Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Nada -le contestó-.Ya sabes que nunca nos llevamos bien.

Mar evitó la mirada de Guillem.

– ¿Me lo contarás algún día? -insistió Guillem.

Mar bajó aún más la mirada.

54

El tribunal ya estaba constituido: los cuatro dominicos y el notario sentados tras la mesa, los soldados haciendo guardia junto a la puerta y Arnau, igual de sucio que el día anterior, en pie en el centro, vigilado por todos ellos.

Al poco entraron Nicolau Eimeric y Berenguer d'Erill, arrastrando lujo y soberbia. Los soldados los saludaron y los demás componentes del tribunal se levantaron hasta que ambos tomaron asiento.

– Se inicia la sesión -dijo Nicolau-; te recuerdo -añadió dirigiéndose a Arnau- que sigues estando bajo juramento.

«Ese hombre -le había comentado al obispo camino de la sala- hablará más por el juramento prestado que por el miedo a la tortura.»

– Proceda a leer las últimas palabras del reo -continuó Nicolau dirigiéndose al notario.

«Sólo abrazan ideas, creencias, como nosotros.» Su propia declaración lo golpeó. Con la constante presencia de Mar y Aledis en su mente, había estado toda la noche pensando en lo que había dicho. Nicolau no le había permitido explicarse pero, por otra parte, ¿cómo podía hacerlo?, ¿qué iba a decirles a aquellos cazadores de herejes sobre sus relaciones con Raquel y su familia? El notario continuaba leyendo. No podía dirigir las investigaciones hacia Raquel; bastante habían sufrido con la muerte de Hasdai para echarles encima a la Inquisición…

– ¿Consideras que la fe cristiana se reduce a ideas o creencias que pueden ser abrazadas voluntariamente por los hombres? -preguntó Berenguer d'Erill-. ¿Acaso puede un simple mortal juzgar los preceptos divinos?

¿Por qué no? Arnau miró directamente a Nicolau. ¿Acaso no sois vosotros simples mortales? Lo quemarían. Lo quemarían como habían hecho con Hasdai y tantos otros. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

– Me expresé incorrectamente -contestó al fin.

– ¿Cómo lo expresarías entonces? -intervino Nicolau.

– No lo sé. No poseo vuestros conocimientos. Sólo puedo decir que creo en Dios, que soy un buen cristiano y que siempre he actuado conforme a sus preceptos.

– ¿Consideras que quemar el cadáver de tu padre es actuar conforme a los preceptos de Dios? -gritó el inquisidor poniéndose en pie y golpeando la mesa con las dos manos.

Raquel, amparándose en las sombras, acudió a la casa de su hermano, tal como había acordado con éste.

– Sahat -dijo por todo saludo, quedándose parada en la entrada de la casa.

Guillem se levantó de la mesa que compartía con Jucef.

– Lo siento, Raquel.

La mujer contestó con una mueca. Guillem estaba a algunos pasos, pero un leve movimiento de sus brazos fue suficiente para que se acercase a ella y la abrazase. Guillem la apretó contra sí e intentó consolarla, pero su voz no respondía. «Deja que corran las lágrimas, Raquel -pensó-, deja que empiece a apagarse ese fuego que quedó en tus ojos.»

Al cabo de unos instantes, Raquel se separó de Guillem y se secó las lágrimas.

– Has venido por Arnau, ¿verdad? -le preguntó una vez recompuesta-.Tienes que ayudarlo -añadió ante el asentimiento de Guillem-; nosotros poco podemos hacer sin complicar más las cosas.

– Le estaba diciendo a tu hermano que necesito una carta de presentación para la corte.

Raquel interrogó con la mirada a su hermano, todavía sentado a la mesa.

– La conseguiremos -asintió éste-. El infante don Juan con su corte, miembros de la corte del rey y prohombres del reino están reunidos en parlamento en Barcelona para tratar el asunto de Cerdeña. Es un momento excelente.

– ¿Qué piensas hacer, Sahat? -preguntó Raquel.

– No lo sé todavía. Me escribiste -añadió dirigiéndose a Jucef- que el rey está enfrentado al inquisidor. -Jucef asintió-. ¿Y su hijo?

