Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¡Filippo!

El grito de Sahat le devolvió al presente por unos instantes; en cualquier caso, volvió a perderse en sus pensamientos, seguía mostrando el empuje de un joven ilusionado. Todo lo emprendía con esa decisión…

– ¡Filippo, te lo ruego!

– Cierto, cierto. Tienes razón. Disculpa. -El anciano se acercó hasta él y se apoyó en su antebrazo-.Tienes razón, tienes razón. Ayúdame, vamos a mi despacho.

En el mundo pisano de los negocios eran contadas las personas en las que Filippo Tescio se apoyaba. Aquella muestra pública de confianza por parte del anciano podía abrir más puertas de las que lo haría un millar de florines de oro. En esta ocasión, sin embargo, Sahat detuvo el lento avance del rico comerciante.

– Filippo, por favor.

El anciano tiró suavemente de él para que continuara andando.

– Noticias…, malas noticias. Arnau -le dijo dándole tiempo para que se situase-. Lo ha detenido la Inquisición.

Sahat guardó silencio.

– Los motivos son bastante confusos -continuó Filippo-. Sus oficiales han empezado a vender comandas y por lo visto su situación…, pero eso sólo es un simple rumor e imagino que malintencionado. Siéntate -lo instó cuando llegaron a lo que el anciano llamaba su despacho, una sencilla mesa alzada sobre una tarima, desde la que controlaba a los tres oficiales que en mesas similares anotaban las operaciones en enormes libros de comercio, a la vez que vigilaba el contante trasiego del almacén.

Filippo suspiró al sentarse.

– No es todo -añadió. Sentado frente a él, Sahat no hizo ademán alguno-. Esta Pascua los barceloneses se alzaron contra la judería. Los acusaron de haber profanado una hostia. Una multa importante y tres ejecutados… -Filippo observó cómo el labio inferior de Sahat empezaba a temblar-. Hasdai.

El anciano desvió la mirada de Sahat y le permitió unos instantes de intimidad. Cuando se volvió hacia él, vio que sus labios estaban firmemente apretados. Sahat sorbió por la nariz y se llevó las manos hasta el rostro para restregarse los ojos.

– Toma -le dijo Filippo entregándole una carta-. Es de Ju-cef. Una coca que zarpó de Barcelona con destino a Alejandría se la dejó a mi representante en Ñapóles; el piloto de la que vuelve a Marsella me la ha traído. Jucef se ha hecho cargo del negocio y en ella cuenta todo lo que ha pasado, aunque poco dice de Arnau.

Sahat cogió la carta pero no la abrió.

– Hasdai ejecutado y Arnau detenido -dijo-, y yo aquí…

– Te he reservado pasaje para Marsella -le dijo Filippo-. Partirá mañana al amanecer. Desde allí no te será difícil llegar a Barcelona.

– Gracias -se oyó Sahat decir a sí mismo.

Filippo guardó silencio.

– Vine aquí en busca de mis orígenes -empezó a contar Sahat-, en busca de la familia que creí haber perdido. ¿Sabes qué encontré? -Filippo se limitó a mirarle-. Cuando me vendieron, siendo un niño, mi madre y cinco hermanos más vivían. Sólo logré dar con uno… y tampoco puedo asegurar que lo fuera. Era esclavo de un descargador del puerto de Genova. Cuando me lo enseñaron no pude reconocer en él a mi hermano… Ni siquiera recordaba su nombre. Arrastraba una pierna y le faltaban el dedo meñique de la mano derecha y las dos orejas. Entonces pensé que su amo debía de haber sido muy cruel con él para haberle castigado de tal forma, pero después… -Sahat hizo una pausa y miró al anciano. No obtuvo respuesta-. Compré su libertad e hice que le entregaran una buena suma de dinero sin revelarle que era yo quien estaba detrás de todo aquello. Sólo le duró seis días; seis días en los que estuvo permanentemente borracho dilapidando en juego y mujeres lo que para él debía de ser una fortuna. Volvió a venderse como esclavo por cama y comida a su antiguo dueño. -Sahat hizo un gesto de desprecio con la mano-. Eso es todo lo que encontré aquí, un hermano borracho y pendenciero…

– También encontraste algún amigo -se quejó Filippo.

