Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Pero…-intentó oponerse Mar.

– Ternera -la interrumpió Elionor, traspasándola con la mirada.

Mar se volvió hacia Donaha, pero la esclava le contestó encogiendo imperceptiblemente los hombros.

– Lo que se come en esta casa lo decido yo -continuó la baronesa, dirigiéndose en esta ocasión a todos los esclavos presentes en la cocina-. ¡En esta casa mando yo!

Tras su último grito, dio media vuelta y se fue. Aquel día, Elionor esperó a comprobar el resultado de su desplante. ¿Acudiría la muchacha, a Arnau o mantendría aquella disputa en secreto? Mar también pensó en ello: ¿debía contárselo a Arnau? ¿Qué podía ganar haciéndolo? Si Arnau se ponía de su parte, discutiría con Elionor y en realidad ella era la señora de la casa. ¿Y si no se ponía de su parte? Se le encogió el estómago. ¿Y si no lo hacía? Arnau dijo en una ocasión que no debía ofender al rey. ¿Y si Elionor se quejaba al rey por su causa? ¿Qué diría entonces Arnau?

Elionor dejó escapar una sonrisa de desprecio hacia Mar al final del día, cuando comprobó que Arnau seguía tratándola como siempre, sin dirigirle la palabra. Con el tiempo, la sonrisa se fue convirtiendo en un constante asedio a la muchacha. Elionor prohibió que acompañara a los esclavos a la compra y que entrase en las cocinas. Apostó esclavos en las puertas de los salones cuando ella estaba dentro. «La señora baronesa no desea ser molestada», le decían a Mar cuando trataba de entrar en ellos. Día tras día, Elionor encontró más formas de molestar a la muchacha.

El rey. No debían ofender al rey. Mar tenía aquellas palabras grabadas en la mente y se las repetía una y otra vez. Elionor seguía siendo su pupila y podía acudir al monarca en cualquier momento. ¡Ella no sería la causa de que Elionor se ofendiera!

Cuan equivocada estaba. Poco satisfacían a Elionor las rencillas domésticas. Sus pequeñas victorias desaparecían cuando Arnau regresaba a casa y Mar saltaba a sus brazos. Los dos reían, charlaban… y se rozaban. Arnau contaba los sucesos del día, las disputas en la lonja, los cambios, los barcos, sentado en un sillón, con Mar a sus pies, embelesada en sus historias. ¿Acaso no debía ser aquél el sitio de su legítima esposa? Arnau, acompañado de Mar, se quedaba en una de las ventanas, por la noche, después de cenar, con ella cogida de su brazo, mientras ambos miraban la noche estrellada. A sus espaldas, Elionor apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos; entonces el dolor la hacía reaccionar y se levantaba bruscamente para retirarse a sus habitaciones.

Y en la soledad pensaba en su situación. Arnau no la había tocado desde que contrajeran matrimonio. Ella se acariciaba el cuerpo, los pechos…, ¡todavía se mantenían firmes!, las caderas, la entrepierna, y cuando el placer empezaba a llegar, chocaba siempre con la realidad: aquella muchacha… ¡aquella muchacha había logrado ocupar su puesto!

– ¿Qué sucederá cuando mi esposo fallezca?

Se lo preguntó directamente, sin preámbulos, tras tomar asiento frente a la mesa repleta de libros. Después tosió; todo aquel estudio lleno de libros y legajos, el polvo…

Reginald d'Area examinó con tranquilidad a su visitante. Era el mejor abogado de la ciudad, le habían comentado a Elionor, un experto glosador de los Usatges de Cataluña.

– Tengo entendido que no tenéis hijos de vuestro esposo, ¿es cierto? -Elionor frunció las cejas-. Debo saberlo -insistió con parsimonia. Todo él, corpulento y con aspecto bonachón, con su melena y su barba blancas, infundía seguridad.

– No. No los he tenido.

– Imagino que vuestra consulta se refiere al aspecto patrimonial.

Elionor se movió en la silla, inquieta.

– Sí -contestó al fin.

– Vuestra dote os será devuelta. En cuanto al patrimonio propio de vuestro esposo, puede disponer de él por testamento como desee.

