– ¿Qué motivo…?
– ¡Los motivos son cosa mía! Bien, ¿qué decidís?
– ¿Qué ganaría?
– La dote sería lo suficientemente cuantiosa para enjugar todas vuestras deudas y, creedme, mi marido sería muy generoso con su pupila. Además, ganaríais mi favor, y ya sabéis lo cerca que estoy del rey.
– ¿Y el barón?
– Yo me ocuparé del barón.
– No entiendo…
– No hay nada más que entender: la ruina, el descrédito y el deshonor, o mi favor. -Felip de Ponts tomó asiento-. La ruina o la riqueza, don Felip. Si os negáis, mañana mismo el barón ejecutará vuestra deuda y adjudicará vuestras tierras, vuestras armas y vuestros animales. Eso sí os lo puedo asegurar.
Transcurrieron diez días de angustiosa incertidumbre hasta que Arnau tuvo las primeras noticias acerca de Mar. Diez días durante los cuales paralizó cualquier actividad que no fuera la de investigar qué le había sucedido a la muchacha desaparecida sin dejar rastro. Mantuvo reuniones con el veguer y con los consejeros para instarlos a que pusieran todo su empeño en averiguar lo sucedido. Ofreció cuantiosas recompensas por cualquier información sobre la suerte o el paradero de Mar. Rezó lo que no había rezado en toda su vida, y al final, Elionor, que dijo haber recibido la información de un mercader de paso que buscaba a Arnau, le confirmó sus sospechas. La muchacha había sido secuestrada por un caballero llamado Felip de Ponts, deudor suyo, quien la retenía a la fuerza en una masía fortificada cercana a Mataró, a menos de una jornada a pie al norte de Barcelona.
Arnau mandó a aquel lugar a los missatges del consulado. Mientras, él acudió a Santa María a seguir rezando a su Virgen de la Mar. Nadie se atrevió a molestarlo e incluso los operarios frenaron el ritmo de trabajo. Postrado de rodillas bajo aquella pequeña figura de piedra que tanto había significado a lo largo de su vida, Arnau trató de alejar las escenas de horror y pánico que lo habían asaltado durante diez días y que ahora volvían a rondar su mente entreveradas con el rostro de Felip de Ponts.
Felip de Ponts asaltó a Mar en el interior de su propia casa, la amordazó y golpeó hasta que la muchacha, exhausta, cedió en su oposición. La introdujo en un saco y se sentó con ella en la parte trasera de un carro cargado con arneses que conducía uno de sus criados. De tal guisa, como si viniera de comprar o reparar sus bridas y monturas, cruzaron las puertas de la ciudad sin que nadie desconfiara del caballero. Ya en su masía, en el interior de la torre fortificada que se alzaba en uno de sus extremos, el caballero deshonró a la muchacha, una y otra vez, con más violencia y lascivia a medida que se percataba de la belleza de su rehén y de su obstinación por proteger su cuerpo, que ya no su virginidad. Porque Felip de Ponts se comprometió con Joan que robaría la virtud de Mar sin desnudarla siquiera, sin mostrarle su propio cuerpo, empleando la fuerza exclusivamente necesaria para ello y así lo hizo la primera vez, la única en que debía acercarse a Mar, pero la lujuria pudo más que su palabra de caballero.
Nada de lo que entre lágrimas y con el corazón encogido llegó a imaginar Arnau en el interior de Santa María, podía compararse con lo que sufrió la muchacha.
La entrada de los missatges en el templo paralizó por completo las obras. Las palabras del oficial resonaron como lo hacían en la corte de justicia del consulado:
– Muy honorable cónsul, es cierto.Vuestra hija ha sido secuestrada y se halla en poder del caballero Felip de Ponts.
– ¿Habéis hablado con él?
– No, muy honorable. Se ha hecho fuerte en la torre y ha negado nuestra autoridad aduciendo que no se trataba de un asunto mercantil.
– ¿Sabéis algo de la muchacha?
El oficial bajó la mirada.
Arnau clavó las uñas en el reclinatorio.
– ¿Que no tengo autoridad? Si quiere autoridad -masculló entre dientes- la tendrá.
