Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Lo defenderá alguien? -preguntó Mar.

Joan negó cansinamente con la cabeza.

– Le asignarán un abogado… que tiene prohibido defenderlo.

– ¿Cómo? -exclamaron las dos mujeres al unísono.

– Prohibimos a abogados y notarios -recitó Joan- que ayuden a los herejes, que les aconsejen o los apoyen, así como que crean en ellos o los defiendan. -Mar y Aledis interrogaron a Joan con la mirada-.Así reza una bula del papa Inocencio III.

– ¿Entonces? -preguntó Mar.

– La labor del abogado es lograr la confesión voluntaria del hereje; si defendiera al hereje, estaría defendiendo la herejía.

– No tengo nada que confesar -contestó Arnau al joven sacerdote que le habían asignado como abogado.

– Es experto en derecho civil y canónico -dijo Nicolau Eimeric-, y un entusiasta de la fe -añadió sonriendo.

El sacerdote abrió los brazos en señal de impotencia, igual que había hecho ante el alguacil en la mazmorra, cuando instó a Arnau a confesar su herejía. «Debes hacerlo -se limitó a aconsejarle-; debes confiar en la benevolencia del tribunal.» Repitió exactamente el mismo gesto -¿cuántas veces lo habría hecho como abogado de los herejes?- y, tras una señal de Eimeric, se retiró de la sala.

– Después -continuó Joan a instancias de Aledis-, le pedirán que nombre a sus enemigos.

– ¿Para qué?

– Si nombrase a alguno de los testigos que lo han denunciado, el tribunal podría considerar que la denuncia está viciada por esa enemistad.

– Pero Arnau no sabe quién lo ha denunciado -intervino Mar.

– No. En este momento, no. Después sí podría saberlo… si Eimeric le concede ese derecho. En realidad debería saberlo -añadió ante la expresión de sus interlocutoras-, puesto que así lo ordenó Bonifacio VIII, pero el Papa está muy lejos y al final cada inquisidor lleva el proceso como más le conviene.

– Creo que mi esposa me odia -contestó Arnau a la pregunta de Eimeric.

– ¿Por qué razón va a odiarte doña Elionor? -preguntó de nuevo el inquisidor.

– No hemos tenido hijos.

– ¿Lo has intentado? ¿Has yacido con ella?

Había jurado sobre los cuatro evangelios.

– ¿Has yacido con ella? -repitió Eimeric.

– No.

El notario dejó correr la pluma sobre los legajos que descansaban frente a él. Nicolau Eimeric se volvió hacia el obispo.

– ¿Algún enemigo más? -intervino en esta ocasión Berenguer d'Erill.

– Los nobles de mis baronías, en especial el carlán de Montbui.-El notario siguió escribiendo-.También he dictado sentencia en muchos procesos como cónsul de la Mar, pero creo haber obrado con justicia.

– ¿Tienes algún enemigo entre los miembros del clero?

¿Por qué aquella pregunta? Siempre se había llevado bien con la Iglesia.

– Salvo que alguno de los presentes…

– Los miembros de este tribunal son imparciales -lo interrumpió Eimeric.

– Confío en ello. -Arnau se enfrentó a la mirada del inquisidor.

– ¿Alguien más?

– Como bien sabéis, llevo mucho tiempo ejerciendo de cambista; quizá…

– No se trata -volvió a interrumpirlo Eimeric- de que especules sobre quién o quiénes podrían llegar a ser tus enemigos y por qué razones. Si los tienes debes decir su nombre; en caso contrario, negarlo. ¿Tienes o no? -rugió Eimeric.

– No creo tenerlos.

– ¿Y después? -preguntó Aledis.

– Después empezará el verdadero proceso inquisitorial. -Joan se trasladó con la memoria a las plazas de los pueblos, a las casas de los principales, a las noches en vela…, pero un fuerte golpe sobre la mesa lo devolvió a la realidad.

– ¿Qué significa eso, fraile? -gritó Mar.

Joan suspiró y la miró a los ojos.

– «Inquisición» significa busca. El inquisidor tiene que buscar la herejía, el pecado. Aun cuando existan denuncias, el proceso no se fundamenta en ellas ni se ciñe a ellas. Si el procesado no confiesa, debe buscarse esa verdad escondida.