– Mucho más -dijo Jucef-. El infante es un mecenas del arte y la cultura. Le gusta la música y la poesía, y en su corte de Gerona suele reunir a escritores y filósofos. Ninguno de ellos acepta el ataque de Eimeric a Ramon Llull. La Inquisición está mal vista entre los pensadores catalanes; a principios de siglo se condenaron por heréticas catorce obras del médico Arnau de Vilanova; la obra de Nicolás de Calabria también fue declarada herética por el propio Eimeric, y ahora persiguen a otro de los grandes como es Ramon Llull. Parece como si todo lo catalán les repugnase. Pocos son los que se atreven a escribir por miedo a la interpretación que de sus textos pueda hacer Eimeric; Nicolás de Calabria acabó en la hoguera. Por otra parte, si a alguien podría afectar el proyecto del inquisidor de ejercer su jurisdicción sobre las juderías catalanas, es al infante.Ten en cuenta que el infante vive de los impuestos que le pagamos. Te prestará atención -afirmó Jucef-, pero no te engañes: es difícil que se enfrente directamente a la Inquisición.

Guillem asintió para sus adentros.

¿Quemar el cadáver…?

Nicolau Eimeric permaneció en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa, mirando a Arnau; estaba congestionado.

– Tu padre -masculló- era un diablo que soliviantó al pueblo. Por eso lo ejecutaron y por eso tú lo quemaste, para que muriese como tal.

Nicolau terminó señalando a Arnau.

¿Cómo lo sabía? Sólo había una persona que conociera… El escribano rasgueaba con su pluma. No podía ser. Joan no… Arnau sintió que sus piernas flaqueaban.

– ¿Niegas haber quemado el cadáver de tu padre? -preguntó Berenguer d'Erill.

¡Joan no podía haberlo denunciado!

– ¿Lo niegas? -repitió Nicolau elevando la voz.

Los rostros de los miembros del tribunal se desfiguraron y Arnau reprimió una arcada.

– ¡Teníamos hambre! -gritó-. ¿Habéis tenido hambre alguna vez? -El rostro morado de su padre con la lengua colgando se confundió con los de los que lo miraban. ¿Joan? ¿Por qué no había ido a verle?-. ¡Teníamos hambre! -gritó. Arnau oyó hablar a su padre: «Yo de ti no me sometería»-. ¿Acaso habéis tenido hambre alguna vez?

Arnau trató de abalanzarse sobre Nicolau, que seguía interrogándole con la mirada, en pie, soberbio, pero antes de que llegase a él los soldados lo inmovilizaron y lo arrastraron de nuevo al centro de la sala.

– ¿Quemaste a tu padre como a un demonio? -volvió a preguntar Nicolau a voz en grito.

– ¡Mi padre no era ningún demonio! -le contestó Arnau gritando también, forcejeando con los soldados que lo mantenían agarrado.

– Pero quemaste su cadáver.

«¿Por qué, Joan? Eres mi hermano y Bernat… Bernat siempre te quiso como a un hijo.» Arnau bajó la cabeza y quedó colgado de los soldados. ¿Por qué…?

– ¿Te lo ordenó tu madre?

Arnau sólo logró levantar la cabeza.

– Tu madre es una bruja que transmite el mal del diablo -añadió el obispo.

¿Qué estaban diciendo?

– Tu padre asesinó a un muchacho para liberarte a ti. ¿Lo confiesas? -gritó Nicolau.

– ¿Qué…? -intentó decir Arnau.

– Tú -Nicolau lo señaló- también asesinaste a un muchacho cristiano. ¿Qué pensabas hacer con él?

– ¿Te lo ordenaron tus padres? -preguntó el obispo.

– ¿Querías su corazón? -preguntó Nicolau.

– ¿A cuántos muchachos más has asesinado?

– ¿Qué relaciones mantienes con los herejes?

Inquisidor y obispo le lanzaron una retahila de preguntas. Tu padre, tu madre, muchachos, asesinatos, corazones, herejes, judíos… ¡Joan! Arnau dejó caer la cabeza de nuevo. Temblaba.

– ¿Confiesas? -terminó Nicolau.

Arnau no se movió. El tribunal dejó que el tiempo corriera. Mientras, Arnau seguía colgando de los brazos de los soldados. Al final Nicolau les hizo una seña para que abandonasen la sala. Arnau notó cómo lo arrastraban.

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