Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Tengo que pensarlo -le contestó cuando ésta insistió en su dramática situación matrimonial.

Esa misma tarde Joan se encerró en su habitación. Excusó su presencia en la cena. Evitó a Arnau y a Mar. Evitó la inquisitiva mirada de Elionor. Fra Joan miró sus libros de teología, pulcramente ordenados en un armario. En ellos debería estar la respuesta a sus problemas. Durante todos los años que había pasado lejos de su hermano, Joan no dejó de pensar en él. Quería a Arnau; él y su padre fueron lo único que tuvo en su infancia. Sin embargo, en ese cariño había tantos pliegues como en su hábito. Agazapada en ellos estaba una admiración que, en los peores momentos, rozaba la envidia. Arnau, con la sonrisa franca y el gesto presto, un niño que afirmaba hablar con la Virgen. Fra Joan hizo un gesto displicente al recordar lo mucho que intentó oír esa voz. Ahora sabía que era casi imposible, que sólo unos pocos elegidos se veían bendecidos con ese honor. Estudió y se disciplinó con la esperanza de ser uno de ellos; ayunó hasta casi perder la salud, pero todo fue en vano.

Fra Joan se enfrascó en las doctrinas del obispo Hincmaro, en las de san León Magno, en las del maestro Graciano, en las cartas de san Pablo y en las de otros muchos.

Sólo la comunión carnal entre los cónyuges, la coniunctio sexuum , puede lograr que el matrimonio entre los hombres refleje la unión de Cristo con la Iglesia, objetivo principal del sacramento: sin la carnalis copula no existe el matrimonio, decía el primero.

Sólo cuando se ha producido la consumación del matrimonio mediante la cópula carnal, éste es válido frente a la Iglesia, afirmaba san León Magno.

Graciano, su maestro en la Universidad de Bolonia, abundaba en la misma doctrina, aquella que unía el simbolismo nupcial, el consentimiento que prestaban los cónyuges ante el altar, con la copulación sexual del hombre y la mujer: la una caro . Hasta san Pablo, en su famosa carta a los Efesios, decía: «El que ama a su mujer se ama a sí mismo; porque nadie odia jamás su propia carne; por el contrario, la alimenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia. Por este motivo el hombre dejará a su padre y a su madre y se adherirá a su mujer y los dos serán una sola carne. Este misterio es grande; más lo digo yo en orden a Cristo y la Iglesia».

Hasta bien entrada la noche, fra Joan estuvo enfrascado en las enseñanzas y doctrinas de los grandes. ¿Qué buscaba? Abrió de nuevo uno de los tratados. ¿Hasta cuándo iba a negar la verdad? Elionor tenía razón: sin cópula, sin unión carnal no había matrimonio. «¿Por qué no has copulado con ella? Estás viviendo en pecado. La Iglesia no reconoce tu matrimonio.» A la luz de la candela releyó a Graciano, despacio, siguiendo la letra con el dedo, tratando de encontrar lo que le constaba que no existía. «¡La pupila real! El propio rey te entregó a su pupila y tú no has copulado con ella. ¿Qué diría el rey si se enterase? Ni todo tu dinero… Es una ofensa al rey. Él te entregó a Elionor en matrimonio. Él mismo la llevó al altar y tú has ofendido la gracia que te concedió. ¿Y el obispo? ¿Qué diría el obispo?» Insistió con Graciano. Y todo por una jovencita soberbia que no había querido cumplir con su destino como mujer.

Joan estuvo buscando en los libros durante horas, pero su mente se perdía en el plan de Elionor y en las posibles alternativas. Debería decírselo directamente. Entonces se imaginaba a sí mismo, sentado frente a Arnau, quizá mejor de pie, sí, ambos en pie… «Deberías yacer con Elionor. Estás viviendo en pecado», le diría. ¿Y si se enojaba? Era barón de Cataluña, cónsul de la Mar. ¿Quién era él para decirle nada? Volvía a los libros. ¡A buena hora había prohijado a la muchacha! Ella era la causa de todos sus problemas. Si Elionor tenía razón, Arnau podría inclinarse por Mar en lugar de hacerlo por su hermano. Mar era la culpable, la única culpable de aquella situación. Había rechazado a todos los pretendientes para continuar paseando su voluptuosidad por delante de Arnau. ¿Qué hombre lo resistiría? ¡Era el diablo! El diablo hecho mujer, la tentación, el pecado. ¿Por qué tenía él que arriesgar el cariño de su hermano si el diablo era ella? El diablo era ella. La culpa la tenía ella. Sólo Cristo resistió las tentaciones. Arnau no era Dios, él era un hombre. ¿Por qué debían sufrir los hombres a causa del diablo?

