Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Inclinó la barbilla sobre el pecho y volvió a cerrar los ojos. Transcurrió un minuto interminable. Quizá Félix hubiera sabido qué hacer en una situación tan rara y desconcertante como esta, quizá Félix hubiera sabido encontrar la palabra exacta para que el chino saliera de su pasmo y nos contara algo aprovechable. Pero en esos momentos Félix se encontraba enfermo en el hospital, tal vez incluso agonizando. La vida sin la muerte.

– Mis hermanos y yo sabemos que el Mal forma parte del Bien y el Bien forma parte del Mal. El hombre virtuoso entenderá esto y contribuirá a la armonía universal, a la concordancia de los contrarios. Mis hermanos y yo llevamos milenios siendo piezas humildes dentro de la gran rueda de la vida. Administramos el Mal, y gracias a nosotros el Bien existe. Es un trabajo altamente moral y muy difícil. Se lo voy a decir de otra manera, para que incluso ustedes, con sus pequeñas mentes occidentales, puedan entenderlo. Les daré un ejemplo: España en el año 1992. La Exposición Universal, los Juegos Olímpicos… ¿No les extrañó que no hubiera ningún percance terrorista durante las celebraciones? Tanto la Exposición de Sevilla como los Juegos de Barcelona eran acontecimientos gigantescos, imposibles de vigilar en su totalidad. Con la tecnología actual, cualquiera puede dejar una bolsa explosiva en una papelera. La seguridad de un evento semejante es algo por completo inalcanzable. Y, sin embargo, no sucedió nada. ¿Se han preguntado ustedes alguna vez por qué?

Tuve que admitir que no, que no me lo había preguntado.

– Porque donde hay tradición y organización, el orden impera. Ustedes tienen la ETA, que es un poderoso interlocutor del mundo subterráneo. El Gobierno sólo tuvo que pagar secretamente a ETA el precio de una tregua para conseguir la paz en esos meses; y por su parte, ETA se encargó de que no hubiera advenedizos que rompieran el pacto. Eso es orden. Eso es armonía. Los barrios chinos de las grandes ciudades occidentales están limpios de delincuencia. Usted y este humilde servidor se podrían pasear por las calles del Chinatown de Nueva York a cualquier hora de la noche sin que nos sucediera nada malo. Porque mis hermanos y yo cuidamos de ello. Eso es orden. Eso es armonía. Sin embargo…

Detuvo su exposición Li-Chao y suspiró tenuemente. Su mejillas frutales, blandas y amarillas, retemblaron un poco.

– Sin embargo el caos avanza y el desorden nos devora. Y no se trata de ese desorden cósmico del que el orden nace, sino de la confusión, de la imprecisión, de la falta de lugar y contenido. La tradición se pierde, la memoria se rompe. La Nada nos acecha.

Diciendo esto, Li-Chao sacó su brazo derecho de las profundidades y lo apoyó sobre la mesa. Tuve que hacer un considerable esfuerzo para no demostrar mi sobresalto. La mano era un muñón abrasado, una garra cerrada sobre sí misma, un despojo encarnado y derretido que parecía haber sido asado a fuego lento.

– Son ustedes amigos de mi amigo y yo soy buen amigo de mis amigos, así es que de todas maneras les diré algo. Dos pequeñas cosas. Dos menudencias. Primero, que Orgullo Obrero es uno de los nombres del desorden. Y segundo: tenga usted cuidado de con quién habla. Porque una de las personas de su entorno está implicada.

– ¿Quién?

Li-Chao sonrió e ignoró mi pregunta.

– Les ofrecería más té, pero está frío. Servir el té frío es una descortesía imperdonable. Pero, claro, el tiempo transcurre sin que nos demos cuenta. Espero que sepan disculpar este descuido de su humilde servidor.

– Somos nosotros quienes le pedimos disculpas -dije inmediatamente, entendiendo el mensaje-. Creo que le hemos entretenido demasiado. Gracias por recibirnos.

Mientras hablaba, no pude evitar que mis ojos se desviaran de nuevo hacia la mano herida, hacia ese horrible amasijo de tendones al aire y carne atormentada. Li-Chao atrapó mi mirada y yo advertí que me había visto. Enrojecí.