– Es cierto. Disculpa. Me refería…

– Sé a qué te referías.

Los dos hombres se quedaron mirando los documentos que estaban sobre la mesa. El trajín del almacén despertó sus sentidos.

– Sahat -dijo al fin Filippo-, durante muchos años he sido corresponsal de Hasdai, y ahora, mientras Dios me dé vida, lo seré de su hijo. Después, por voluntad de Hasdai e instrucciones tuyas, me convertí también en corresponsal de Arnau. Durante todo ese tiempo, ya fueran comerciantes, marineros o pilotos, sólo he oído halagos sobre Arnau; ¡incluso aquí se comentó lo que hizo con los siervos de sus tierras! ¿Qué sucedió entre vosotros? Si os hubierais enfadado no te habría premiado con la libertad y mucho menos me habría ordenado que te entregara aquella cantidad de dinero. ¿Qué fue lo que sucedió para que tú lo abandonaras y él te beneficiara de aquella forma?

Sahat dejó que sus recuerdos viajaran hacia el pie de una loma, cerca de Mataró, al son de espadas y ballestas…

– Una muchacha… Una muchacha extraordinaria.

– ¡Ah!

– No -saltó el moro-. No es lo que piensas.

Y por primera vez en cinco años, Sahat contó en voz alta lo que durante todo aquel tiempo había guardado para sí.

– ¡Cómo te has atrevido! -El grito de Nicolau Eimeric resonó por los pasillos del palacio. Ni siquiera esperó a que los soldados abandonaran el despacho. El inquisidor paseaba por la estancia gesticulando con los brazos-. ¿Cómo te atreves a poner en peligro el patrimonio del Santo Oficio? -Nicolau se volvió violentamente hacia Joan, que permanecía en pie en el centro de la sala-. ¿Cómo osas ordenar la venta de las comandas a bajo precio?

Joan no contestó. Había pasado la noche en vela, maltratado y humillado. Acababa de recorrer varias millas detrás de los cuartos traseros de una mula y le dolía todo el cuerpo. Olía mal y el hábito, sucio y reseco, le arañaba la piel. No había probado bocado desde el día anterior y tenía sed. No. No pensaba contestar.

Nicolau se le acercó por la espalda.

– ¿Qué pretendes, fra Joan? -le susurró al oído-. ¿Acaso vender el patrimonio de tu hermano para esconderlo a la Inquisición?

Nicolau permaneció unos instantes al lado de Joan.

– ¡Hueles mal! -gritó apartándose de él y volviendo a gesticular con los brazos-. Hueles como un vulgar payés. -Siguió mascullando por el despacho hasta que al fin se sentó-. La Inquisición se ha hecho con los libros de comercio de tu hermano; ya no habrá más ventas. -Joan no se movió-. He prohibido las visitas a la mazmorra, o sea que no intentes verlo. Dentro de algunos días se iniciará el juicio.

Joan siguió sin moverse.

– ¿No me has oído, fraile? En pocos días empezaré a juzgar a tu hermano.

Nicolau golpeó la mesa con el puño.

– ¡Ya está bien! ¡Vete de aquí!

Joan arrastró los bajos del sucio hábito por el brillante embaldosado del despacho del inquisidor general.

Joan se paró bajo el dintel de la puerta para dejar que sus ojos se acostumbrasen al sol. Mar lo esperaba, pie a tierra, con el ronzal de la mula en la mano. La había hecho venir desde su masía y ahora…; ¿cómo le iba a decir que el inquisidor había prohibido las visitas a Arnau? ¿Cómo cargar también con la culpa de esa prohibición?

– ¿Piensas salir, fraile? -oyó a sus espaldas.

Joan se volvió y se encontró con una viuda deshecha en lágrimas.

Ambos se miraron.

– ¿Joan? -preguntó la mujer.

Aquellos ojos castaños. Aquel rostro…

– ¿Joan? -volvió a insistir ella-Joan, soy Aledis. ¿Te acuerdas de mí?

– La hija del curtidor… -empezó a decir Joan.

– ¿Qué sucede, fraile?

Mar se había acercado hasta la puerta. Aledis vio que Joan se volvía hacia la recién llegada. Luego, el fraile la miró a ella de nuevo y otra vez a la mujer de la mula.

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