Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Una amiga de la infancia -dijo-.Aledis, te presento a Mar; Mar, ésta es Aledis.

Las dos se saludaron con una inclinación de cabeza.

– Este no es sitio para estar de charla. -La orden del soldado obligó a los tres a volverse-. Despejad la entrada.

– Hemos venido a ver a Arnau Estanyol -soltó Mar alzando la voz, con la mula agarrada del ronzal.

El soldado la miró de arriba abajo antes de que una mueca burlona apareciera en sus labios.

– ¿El cambista? -preguntó.

– Sí -insistió Mar.

– El inquisidor general ha prohibido las visitas al cambista.

El soldado hizo ademán de empujar a Aledis y Joan.

– ¿Por qué las ha prohibido? -preguntó Mar mientras los otros dos empezaban a salir del palacio.

– Eso pregúntaselo al fraile -le contestó señalando a Joan.

Los tres empezaron a alejarse.

– Debería haberte matado ayer, fraile.

Aledis vio cómo Joan bajaba la mirada al suelo. Ni siquiera contestó. Después observó a la mujer de la mula; andaba erguida, tirando con autoridad del animal. ¿Qué debía de haber sucedido el día anterior? Joan no escondía su rostro amoratado y su acompañante quería ver a Arnau. ¿Quién era aquella mujer? Arnau estaba casado con la baronesa, la mujer que lo acompañaba en la tarima del castillo de Montbui cuando derogó los malos usos…

– Dentro de pocos días se iniciará el juicio contra Arnau.

Mar y Aledis se pararon en seco. Joan avanzó unos pasos más, hasta que se dio cuenta de que las mujeres no lo acompañaban. Cuando se volvió hacia ellas vio que se miraban cara a cara en silencio. «¿Quién eres?,» parecían preguntarse con la mirada.

– Dudo que ese fraile tuviera infancia… y menos amigas -dijo Mar.

Aledis no la vio parpadear. Mar permanecía en pie orgullosa; sus ojos jóvenes parecían querer traspasarla. Incluso la mula, tras ella, estaba quieta, con las orejas atentas.

– Eres directa -le dijo Aledis.

– La vida me ha enseñado a serlo.

– Si hace veinticinco años mi padre hubiera consentido, me habría casado con Arnau.

– Si hace cinco años me hubieran tratado como a una persona y no como a un animal -se volvió para mirar a Joan-, seguiría al lado de Arnau -dijo Mar.

El silencio acompañó una nueva pugna de miradas entre las dos mujeres. Las dos se recrearon en ella, sopesándose la una a la otra.

– Hace veinticinco años que no veo a Arnau -confesó al fin Aledis. «No intento competir contigo», intentó decirle en un lenguaje que sólo dos mujeres pueden entender.

Mar cambió el peso de un pie a otro y aflojó la presión sobre el ronzal de la mula. Entornó los ojos y su mirada dejó de traspasar a Aledis.

– Vivo fuera de Barcelona; ¿tienes donde acogerme? -preguntó Mar tras unos instantes.

– Yo también vivo fuera. Me alojo… con mis hijas, en el hostal del Estanyer. Pero podremos arreglarnos -añadió cuando la vio titubear-. ¿Y…? -Aledis señaló a Joan con un gesto de la cabeza.

Las dos lo observaron, parado donde se había detenido, con el rostro amoratado y el hábito, sucio y roto, colgando de sus hombros caídos.

– Tiene mucho que explicar -dijo Mar- y podemos necesitarlo. Que duerma con la mula.

Joan esperó a que las mujeres se volvieran a poner en camino y las siguió.

«¿Y tú por qué estás aquí?», me preguntará. «¿Qué hacías en el palacio del obispo?» Aledis miró de reojo a su nueva acompañante; volvía a caminar erguida, tirando de la mula, sin apartarse cuando alguien se interponía en su camino. ¿Qué debía de haber sucedido entre Mar y Joan? El fraile parecía totalmente sometido… ¿Cómo podía un dominico admitir que una mujer lo mandase a dormir con una mula? Cruzaron la plaza del Blat.Ya había reconocido que conocía a Arnau, pero no les había dicho que lo había visto en las mazmorras, suplicando que se acercase. «¿Y Francesca? ¿Qué debo decirles de Francesca? ¿Que es mi madre? No. Joan la conoció y sabe que no se llamaba Francesca. La madre de mi difunto esposo. Pero ¿qué dirán cuando la impliquen en el proceso contra Arnau? Yo debería saberlo. ¿Y cuando se sepa que es una mujer pública? ¿Cómo va a ser mi suegra una mujer pública?» Mejor no saber nada, pero entonces ¿qué estaba haciendo en el palacio del obispo?

