Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Pero ahora, ¿de qué iba a servir aquella promesa?

Cuando Esteve volvió a subir a la torre ya no llevaba la guadaña.

– La señora dice que te pongas esto en los ojos -le dijo a Joan tirándole un trapo.

– ¿Qué te has creído? -exclamó Joan, propinando un puntapié al trozo de tela.

El interior de la torre de vigía era pequeño, no más de tres pasos en cualquier dirección; con uno solo, Esteve se plantó frente a él y lo abofeteó dos veces, una en cada mejilla.

– La señora ha ordenado que te tapes los ojos.

– ¡Soy inquisidor!

En esta ocasión la bofetada de Esteve lo lanzó contra la pared de la torre. Joan quedó a los pies de Esteve.

– Póntelo. -Esteve lo levantó agarrándolo con una sola mano-. Póntelo -repitió cuando Joan ya estaba en pie.

– ¿Crees que usando la violencia vas a doblegar a un inquisidor? No te imaginas…

Esteve no le dejó terminar. Primero lo golpeó en el rostro, con el puño cerrado. Joan salió despedido de nuevo y el criado empezó a propinarle puntapiés, en la ingle, en el estómago, en el pecho, en la cara…

Joan se hizo un ovillo a causa del dolor. Esteve volvió a levantarlo con una sola mano.

– La señora dice que te lo pongas.

Sangraba por la boca. Las piernas le flaqueaban. Cuando el criado lo soltó, Joan intentó mantenerse en pie pero un intenso dolor en la rodilla lo dobló y cayó sobre Esteve, agarrándose a sus costados. El criado lo empujó al suelo.

– Póntelo.

El trapo estaba junto a él. Joan notó que se había orinado y que el hábito se le pegaba a los muslos.

Cogió el trapo y se lo anudó sobre los ojos. Joan oyó cómo el criado cerraba la puerta y bajaba la escalera. Silencio. Una eternidad. Luego, varias personas subieron. Joan se levantó tanteando la pared. Se abrió la puerta. Traían muebles, ¿sillas quizá?

– Sé que has pecado. -Sentada en un taburete, la voz de Mar atronó en el interior de la torre; a su lado, el niño observaba al fraile.

Joan se mantuvo en silencio.

– La Inquisición nunca tapa los ojos a sus… detenidos -dijo al fin. Quizá si pudiese enfrentarse a ella…

– Cierto -oyó que le contestaba Mar-. Sólo les tapáis el alma, la hombría, la decencia, el honor. Sé que has pecado -repitió.

– No acepto esa argucia.

Mar hizo una seña a Esteve. El criado se acercó a Joan y le descargó un puñetazo en el estómago. El fraile se dobló por la cintura boqueando. Cuando logró erguirse, volvía a reinar el silenció. Su propio jadeo le impedía escuchar la respiración de los presentes. Le dolían las piernas y el pecho, su rostro ardía. Nadie dijo nada. Un rodillazo en la parte exterior del muslo lo derribó al suelo.

Remitió el dolor y Joan quedó encogido en posición fetal.

De nuevo se hizo el silencio.

Un punterazo en los ríñones lo obligó a encorvarse en sentido contrario.

– ¿Qué pretendes? -gritó Joan entre punzadas de dolor.

Nadie contestó hasta que dejó de dolerle. Entonces, el criado lo levantó y volvió a ponerlo delante de Mar.

Joan tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse en pie.

– ¿Qué pret…?

– Sé que has pecado.

¿Hasta dónde sería capaz de llegar? ¿Hasta matarlo a palos? ¿Sería capaz de matarlo? Había pecado y, sin embargo, ¿qué autoridad tenía Mar para juzgarlo? Un temblor recorrió todo su cuerpo y estuvo a punto de llevarlo de nuevo al suelo.

– Ya me has condenado -acertó a decir Joan-. ¿Para qué quieres juzgarme?

Silencio. Oscuridad.

– ¡Dime, mujer! ¿Para qué quieres juzgarme?

– Tienes razón -oyó por fin Joan-.Ya te he condenado, pero recuerda que has sido tú quien ha confesado tu culpa. Justo ahí donde estás ahora me robó la virginidad; ahí mismo me forzó una y otra vez. Cuélgalo y deshazte de su cadáver -añadió Mar dirigiéndose a Esteve.

