Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Finalmente, Nicolau Eimeric se dirigió a él con voz potente:

– Arnau Estanyol, sé que has pecado.

Empezaba el juicio. Arnau inspiró con fuerza.

– Ignoro a qué os referís. Creo haber sido siempre un buen cristiano. He procurado…

– Tú mismo has reconocido ante este tribunal no haber mantenido relaciones con tu esposa. ¿Es ésa la actitud de un buen cristiano?

– No puedo tener relaciones carnales. No sé si sabréis que ya estuve casado en una ocasión y tampoco… pude tener ningún hijo.

– ¿Quieres decir que tienes un problema físico? -intervino el obispo.

– Sí.

Eimeric observó a Arnau durante unos instantes; apoyó los codos sobre la mesa y, cruzando las manos, se tapó la boca con ellas. Después se volvió hacia el notario y le dio una orden en voz baja.

– Declaración de Juli Andreu, sacerdote de Santa María de la Mar -leyó el notario, enfrascándose en uno de los legajos-. «Yo, Juli Andreu, sacerdote de Santa María de la Mar, requerido por el inquisidor general de Cataluña, declaro que aproximadamente en marzo del año 1364 de Nuestro Señor, mantuve con Arnau Estanyol, barón de Cataluña, una conversación a instancias de su esposa, doña Elionor, baronesa, pupila del rey Pedro, la cual me había manifestado su preocupación por la dejación que hacía su esposo de los deberes conyugales. Declaro que Arnau Estanyol me confió que no le atraía su esposa y que su cuerpo se negaba a mantener relaciones con doña Elionor; que se encontraba bien físicamente y que no podía obligar a su cuerpo a desear a una mujer a la que no deseaba; que sabía que estaba en pecado -Nicolau Eimeric entrecerró los ojos hacia Arnau-, y que por esa razón rezaba tanto en Santa María y hacía cuantiosas donaciones para la construcción de la iglesia.»

El silencio volvió a hacerse en la sala. Nicolau siguió con la mirada puesta en Arnau.

– ¿Mantienes que tienes un problema físico? -preguntó el inquisidor al fin.

Arnau recordaba aquella conversación pero no recordaba qué era exactamente…

– No recuerdo qué fue lo que dije.

– ¿Reconoces entonces haber hablado con el padre Juli Andreu?

– Sí.

Arnau oyó el rasgueo de la pluma del notario.

– Sin embargo, estás poniendo en duda la declaración de un hombre de Dios. ¿Qué interés podría tener el clérigo en mentir contra ti?

– Podría estar equivocado. No recordar bien qué fue lo que se dijo…

– ¿Pretendes decir que un sacerdote que dudara de lo que se dijo declararía como lo ha hecho el padre Juli Andreu?

– Sólo digo que podría estar equivocado.

– El padre Juli Andreu no es enemigo tuyo, ¿no? -intervino el obispo.

– No lo tenía por tal.

Nicolau volvió a dirigirse al notario.

– Declaración de Pere Sálvete, canónigo de Santa María de la Mar. «Yo, Pere Sálvete, canónigo de Santa María de la Mar, requerido por el inquisidor general de Cataluña, declaro que en la Pascua del año de 1367 de Nuestro Señor, mientras oficiábamos la Santa Misa, irrumpieron en la iglesia unos ciudadanos alertando del robo de una hostia por parte de los herejes. La misa se suspendió y los feligreses abandonaron la iglesia a excepción de Arnau

Estanyol, cónsul de la Mar, y su esposa, doña Elionor.» -«¡Ve con tu amante judía!» Las palabras de Elionor resonaron de nuevo. Arnau fue presa del mismo escalofrío que sintió aquel día. Levantó la mirada. Nicolau estaba atento a él… y sonreía. ¿Lo habría notado? El escribano seguía leyendo-:… y el cónsul le contestó que Dios no podía obligarlo a yacer con ella…

Nicolau hizo callar al notario y dejó de sonreír.

– ¿También miente el canónigo?

«¡Ve con tu amante judía!» ¿Por qué no lo habría dejado terminar de leer? ¿Qué pretendía Nicolau? Tu amante judía, tu amante judía…, las llamas lamiendo el cuerpo de Hasdai, el silencio, el pueblo enardecido reclamando justicia en silencio, gritando palabras que no llegaban a surgir de su boca, Elionor señalándolo y Nicolau y el obispo mirándolo a él… y a Raquel abrazada a él.