– ¡Oh! -contestó Aledis a la pregunta de Mar-, llevaba un encargo del maestro curtidor, de mi difunto marido. Como sabía que íbamos a pasar por Barcelona…

Eulàlia y Teresa la miraron de reojo sin dejar de dar cuenta de sus escudillas. Habían llegado al hostal y habían conseguido que el hostalero colocase un tercer jergón en la habitación de Aledis y sus hijas. Joan asintió cuando Mar dijo que dormiría en el establo, con la mula.

– Oigáis lo que oigáis -les dijo Aledis a las muchachas-, no digáis nada. Procurad no contestar a ninguna pregunta y, sobre todo, no conocemos a ninguna Francesca. Los cinco se sentaron a comer.

– Bien, fraile -volvió a intervenir Mar-, ¿por qué ha prohibido el inquisidor las visitas a Arnau? Joan no había probado bocado.

– Necesitaba dinero para pagar al alguacil -contestó con voz cansina-, y como en la mesa de Arnau no tenían efectivo, ordené la venta de algunas comandas. Eimeric creyó que intentaba vaciar las arcas de Arnau y que entonces la Inquisición…

En aquel momento hicieron su entrada en el hostal el señor de Bellera y Genis Puig. En sus rostros se dibujó una amplia sonrisa al ver a las dos muchachas.

– Joan -dijo Aledis-, esos dos nobles estuvieron molestando ayer a mis hijas y me da la impresión de que sus intenciones… ¿Podrías ayudarme a que no vuelvan a molestarlas?

Joan se volvió hacia los dos hombres mientras éstos, en pie, se deleitaban mirando a Teresa y Eulàlia y recordando la noche anterior.

Sus sonrisas desaparecieron cuando reconocieron el hábito negro de Joan. El fraile continuó mirándolos y los caballeros se sentaron en silencio a su mesa, con la vista en las escudillas que les acababa de servir el hostalero.

– ¿Por qué van a juzgar a Arnau? -preguntó Aledis cuando Joan volvió su atención hacia ellas.

Sahat observó el barco marsellés mientras la tripulación hacía los últimos preparativos para zarpar: una sólida galera de un solo palo, con un timón a popa y dos laterales, ciento veinte remeros a bordo y una cabida de alrededor de trescientos botes.

– Es rápida y muy segura -le comentó Filippo-; ha tenido varios encuentros con piratas y siempre ha logrado escapar. Dentro de tres o cuatro días estarás en Marsella. -Sahat asintió-. Desde allí no te será difícil embarcar en una nave de cabotaje y llegar a Barcelona.

Filippo se agarraba del brazo de Sahat con una mano mientras con el bastón señalaba la galera. Funcionarios, comerciantes y trabajadores del puerto lo saludaban con respeto al pasar junto a él; después hacían lo mismo con Sahat, el moro en el que el comerciante se apoyaba.

– Hace buen tiempo -añadió Filippo dirigiendo el bastón al cielo-; no tendrás problemas.

El piloto de la galera se acercó a la borda e hizo una señal dirigida a Filippo. Sahat notó cómo el anciano presionaba su antebrazo.

– Me da la impresión de que no volveré a verte -dijo el anciano. Sahat volvió el rostro hacia él pero Filippo lo agarró con más fuerza-.Ya soy viejo, Sahat.

Los dos hombres se abrazaron al pie de la galera.

– Cuida de mis asuntos -le dijo Sahat separándose de él.

– Lo haré, y cuando no pueda -añadió con voz trémula-, lo harán mis hijos. Entonces, estés donde estés, tendrás que ayudarlos tú.

– Lo haré -prometió a su vez Sahat.

Filippo atrajo hacia sí a Sahat y le besó en los labios ante la multitud que esperaba la partida de la galera, atenta al último pasajero; un murmullo se elevó ante aquella muestra de cariño por parte de Filippo Tescio.

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