– ¿No me corresponderá nada?

– El usufructo de sus bienes durante un año, el año de luto.

– ¿Sólo?

El grito logró descomponer a Reginald d'Area. ¿Qué se creía aquella mujer?

– Eso se lo debéis a vuestro tutor, el rey Pedro -contestó con sequedad.

– ¿Qué queréis decir?

– Hasta que vuestro tutor accedió al trono regía en Cataluña una ley de Jaime I por la que la viuda, mientras lo hiciera honestamente, disfrutaba del usufructo de toda la herencia de su marido de por vida. Pero los mercaderes de Barcelona y Perpiñán son muy celosos de su patrimonio, incluso cuando se trata de sus esposas, y consiguieron un privilegio real por el que tan sólo disfrutarían de un año de luto, no del usufructo. Vuestro tutor ha elevado dicho privilegio a rango de ley general para todo el principado…

Elionor no lo escuchaba y se levantó antes de que el abogado finalizase su exposición. Volvió a toser y paseó la mirada por el estudio. ¿Para qué querría tantos libros? Reginald se levantó también.

– Si necesitáis algo más…

Elionor, ya de espaldas, se limitó a levantar una mano. Estaba claro: necesitaba tener un hijo de su marido para asegurarse el futuro. Arnau había cumplido su palabra y Elionor había conocido otra forma de vida: el lujo, algo que había visto en la corte pero que, al estar sometida a los innumerables controles de los tesoreros reales, siempre había estado fuera de su alcance. Ahora gastaba cuanto quería, tenía cuanto deseaba. Pero si Arnau moría… Y lo único que se lo impedía, lo único que lo mantenía apartado de ella, era aquella bruja voluptuosa. Si la bruja no estuviera…, si desapareciese… ¡Arnau se rendiría ante ella! ¿Cómo no iba a ser capaz de seducir a un siervo fugitivo?

Unos días después, Elionor llamó a sus estancias al fraile, el único de los Estanyol con el que tenía algún trato.

– ¡No puedo creerlo! -le contestó Joan.

– Pues así es, fra Joan -dijo Elionor con las manos todavía en el rostro-. Desde que nos casamos no me ha puesto una mano encima.

Joan sabía que no había amor entre Arnau y Elionor, que dormían en habitaciones separadas.Y qué más daba aquello. Nadie se casaba por amor y la mayoría de los nobles dormían separados. Pero si Arnau no había tocado a Elionor, entonces no estaban casados.

– ¿Habéis hablado del asunto? -le preguntó. Elionor separó las manos del rostro para mostrar unos ojos enrojecidos que requirieron la atención inmediata de Joan.

– No me atrevo. No sabría cómo hacerlo. Además, creo… -Elionor dejó en el aire sus sospechas. -¿Qué es lo que creéis?

– Creo que Arnau está más pendiente de Mar que de su propia esposa.

– Ya sabéis que Arnau adora a esa muchacha. -No me refiero a ese tipo de amor, fra Joan -insistió bajando la voz. Joan se irguió en el sillón-. Sí. Sé que os costará creerlo pero estoy convencida de que esa muchacha, como vos la llamáis, pretende a mi marido. ¡Es como tener al diablo en mi propia casa, fra Joan! -Elionor logró que su voz temblase-. Mis armas, fra Joan, son las de una simple mujer que quiere cumplir con el mandato que la Iglesia impone a las mujeres casadas, pero cada vez que lo intento me topo con que mi marido se halla inmerso en una voluptuosidad que le impide fijarse en mí. ¡Ya no sé qué hacer!

¡Por eso no quería casarse Mar! ¿Sería verdad? Joan empezó a recordar: siempre estaban juntos, y cómo se lanzaba en sus brazos. Y aquellas miradas, y las sonrisas. ¡Qué estúpido había sido! El moro lo sabía, seguro que lo sabía; por eso la defendía. -No sé qué deciros -se excusó.

– Tengo un plan… pero necesito vuestra ayuda y, sobre todo, vuestro consejo.

43

Joan escuchó el plan de Elionor y, mientras lo hacía, un escalofrío recorrió su cuerpo.

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