los contrafuertes que sostenían los arcos de las naves laterales de la segunda bóveda, la nobleza y los ricos mercaderes de la ciudad habían empezado a trabajar en las capillas laterales, decididos a dejar su impronta en forma de escudos heráldicos, imágenes, sarcófagos y todo tipo de relieves cincelados en la piedra.

Cuando Arnau acudía en busca de la ayuda de su Virgen, siempre había algún rico mercader, algún noble moviéndose entre las obras. Era como si le hubiesen robado su iglesia. Habían aparecido de repente y se detenían con orgullo en las once capillas, de las treinta y cuatro previstas, que ya se habían construido a lo largo del deambulatorio. Allí estaban ya los pájaros del escudo de los Busquets, en la capilla de Todos los Santos; la mano y el león ram-pante de los Junyent, en la de San Jaime; las tres peras de Boronat de Pera, cinceladas en la piedra de clave de la capilla ojival de San Pablo; la herradura y bandas de Pau Ferran, en el mármol de la misma capilla; los escudos de los Dufort y los Dusay o la fuente de los Font, en la capilla de Santa Margarita. ¡Hasta en la capilla del Santísimo! En ella, la suya, la de los bastaixos , se estaba instalando el sarcófago del archidiácono de la Mar que había iniciado la construcción del templo, Bernat Lull, junto a los escudos de los Ferrer.

Arnau pasaba cabizbajo junto a nobles y mercaderes. Él sólo acarreaba piedra, y se arrodillaba ante su Virgen para rogarle que lo librara de aquella araña que lo perseguía.

Cuando finalizaron los oficios religiosos, Barcelona entera se dirigió hacia el puerto. Allí estaba Pedro III, ataviado para la guerra y rodeado por sus barones. Mientras el infante don Jaime, conde de Urgel, permanecía en Cataluña a fin de defender las fronteras del Ampurdán, Besalú y Camprodon lindantes con los condados peninsulares del rey de Mallorca, los demás partirían con el rey a la conquista de la isla: el infante don Pedro, senescal de Cataluña; mosén Pere de Monteada, almirante de la flota; Pedro de Eixèrica y Blasco de Alagó; Gonzalo Diez de Árenos y Felipe de Castre; el padre Joan de Arbórea; Alfonso de Llòria; Galvany de Anglesola; Arcadic de Mur; Arnau d'Erül; el padre Gonzalvo García; Joan Ximénez de Urrea, y muchos otros nobles personajes y caballeros, dispuestos para la guerra junto con sus tropas y respectivos vasallos.

Maria, que se encontró con Arnau fuera de la iglesia, los señaló, gritando, y lo obligó a seguir la dirección de su dedo.

– ¡El rey! El rey, Arnau. Míralo. ¡Qué porte! ¿Y su espada?, ¡menuda espada! Y aquel noble. ¿Quién es, Arnau? ¿Lo conoces? Y los escudos, las armaduras, los pendones…

Maria arrastró a Arnau de un extremo a otro de la playa hasta que llegaron a Framenors. Allí, apartados de nobles y soldados, un numerosísimo grupo de hombres, sucios y desharrapados, sin l escudos ni armaduras, sin espadas, vestidos sólo con una camisa larga y raída, polainas y gorros de cuero, estaban embarcando ya en los leños que los llevarían a las naves.

¡Aquellos hombres sólo iban armados con un machete y una lanza!

– ¿ La Compañía? -preguntó Maria a su esposo.

– Sí. Los almogávares.

Los dos se sumaron al silencioso respeto con que los ciudadanos de Barcelona observaban a los mercenarios contratados por el rey Pedro. ¡Los conquistadores de Bizancio! Hasta los niños y las mujeres, impresionados por las espadas y armaduras de los nobles, como le había sucedido a Maria, los miraban con orgullo. Luchaban a pie y a pecho descubierto, confiando única y exclusivamente en su destreza y habilidad. ¿Quién iba a reírse de su indumentaria, de sus camisas o de sus armas?

Lo habían hecho los sicilianos, le habían contado a Arnau: se habían reído de ellos en el campo de batalla. ¿Qué resistencia podían oponer unos desharrapados contra nobles a caballo? Sin embargo, los almogávares los derrotaron y conquistaron la isla. Lo hicieron también los franceses; la historia se contaba por toda Cataluña, allá donde cualquiera quisiera escucharla. Arnau la había oído en varias ocasiones.

– Dicen -le susurró a Maria- que unos caballeros franceses apresaron a un almogávar y lo llevaron a presencia del príncipe Carlos de Salerno, quien lo insultó tachándolo de miserable, pobre y salvaje y se burló de las tropas catalanas.- Ni Arnau ni Maria apartaban la mirada de los mercenarios, que continuaban subiendo a los leños de los barqueros-. Entonces, el almogávar, en presencia del príncipe y sus caballeros, retó al mejor de sus hombres. Él lucharía a pie, armado tan sólo con su lanza; el francés a caballo, con todo su armamento. -Arnau calló unos instantes, pero Maria se volvió hacia él instándolo a continuar-. Los franceses se rieron del catalán, pero aceptaron el desafío. Partieron todos hacia un campo cercano al campamento francés. Allí, el almogávar venció a su oponente tras matar al caballo y aprovecharse de la falta de agilidad del caballero en la lucha a pie. Cuando se disponía a degollarlo, Carlos de Salerno le concedió la libertad.

– Es cierto -añadió alguien a sus espaldas-. Luchan como verdaderos demonios.

Arnau notó cómo Maria se arrimaba a él y le cogía del brazo con fuerza, sin apartar la mirada de los mercenarios. «¿Qué buscas, mujer? ¿Protección? ¡Si supieras! Ni siquiera soy capaz de enfrentarme a mis debilidades. ¿Crees que alguno de ellos te haría más daño del que te estoy haciendo yo? Luchan como demonios.» Arnau los miró: hombres que partían a la guerra contentos, alegres, dejando atrás sus familias. ¿Por qué…, por qué no podía hacer él lo mismo?

El embarque de los hombres se alargó durante horas. Maria se fue a casa y Arnau terminó vagando por la playa, entre la gente; se encontró aquí y allá a algunos compañeros.

– ¿A qué tanta prisa? -le preguntó a Ramon, señalando las barcas que iban y venían sin cesar, llenas a rebosar de soldados-. Hace buen tiempo. No parece que pueda levantarse un temporal.

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