Los pasos de Mar empezaron a alejarse escaleras abajo. Joan notó cómo Esteve le ataba las manos a la espalda. Ni siquiera podía moverse, ningún músculo de su cuerpo respondía. El criado lo alzó para ponerlo en pie sobre el taburete en el que había estado sentada Mar. Después se oyó el ruido de una soga que era lanzada contra las vigas de madera de la torre. Esteve no acertó y la soga retumbó al caer. Joan volvió a orinarse y defecó. Tenía la soga alrededor del cuello.

– ¡He pecado! -gritó Joan con las escasas fuerzas que le restaban.

Mar oyó el grito desde el pie de la escalera. Por fin.

Mar subió a la torre, seguida del muchacho. -Ahora te escucho -le dijo a Joan.

Al despuntar el alba, Mar se dispuso a partir hacia Barcelona.Ves-tida con sus mejores ropas, adornada con las pocas joyas que poseía, con el cabello limpio y suelto, se dejó aupar por Esteve sobre una mula y azuzó al animal.

– Cuida de la casa -le dijo al criado antes de que la acémila echase a andar-.Y tú ayuda a tu padre.

Esteve empujó a Joan tras la mula.

– Cumple, fraile -le dijo.

Cabizbajo, Joan empezó a arrastrar los pies detrás de Mar. Y ahora, ¿qué sucedería? Esa misma noche, cuando le quitaron el trapo que le tapaba los ojos, Joan se encontró frente a Mar, iluminada por la temblorosa luz de las antorchas que ardían tras ella en la pared circular de la torre.

Entonces le escupió al rostro.

– No mereces el perdón…, pero Arnau puede necesitarte -le dijo después-; sólo eso te salva de que no te mate con mis propias manos aquí mismo.

Los pequeños cascos puntiagudos de la mula sonaban suaves sobre el terreno. Joan seguía aquel roce acompasado, con la vista clavada en sus propios pies. Se lo confesó todo: desde sus conversaciones con Elionor hasta el odio con el que se había volcado en la Inquisición. Fue entonces cuando Mar le quitó el trapo y le escupió.

La mula seguía caminando, dócil, en dirección a Barcelona. Joan olió el mar, que desde su izquierda se había sumado a su peregrinaje.

51

El sol ya calentaba cuando Aledis abandonó el hostal del Estanyer y se mezcló con la gente que transitaba por la plaza de la Llana. Barcelona ya había despertado. Algunas mujeres, pertrechadas con cubos, ollas y botijos, hacían cola ante el brocal del pozo de la Cadena, junto al mismo hostal, mientras otras se amontonaban ante la carnicería de la plaza, en el extremo opuesto. Todas hablaban a gritos y reían. Habría querido salir antes, pero volver a disfrazarse de viuda con la dudosa ayuda de dos muchachas que no cesaban de preguntarle qué iba a suceder a partir de entonces, qué iba a ser de Francesca y si la quemarían en la hoguera, como pretendían los caballeros, la retrasó. Por lo menos nadie reparaba en ella mientras andaba por la calle de la Bòria, en dirección a la plaza del Blat. Aledis se sintió extraña; siempre había llamado la atención de los hombres y provocado desprecio en las mujeres, pero ahora, con el calor cosido a su ropa negra, miraba a uno y otro lado y no descubría ni siquiera una mirada furtiva.

El rumor de la cercana plaza del Blat le anunció más gente, sol y calor. Sudaba y sus pechos empezaban a pelearse con las alfardas que los oprimían. Aledis giró a la derecha justo antes de llegar al gran mercado de Barcelona, buscando la sombra de la calle de los Semolers, y subió por ella hasta la plaza del Oli, donde la gente se amontonaba en busca del mejor aceite o adquiría pan en la tienda que se abría a la plaza. Después de cruzarla llegó hasta la fuente de Sant Joan, donde las mujeres que hacían cola no repararon tampoco en la sudorosa viuda que pasó por su lado.

Desde Sant Joan, girando a la izquierda, Aledis llegó a la catedral y al palacio del obispo. El día anterior la habían echado de allí al grito de bruja. ¿La reconocerían ahora? El muchacho del hostal… Aledis sonrió mientras buscaba un acceso lateral; el muchacho había tenido la oportunidad de fijarse en ella mejor que los soldados de la Inquisición.

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