Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¡Esperad! -ordenó el inquisidor cuando estaban a punto de abrir las puertas. Los soldados se volvieron hacia él-. ¡Arnau Estanyol! -gritó-. ¡Arnau Estanyol! -gritó de nuevo.

Arnau levantó la cabeza lentamente y miró a Nicolau.

– Podéis llevároslo -les dijo el inquisidor a los soldados en cuanto notó la mirada de Arnau sobre sí-.Anotad, notario -oyó Arnau que decía Nicolau mientras cruzaba las puertas-, el reo no ha negado ninguna de las acusaciones formuladas por este tribunal y se ha negado a confesar simulando un desvanecimiento cuya falsedad se ha descubierto cuando, libre del proceso inquisitorial y antes de abandonar la sala, ha vuelto a atender el requerimiento del mismo.

El sonido de la pluma persiguió a Arnau hasta las mazmorras.

Guillem dio orden a sus esclavos de que organizasen el traslado a la alhóndiga, muy cercana al hostal del Estanyer, cuyo propietario recibió con desagrado la noticia; dejaba a Mar, pero no podía arriesgarse a que Genis Puig lo reconociera. Los dos esclavos respondieron negando con la cabeza a cuantos intentos hizo el hostalera para impedir que el rico mercader abandonara su establecimiento. «¿Para qué quiero nobles que no pagan?», masculló al contar los dineros que le entregaron los esclavos de Guillem.

Desde la judería, Guillem se dirigió directamente a la alhóndiga; ninguno de los mercaderes de paso en la ciudad que allí se alojaban conocía su antigua relación con Arnau.

– Tengo establecimiento abierto en Pisa -le contestó a un mercader siciliano que se sentó a comer en su mesa y que se interesó por él.

– ¿Qué te ha traído a Barcelona? -preguntó el siciliano.

Un amigo con problemas, estuvo a punto de responderle. El siciliano era un hombre bajo, calvo y de facciones excesivamente marcadas; le dijo que se llamaba Jacopo Lercardo. Había hablado largo y tendido con Jucef, pero conocer otra opinión siempre sería bueno.

– Hace años mantuve buenos contactos con Cataluña y he aprovechado un viaje aValencia para explorar un poco el mercado.

– Poco hay que explorar -le dijo el siciliano sin dejar de llevarse la cuchara a la boca.

Guillem esperó a que continuara, pero Jacopo siguió enfrascado en su olla de carne. Aquel hombre no hablaría si no era con alguien que conociese el negocio tan bien como él.

– He comprobado que la situación ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. En los mercados se echa en falta a los campesinos; sus puestos están vacíos. Recuerdo que antes, hace años, el almotacén tenía que poner orden entre mercaderes y campesinos.

– Ya no tiene trabajo -dijo el siciliano sonriendo-; los campesinos ya no producen y no acuden a vender a los mercados. Las epidemias han diezmado la población, la tierra no rinde y los propios señores las abandonan y las dejan baldías. El pueblo emigra a la tierra de donde vienes: Valencia.

– He visitado a algunos antiguos conocidos. -El siciliano volvió a mirarlo por encima de la cuchara-.Ya no arriesgan su dinero en operaciones comerciales; se limitan a comprar deuda de la ciudad. Se han convertido en rentistas. Según me han dicho, hace nueve años la deuda municipal era de unas ciento sesenta y nueve mil libras; hoy puede estar en unas doscientas mil libras y sigue subiendo. El municipio no puede seguir obligándose al pago de los censales o violarios que establece como garantía de la deuda; se arruinará.

Durante unos instantes, Guillem se permitió pensar en la eterna discusión del pago de los intereses del dinero que tenían prohibido los cristianos. Retraída la actividad comercial y con ella las comandas que retribuían el dinero, otra vez habían conseguido burlar la prohibición legal con la creación de los censales o los violarios, por los cuales los ricos entregaban un dinero al municipio y éste se comprometía al pago de una cantidad anual en la que, evidentemente, se incluían los intereses prohibidos. En los violarios, si se quería devolver el principal prestado, había que pagar un tercio más del total prestado. Sin embargo, comprando deuda municipal, no se corrían los riesgos de las expediciones comerciales… mientras Barcelona pudiese pagar.