– ¿También miente el canónigo? -repitió Nicolau.

– Yo no he acusado a nadie de mentir -se defendió Arnau. Necesitaba pensar.

– ¿Niegas los preceptos de Dios? ¿Acaso te opones a las obligaciones que como esposo cristiano te corresponden?

– No…, no -titubeó Arnau.

– ¿Entonces?

– Entonces, ¿qué?

– ¿Niegas los preceptos de Dios? -repitió Nicolau alzando la voz.

Las palabras reverberaron en las paredes de piedra de la amplia sala. Sentía las piernas entumecidas, tantos días en aquella mazmorra…

– El tribunal puede considerar tu silencio como una confesión -añadió el obispo.

– No. No los niego. -Le empezaban a doler las piernas-. ¿Tanto importan al Santo Oficio mis relaciones con doña Elionor? ¿Acaso es pecado…?

– No te equivoques, Arnau -lo interrumpió el inquisidor-, las preguntas las hace el tribunal.

– Hacedlo, pues.

Nicolau observó cómo Arnau se movía, inquieto, y cambiaba de postura una y otra vez.

– Está empezando a notar dolor -susurró al oído de Berenguer d'Erill.

– Dejémosle pensar en él -contestó el obispo.

Empezaron a cuchichear de nuevo y Arnau volvió a sentir sobre sí los cuatro pares de ojos de los dominicos. Le dolían las piernas, pero tenía que resistir. No podía postrarse ante Nicolau Eime-ric. ¿Qué sucedería si caía al suelo? Necesitaba… ¡una piedra!, una piedra sobre sus espaldas, un largo camino que recorrer cargado con una piedra para su Virgen. «¿Dónde estás ahora? ¿De verdad son éstos tus representantes?» Sólo era un niño y sin embargo… ¿Por qué no iba a aguantar ahora? Había recorrido Barcelona entera con una roca que pesaba más que él, sudando, sangrando, oyendo los gritos de ánimo de la gente. ¿No le quedaba nada de aquella fuerza? ¿Iba a vencerlo un fraile fanático? ¿A él? ¿Al niño bastaix al que habían admirado todos los muchachos de la ciudad? Paso a paso, arañando el camino hasta Santa María para después volver a su casa y descansar para la siguiente jornada. A su casa…, los ojos castaños, los grandes ojos castaños. Y entonces, en aquel momento, con un estremecimiento que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo, reconoció a Aledis en la visitante de la oscura mazmorra.

Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill cruzaron una mirada cuando vieron cómo Arnau se erguía. Por primera vez uno de los dominicos desvió su atención hacia el centro de la mesa.

– No cae -cuchicheó nerviosamente el obispo.

– ¿Dónde satisfaces tus instintos? -preguntó Nicolau alzando la voz.

Por eso lo había llamado Arnau. Su voz… Sí. Aquélla era la voz que tantas veces había escuchado en la falda de la montaña de Montjuïc.

– ¡Arnau Estanyol! -El grito del inquisidor devolvió sus pensamientos al tribunal-. He preguntado que dónde satisfaces tus instintos.

– No entiendo vuestra pregunta.

– Eres un hombre. No has tenido relaciones con tu esposa en años. Es muy sencillo: ¿dónde satisfaces tus necesidades como hombre?

– Hace esos mismos años que decís que no tengo contacto con mujer alguna.

Había contestado sin pensar. El alguacil había dicho que era su madre.

– ¡Mientes! -Arnau dio un respingo-. Este mismo tribunal te ha visto abrazado a una hereje. ¿No es eso tener contacto con una mujer?

– No al que os referís.

– ¿Qué puede impulsar a un hombre y una mujer a abrazarse en público sino -Nicolau gesticuló con las manos- la lascivia?

– El dolor.

– ¿Qué dolor? -saltó el obispo.

– ¿Qué dolor? -insistió Nicolau ante su silencio. Arnau calló. Las llamas de la pira iluminaron la estancia-. ¿Por la ejecución de un hereje que había profanado una sagrada hostia? -preguntó de nuevo el inquisidor señalándolo con un dedo enjoyado-. ¿Es ése el dolor que sientes como buen cristiano? ¿El del peso de la justicia sobre un desalmado, un profanador, un miserable, un ladrón…?

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