Joan volvió a enfrascarse en los libros hasta que encontró lo que buscaba:

Mira cómo está impresa esta mala inclinación en nosotros, que la naturaleza humana por sí misma y por su original corrupción, sin otro extraño motivo o instigación, se vuelca sobre esa vileza, que si la bondad de nuestro señor no reprimiera esa natural inclinación, todo el mundo caería general y suciamente en esa vileza. Leemos cómo a un niño pequeño y puro, criado por unos santos ermitaños en el desierto, que no había tenido contacto con hembra, lo mandaron a la ciudad donde estaban su padre y su madre.

Y en cuanto entró en el lugar en donde estaban su padre y su madre, preguntó a aquellos que lo habían llevado acerca de las cosas nuevas que veía, qué cosas eran: y como había visto bellas mujeres y bien adornadas, preguntó qué cosa eran, y los santos ermitaños dijéronle que aquellas cosas eran diablos, que turbaban a todo el mundo, y como estaban en casa del padre y de la madre, preguntaron al niño los santos ermitaños que le llevaban, y le dijeron así: «Mira qué cantidad de cosas bellas y nuevas has visto y que jamás habías visto, ¿cuál es la que más te ha gustado?».Y el niño respondió: «De todas las cosas bellas que he visto, las que más me han gustado son los diablos esos que turban el mundo».

Y como aquéllos le dijesen: «¡Oh, mezquino! ¿No has oído decir muchas veces, y leído, lo malos que son los diablos y el mal que hacen, y que su hogar es el infierno, y cómo, entonces, te han podido complacer tanto cuando los has visto por primera vez?». Dicen que respondió: «Aunque tan malas cosas sean los diablos y tanto mal hagan, y que en el infierno estén, no me importarían todos esos males y no me importaría estar en el infierno, con tal de que estuviese y habitase con diablos como ésos.Y ahora sé que los diablos del infierno no son tan malas cosas como dicen, y ahora sé que haría bien en estar en el infierno, puesto que tales diablos hay allí y con tales debería estar.Y así fuese yo con ellos, Dios lo quiera».

Fra Joan terminó la lectura y cerró sus libros cuando despuntaba el alba. No iba a arriesgarse. No iba a ser él un santo ermitaño que se enfrentase al niño que prefería al diablo. No iba a ser él quien llamase mezquino a su hermano. Lo decían sus libros, aquellos que precisamente había comprado Arnau para él. Su decisión no podía ser otra. Se arrodilló en el reclinatorio de su habitación, bajo la imagen de Cristo crucificado, y rezó.

Aquella noche, antes de conciliar el sueño, creyó sentir un olor extraño, un olor a muerte que inundó su habitación hasta casi ahogarlo.

El día de San Marcos, el Consejo de Ciento en pleno y los prohombres de Barcelona eligieron a Arnau Estanyol, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui, cónsul de la Mar de Barcelona. En procesión, como establecía el Llibre de Consolat de Mar, aclamado por el pueblo, Arnau y el segundo cónsul, los consejeros y los prohombres de la ciudad recorrieron Barcelona hasta llegar a la lonja, la sede del Consulado de la Mar, un edificio en reconstrucción en la misma playa, a pocos metros de la iglesia de Santa María y de la mesa de cambio de Arnau.

Los missatges , que así se llamaban los soldados del consulado, rindieron honores; la comitiva entró en el palacio y los consejeros de Barcelona entregaron la posesión del edificio a los recién elegidos. En cuanto los consejeros abandonaron el lugar, Arnau empezó a ejercer sus nuevas funciones: un mercader reclamaba el valor de un cargamento de pimienta que había caído al mar al ser descargado por un joven barquero. La pimienta fue llevada a la sala de juicios y Arnau comprobó personalmente su deterioro.

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