– Observo que le llama la atención el estado de mi mano. Esto también es una consecuencia del desorden.

Levantó el muñón en el aire: los dedos, o lo que quedaba de los dedos, parecían estar fundidos entre sí.

– Sin embargo, el dolor puede formar parte del equilibrio universal. Lo mismo que la violencia. Y la venganza.

Y, diciendo esto, abrió dificultosamente su garra descarnada: allí, en lo que una vez había sido la palma de la mano, había un pequeño pomo de vidrio transparente relleno de un líquido que parecía agua; y flotando dentro, como un pez diminuto en su pecera ínfima, había un ojo humano. Blando, redondo, absorto. Salí de El Cielo Feliz aguantando las náuseas a duras penas. Crucé como una exhalación el todavía vacío restaurante, abrí la puerta de un empellón y me precipité a la calle, aspirando con ansiedad el aire frío. Apoyada en el muro de una fábrica, fui recuperando el resuello poco a poco. Adrián, a mi lado, estaba verborreico. Los nervios le producían a veces ese efecto.

– Joder, qué tío, qué cosa tan siniestra; cuando me dijo lo de Confucio creí por un momento que me iba a cortar el gaznate allí mismo, y eso que no nos había enseñado todavía el ojo, qué asco, y la mano, qué horror, y esa luz rosada, que era una pesadilla, y…

– ¿Cómo vamos a salir ahora de aquí? -le corté.

Porque estaba empezando a percatarme de la situación a medida que el juicio volvía a mi cabeza. Adrián miró alrededor: una calle extrema de un barrio extremo, desolada, desierta, amedrentante. Ni una persona a la vista, ni un maldito coche. Por no haber, no había ni una sola ventana encendida. En toda la calle no se apreciaban más luces que las mortecinas farolas del alumbrado público y el centelleo barato del restaurante chino.

– Podríamos regresar a El Cielo Feliz y llamar un taxi por teléfono -sugirió Adrián.

– ¿Volver a entrar ahí? Ni pensarlo.

– Pues entonces habrá que caminar.

De manera que echamos a andar hacia uno de los extremos de la calle, aunque no sabíamos muy bien por cuál de los dos lados saldríamos antes de ese barrio horrible: el taxi había dado mil vueltas para llegar.

– ¡Tranquila, Lucía! Vas casi corriendo. Con lo pequeñita que eres y me cuesta seguirte -dijo Adrián con una sonrisa, mientras encendía un cigarrillo como para darle una apariencia de naturalidad a la noche antinatural y tenebrosa.

– Tengo miedo. No me gusta este sitio. Estoy deseando llegar a algún lugar civilizado.

– Yo tengo un truco estupendo para atravesar con tranquilidad los lugares siniestros. Cuando voy caminando por algún sitio un poco sobrecogedor, lo que hago es imaginarme que el asesino soy yo. Si yo soy el atacante, no puedo ser el atacado. Funciona muy bien.

Le miré, atónita. Nunca acabaría de entender a los hombres. A nuestra espalda, un coche encendió los faros y arrancó. Me sentí vagamente aliviada: por lo menos había alguien más en la calle, además de nosotros. Tal vez fuera cosa de la imposibilidad de asumir su propio miedo, seguí reflexionando; quizá los hombres preferían imaginarse asesinos antes que reconocerse cobardes. El coche que había arrancado poco antes no nos había sobrepasado todavía. Una inquietud pequeña como un garbanzo empezó a endurecerse en la boca de mi estómago. Eché un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro. El coche venía detrás de nosotros, casi a nuestra altura, manteniendo la velocidad de nuestros pasos. La inquietud se convirtió instantáneamente en una gran piedra encajada en mi pecho que apenas si me dejaba respirar.

– Adrián… -susurré.

– Ya lo he visto.

La calle se extendía delante de nosotros negra y larga, sin portales en los que guarecerse, sin posibilidades de esconderse, sin que la velocidad de nuestras piernas pudiera librarnos de la persecución.

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