– ¿De qué manera? -preguntó Mar.

Joan cerró los ojos antes de contestar.

– Si te refieres a la tortura, sí, es uno de los procedimientos.

– ¿Qué le hacen?

– Podría ser que no llegaran a torturarlo.

– ¿Qué le hacen? -insistió Mar.

– ¿Para qué quieres saberlo? -le preguntó Aledis cogiéndola de la mano-. Sólo servirá para atormentarte… más.

– La ley prohibe que la tortura provoque la muerte o la amputación de algún miembro -aclaró Joan-, y sólo puede torturarse una vez.

Joan observó cómo las dos mujeres, con lágrimas en los ojos, trataban de consolarse. Sin embargo, el propio Eimeric había encontrado la forma de burlar esa disposición legal. « Non ad modum iterationis sed continuationis », solía decir con un extraño brillo en los ojos; no como repetición sino como continuación, traducía a los noveles que todavía no dominaban el latín.

– ¿Qué sucede si lo torturan y sigue sin confesar? -inquirió Mar tras sorber por la nariz.

– Su actitud será tenida en cuenta a la hora de dictar sentencia -contestó Joan sin más.

– Y la sentencia, ¿la dictará Eimeric? -preguntó Aledis.

– Sí, salvo que la condena sea a cárcel perpetua o ejecución en la hoguera; en ese caso necesita la conformidad del obispo. Sin embargo -continuó el fraile interrumpiendo la siguiente pregunta de las mujeres-, si el tribunal considera que el asunto es complejo, hay ocasiones en que lo consulta con los boni viri , entre treinta u ochenta personas, laicos y seglares, a fin de que le den su opinión sobre la culpabilidad del acusado y la pena que corresponde. Entonces el proceso se alarga meses y meses.

– En los que Arnau seguirá en la cárcel -señaló Aledis.

Joan asintió con la cabeza y los tres permanecieron en silencio; las mujeres trataban de asimilar lo que habían oído, Joan recordaba otra de las máximas de Eimeric: «La cárcel ha de ser lóbrega, un subterráneo en el que no pueda penetrar ninguna claridad, especialmente la del sol o de la luna; ha de ser dura y áspera, de forma que abrevie en lo posible la vida del reo, hasta hacerlo perecer».

Con Arnau en el centro de la sala, en pie, sucio y desharrapado, inquisidor y obispo acercaron las cabezas y empezaron a cuchichear. El notario aprovechó para ordenar sus legajos y los cuatro dominicos clavaron la mirada en Arnau.

– ¿Cómo llevarás el interrogatorio? -le preguntó Berenguer d'Erill.

– Empezaremos como siempre, y a medida que obtengamos algún resultado, iremos comunicándole los cargos.

– ¿Vas a decírselos?

– Sí. Creo que con este hombre será más efectiva la presión dialéctica que la física, aunque si no hay más remedio…

Arnau intentó sostener la mirada de los frailes negros. Uno, dos, tres, cuatro… Cambió el peso de su cuerpo al otro pie y volvió a mirar al inquisidor y al obispo. Seguían cuchicheando. Los dominicos continuaban con la atención puesta en él. La sala estaba en el más absoluto silencio, excepción hecha del ininteligible cuchicheo de los dos prebostes.

– Está empezando a ponerse nervioso -dijo el obispo tras levantar la mirada hacia Arnau y volver a enfrascarse con el inquisidor.

– Es una persona acostumbrada a mandar y a ser obedecido -contestó Eimeric-.Tiene que entender cuál es su verdadera situación, aceptar al tribunal y su autoridad, someterse a él. Sólo entonces estará en disposición de ser interrogado. La humillación es el primer paso.

Obispo e inquisidor prolongaron sus consultas durante un largo rato, durante el que Arnau se vio constantemente escrutado por los dominicos. Arnau intentó distraer sus pensamientos hacia Mar, hacia Joan, pero cada vez que pensaba en alguno de ellos la mirada de un fraile negro lo arañaba como si supiese qué estaba pensando. Cambió de posición infinidad de veces; se llevó la mano a la barba y al cabello y observó su estado de suciedad. Berenguer d'Erill y Nicolau Eimeric, refulgentes de oro, cómodamente sentados, parapetados tras la mesa del tribunal, lo miraban de reojo antes de volver a cuchichear.

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