Ninguno de ellos miró atrás cuando el carro cruzó las puertas del castillo.
– ¿Por qué debemos ir a vivir con ella? -le preguntó Mar a Arnau durante el viaje de vuelta en el carro.
– No debo ofender al rey, Mar. Nunca se sabe cuál puede ser la respuesta de un monarca.
Mar permaneció callada durante unos instantes, pensativa.
– ¿Por eso le has ofrecido todo lo que le has ofrecido?
– No…, bueno, también, pero la principal razón han sido los payeses. No quiero que se queje. Supuestamente el rey nos ha concedido unas rentas para vivir, aunque en realidad no existan o sean mínimas. Si ella acudiese al rey diciendo que por mi actuación he dilapidado esas rentas, quizá derogaría mis órdenes.
– ¿El rey? ¿Por qué iba el rey…?
– Debes saber que no hace muchos años el rey dictó una pragmática contra los siervos de la tierra, en contra incluso de los privilegios que él mismo y sus antecesores habían concedido a las ciudades. La Iglesia y los nobles le exigieron que tomara medidas contra los payeses que escapaban de sus tierras y las dejaban baldías… y él lo hizo.
– No pensaba que fuera capaz de eso.
– Es un noble más, Mar; el primero de ellos.
Hicieron noche en una masía a las afueras de Monteada. Arnau pagó generosamente a los payeses. Se levantaron al alba y antes de que empezase la canícula entraron en Barcelona.
– La situación es dramática, Guillem -le dijo Arnau cuando pusieron fin a saludos y explicaciones y se quedaron solos-. El principado está mucho peor de lo que imaginábamos. Aquí sólo nos llegan las noticias, pero hay que ver el estado de los campos y las tierras. No aguantaremos.
– Hace mucho tiempo que tomo medidas -lo sorprendió Guillem. Arnau lo instó a que continuase-. La crisis es grave y se veía venir; ya lo habíamos hablado en alguna ocasión. Nuestra moneda se devalua constantemente en los mercados extranjeros pero el rey no adopta ninguna medida aquí, en Cataluña, y soportamos unas paridades insostenibles. El municipio se está endeudan-do cada vez más para financiar toda la estructura que se ha creado en Barcelona. La gente ya no obtiene beneficios en el comercio y buscan lugares más seguros para su dinero.
– ¿Y el nuestro?
– Fuera. En Pisa, Florencia, incluso en Genova. Allí todavía se puede comerciar con cambios lógicos. -Los dos guardaron unos momentos de silencio-. Castelló ha sido declarado abatut -añadió Guillem rompiéndolo-; empieza el desastre.
Arnau recordó al cambista, gordo, siempre sudoroso y simpático.
– ¿Qué ha sucedido?
– No ha sido prudente. La gente empezó a reclamarle la devolución de los depósitos y no pudo hacer frente.
– ¿Podrá pagar?
– No creo.
El 29 de agosto, el rey desembarcó victorioso de su campaña en Mallorca contra Pedro el Cruel, que había huido de Ibiza, tras tomarla y saquearla, en cuanto la flota catalana arribó a las islas. Al cabo de un mes, cuando llegó Elionor, los Estanyol, incluido Guillem pese a su inicial oposición, se trasladaron al palacio de la calle de Monteada.
A los dos meses, el rey concedió audiencia al carlán de Montbui. El día anterior, enviados de Pedro III solicitaron un nuevo préstamo a la mesa de Arnau. Cuando se lo concedieron, el rey despidió al carlán y mantuvo las órdenes de Arnau.
Al cabo de dos meses más, transcurridos los seis que la ley concedía al abatut para que pagase sus deudas, el cambista Castelló fue decapitado frente a su mesa de cambio, en la plaza deis Canvis. Todos los cambistas de la ciudad fueron obligados a presenciar, en primera fila, la ejecución. Arnau vio cómo se separaba la cabeza de Castelló de su tronco tras el certero golpe del verdugo. Le hubiera gustado cerrar los ojos, como muchos hicieron, pero no pudo. Tenía que verlo. Era una llamada a la prudencia que no debía olvidar nunca, se dijo mientras la sangre se derramaba sobre el cadalso.