La noticia del secuestro de Mar se extendió con rapidez. Al día siguiente, al alba, todas las campanas de las iglesias de Barcelona empezaron a repicar con insistencia y el « Via fora !» se convirtió en un grito unánime en boca de todos los ciudadanos: había que rescatar a una barcelonesa.
La plaza del Blat, como en tantas otras ocasiones, se convirtió en el punto de reunión del sometent , el ejército de Barcelona, adonde fueron acudiendo todas las cofradías de la ciudad. Ni una sola faltó y, bajo sus pendones, se congregaban los cofrades debidamente armados. Esa mañana Arnau se despojó de sus ropas lujosas y vistió de nuevo aquellas con las que luchó bajo las órdenes de Eiximèn d'Esparça primero y contra Pedro el Cruel después. Seguía utilizando la maravillosa ballesta de su padre, que no había querido sustituir y a la que acarició como nunca lo había hecho; al cinto, el mismo puñal con el que años atrás dio muerte a sus enemigos.
Cuando Arnau se presentó en la plaza, más de tres mil hombres lo aclamaron. Los abanderados izaron los pendones. Espadas, lanzas y ballestas se elevaron sobre las cabezas de la muchedumbre al son de un « Via fora !» ensordecedor.Arnau no se alteró. Joan y Elionor, tras Arnau, palidecieron. Arnau buscó entre el mar de armas y pendones, sobre las cabezas; los cambistas no tenían cofradía.
– ¿Entraba esto en vuestros planes? -le preguntó el dominico a Elionor en el estruendo.
Elionor tenía la mirada perdida en la muchedumbre. Barcelona entera apoyaba a Arnau. Blandían al aire sus armas y aullaban. Todo por una mujerzuela.
Arnau distinguió el pendón. La multitud fue abriéndole paso mientras se dirigía al lugar en el que se reunían los bastaixos .
– ¿Entraba esto en vuestros planes? -preguntó de nuevo el fraile. Los dos miraban la espalda de Arnau. Elionor no contestó-. Se comerán a vuestro caballero. Arrasarán sus tierras, destrozarán su masía y entonces…
– ¿Qué? Entonces, ¿qué? -gruñó Elionor con la vista al frente.
«Perderé a mi hermano. Quizá todavía estemos a tiempo de arreglar algo. Esto no puede salir bien…», pensó Joan.
– Hablad con él…-insistió.
– ¿Estáis loco, fraile?
– ¿Y si no acepta el matrimonio? ¿Y si Felip de Ponts lo cuenta todo? Hablad con él antes de que la host se ponga en marcha. Hacedlo. ¡Por Dios, Elionor!
– ¿Por Dios? -En esta ocasión Elionor volvió el rostro hacia Joan-. Hablad vos con vuestro Dios. Hacedlo, fraile.
Ambos llegaron al pendón de los bastaixos . Allí encontraron a Guillem, sin armas, como esclavo que era.
Arnau miró a Elionor con el ceño fruncido cuando se percató de su presencia.
– También es pupila mía -exclamó ella.
Los consejeros dieron la orden y el ejército del pueblo de Barcelona se puso en marcha. Los pendones de Sant Jordi y de la ciudad iban por delante, después los bastaixos y después las demás cofradías, tres mil hombres para un solo caballero, Elionor y Joan con ellos.
A medio camino, la host de Barcelona aumentó con más de un centenar de payeses de las tierras de Arnau, que acudían gustosos, con sus ballestas, a defender a quien tan generosamente los había tratado. Arnau comprobó que ningún otro noble o caballero se sumó a ellos.
Arnau caminaba serio bajo el pendón, mezclado entre los bastaixos . Joan intentó rezar, pero lo que en otros momentos le salía de corrido ahora se trababa en su mente. Ni él ni Elionor habían imaginado que Arnau llegaría a convocar a la host ciudadana. El estruendo que originaban aquellos tres mil hombres en busca de justicia y satisfacción para una ciudadana barcelonesa ensordecía a Joan. Muchos de ellos habían besado a sus hijas antes de partir; más de uno, ya armado, mientras se despedía de su mujer, la había cogido del mentón y le había dicho: «Barcelona defiende a sus gentes… sobre todo a sus mujeres».
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