– Pero mientras no llegue esa ruina -le dijo el siciliano haciéndolo volver a la realidad- la situación es excepcional para ganar dinero en el principado…

– Vendiendo -le interrumpió Guillem.

– Principalmente -Guillem notó que el siciliano se confiaba-, pero también se puede comprar, siempre y cuando se haga con la moneda adecuada. La paridad entre el florín de oro y el croat de plata es totalmente ficticia y muy alejada de las paridades establecidas en los mercados extranjeros. La plata está saliendo de Cataluña de forma masiva y el rey sigue empeñado en sostener el valor de su florín de oro en contra del mercado; esa actitud le costará muy cara.

– ¿Por qué crees que mantiene esa postura? -preguntó con interés Guillem-. El rey Pedro siempre se ha comportado como una persona sensata…

– Por simple interés político -le interrumpió Jacopo-. El florín es la moneda real; su acuñación en la ceca de Montpellier depende directamente del rey. Por el contrario, el croat se acuña en ciudades como Barcelona y Valencia por concesión real. El monarca quiere sostener el valor de su moneda aunque se equivoque; sin embargo, para nosotros, es el mejor error que podría cometer. ¡El rey ha fijado la paridad del oro con respecto a la plata en trece veces más de lo que en realidad cuesta en otros mercados!

– ¿Y las arcas reales?

Aquél era el punto al que quería llegar Guillem.

– ¡Trece veces sobre valoradas! -rió el siciliano-. El rey sigue con su guerra contra Castilla aunque parece que está pronta a terminar. Pedro el Cruel tiene problemas con sus nobles, que se han decantado por el Trastámara.A Pedro el Ceremonioso sólo le son fieles las ciudades y, al parecer, los judíos. La guerra contra Castilla ha arruinado al rey. Hace cuatro años las cortes de Monzón le concedieron un subsidio por importe de doscientas setenta mil libras a costa de nuevas concesiones a nobles y ciudades. El rey invierte ese dinero en la guerra pero pierde privilegios para el futuro, y ahora, una nueva revuelta en Córcega… Si tienes algún interés en la casa real, olvídalo.

Guillem dejó de escuchar al siciliano y se limitó a asentir con la cabeza y sonreír cuando parecía que tocaba hacerlo. El rey estaba arruinado y Arnau era uno de sus mayores acreedores. Cuando Guillem abandonó Barcelona, los préstamos a la casa real superaban las diez mil libras; ¿a cuánto ascenderían ahora? Ni siquiera debía de haber pagado los intereses de los préstamos baratos. «Lo ejecutarán.» La sentencia de Joan volvió a su memoria. «Nicolau utilizará a Arnau para reforzar su poder -le había dicho Jucef-; el rey no paga al Papa y Eimeric le ha prometido parte de la fortuna de Arnau.» ¿Estaría dispuesto el rey Pedro a convertirse en deudor de un Papa que acababa de promover una revuelta en Córcega al negar el derecho de la corona de Aragón? Pero ¿cómo lograr que el rey se opusiese a la Inquisición?

– Vuestra propuesta nos interesa.

La voz del infante se perdió en la inmensidad del salón del Tinell. Sólo tenía dieciséis años pero acababa de presidir, en nombre de su padre, el Parlamento que debía tratar de la revolución sarda. Guillem observó disimuladamente al heredero, sentado en el trono y flanqueado por sus dos consejeros, Juan Fernández de Heredia y Francesc de Perellós, ambos de pie. Se decía de él que era débil, pero aquel muchacho, dos años atrás, tuvo que juzgar, sentenciar y ejecutar a quien había sido su tutor desde que nació: Bernat de Cabrera. Después de ordenar su decapitación en la plaza del mercado de Zaragoza, el infante tuvo que mandar la cabeza del vizconde a su padre, el rey Pedro.

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