La veía sonreír. Arnau seguía viendo sonreír a su Virgen, y la vida le sonreía igual que ella. Había cumplido cuarenta años y, pese a la crisis, sus negocios funcionaban y le proporcionaban grandes beneficios, de los que destinaba una parte a los menesterosos o a Santa María. Con el tiempo, Guillem le dio la razón: la gente del pueblo pagaba y devolvía sus préstamos, dinero a dinero. Su iglesia, el templo de la mar, continuaba creciendo a través de su tercera bóveda central y de los campanarios octogonales que flanqueaban la fachada principal. Santa María estaba repleta de artesanos: marmolistas y escultores, pintores, vidrieros, carpinteros y forjadores. Incluso había un organista, cuyo trabajo Arnau seguía con atención. ¿Cómo sonaría la música en el interior de aquel majestuoso templo?, se preguntaba a menudo. Tras la muerte del arcediano Bernat Llull y el paso de dos canónigos, quien ahora ocupaba el cargo era Pere Sálvete de Montirac, con el que Arnau mantenía una relación fluida. También habían muerto el gran maestro, Berenguer de Montagut, y su sucesor, Ramon Despuig. El encargado de la dirección de las obras del templo era ahora Guillem Metge.
Pero Arnau no sólo trataba con los prebostes de Santa María. Su situación económica y su nueva condición le llevaban a confraternizar con los consejeros de la ciudad, con prohombres y con miembros del Consejo de Ciento. Su opinión era escuchada en la lonja y sus consejos seguidos por comerciantes y mercaderes.
– Debes aceptar el cargo -le aconsejó Guillem. Arnau pensó durante unos instantes. Acababan de ofrecerle uno de los dos puestos de cónsul de la Mar de Barcelona, el máximo representante del comercio en la ciudad, juez en las disputas mercantiles, con jurisdicción propia, independiente de cualquier otra institución de Barcelona, arbitro de cualquier problema que se plantease en el puerto o que tuviesen sus trabajadores, y vigilante del cumplimiento de las leyes y las costumbres del comercio.
– No sé si podré…
– Nadie mejor que tú, Arnau, hazme caso -lo interrumpió
Guillem-. Puedes. Seguro que puedes.
Aceptó ser uno de los nuevos cónsules cuando finalizase el mandato de los anteriores.
Santa María, sus negocios, sus futuras nuevas obligaciones como cónsul de la Mar: todo ello creó alrededor de Arnau una muralla tras la que el bastaix se sentía cómodo, y cuando volvía a su nuevo hogar, al palacio de la calle Monteada, no se daba cuenta de lo que sucedía tras sus grandes portalones.
Arnau había cumplido las promesas hechas a Elionor, pero también cumplió con las garantías bajo las que se las ofreció, y su relación era distante y fría; se reducía a lo imprescindible para la convivencia. Mientras, Mar había cumplido veinte esplendorosos años y seguía negándose a contraer matrimonio. «¿Para qué voy a hacerlo si tengo a Arnau para mí? ¿Qué haría él sin mí? ¿Quién lo descalzaría? ¿Quién lo atendería a la vuelta del trabajo? ¿Quién charlaría con él y escucharía sus problemas? ¿Elionor? ¿Joan, cada día más enfrascado en sus estudios? ¿Los esclavos?, ¿o un Guillem con quien ya pasa la mayor parte del día?», pensaba la muchacha. Todos los días, Mar esperaba con impaciencia la vuelta a casa de Arnau. Su respiración se aceleraba cuando oía sus aldabonazos sobre los portalones y la sonrisa volvía a sus labios en cuanto acudía, corriendo, a esperarle en lo alto de las escalinatas que llevaban a las plantas nobles. Porque durante el día, cuando Arnau no estaba, su vida era un monótono y constante suplicio.
– ¡Nada de perdiz! -resonó en las cocinas-, hoy comeremos ternera.
Mar se volvió hacia la baronesa, de pie en la entrada de la cocina. A Arnau le gustaba la perdiz. Había ido con Donaha a comprarlas. Las eligió ella misma, las colgó de una barra en la cocina y comprobó día tras día su estado. Por fin decidió que ya estaban en su punto y, por la mañana, temprano, bajó a la cocina para prepararlas.
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