Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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La Hija Del Canibal: краткое содержание, описание и аннотация

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Estaba sola, pues, y era Nochebuena, dos magníficas excusas para aumentar con saña masoquista su depresión de amante rechazada. Estuvo en su casa el día entero esperando el milagro de una llamada de Hans, pero por la noche, a la hora de la cena (ahora no iba a llamar; ahora estaría celebrando la fiesta con su mujer e hijos), sacó a pasear a la Perra-Foca, que por entonces no se había convertido en la Perra-Foca todavía, sino que era una Cachorrita-Linda de apenas unos meses. Al regresar había un recado parpadeando en el contestador. Pero no era de Hans, por supuesto. Decía así:

– Oye, soy tu tía Victoria. Te llamo para decirte que tu padre se está muriendo. Los médicos no creen que pase de esta noche. Está consciente y no hace más que preguntar por ti. Ya sé lo que piensas, pero es tu padre. Está en la clínica de La Concepción, habitación 507. Yo creo que deberías ir. Es tu padre y se muere. No seas descastada. En fin, yo ya he cumplido avisándote. Ahora allá tú con tu conciencia.

Eso decía el mensaje. Bastante inquietante, desde luego, sobre todo si consideramos que Lucía Romero no tenía ninguna tía Victoria. Lo primero que hizo Lucía fue llamar a su familia; cogió el auricular el Padre-Caníbal:

– ¿Lucía? ¡Pero qué raro que llames! ¿Dónde estás?

– En Viena -mintió ella. Y en pocos minutos verificó que el Caníbal gozaba de perfecta salud y que ni él ni su madre la echaban de menos: habían invitado a cenar a unos amigos y se oía un jolgorio formidable.

Tras cumplir esta comprobación algo supersticiosa, lo segundo que hizo Lucía fue rebobinar el mensaje y volverlo a escuchar un par de veces. Descubrió entonces que la tía Victoria no decía al principio «Oye», sino «Toñi». Ella, pues, se llamaba Toñi. Ella se llamaba Antonia y tenía un padre agonizando en un hospital.

¿Y ahora qué iba a hacer? Allá tú con tu conciencia, había dicho tía Victoria, y la conciencia de Lucía estaba inquieta. Podía ignorar la llamada, borrar el mensaje y olvidarse de esa tía postiza. Pero la situación le parecía demasiado irrevocable, demasiado desgarradora como para quedarse sin hacer nada. Tenía que localizar a la tal tía Victoria, tenía que explicarle que Toñi, Antonia, no había escuchado todavía el mensaje. ¡Por Dios, pero si era Nochebuena! ¿Es que ni siquiera podía pasar la Nochebuena deprimiéndose masoquistamente en su propia casa sin que la molestaran? Sintió un ataque de autoconmiseración. Sólo a ella le sucedían cosas como esa. Era triste, su vida.

Intentó telefonear al hospital, pero la centralita no respondía a las llamadas. Claro, por supuesto, en una noche de fiesta como esa. Se hizo una tortilla a la francesa, probó dos bocados, telefoneó de nuevo inútilmente. A eso de las doce no pudo resistirlo por más tiempo y decidió ir allá.

La clínica era antigua, destartalada y laberíntica. No había nadie en la puerta, aunque un pequeño transistor vomitando villancicos sobre una mesa daba fe de la presencia de algún vigilante en el edificio. Lucía cogió el primer ascensor que encontró y subió al quinto piso. Pero allí no había habitaciones de pacientes, sino departamentos médicos (Oftalmología, Medicina Nuclear, Litotricia), todos ellos cerrados a cal y canto. Lucía subió y bajó escaleras, recorrió vestíbulos, se asomó a salas de espera fantasmales con horrorosos sillones de eskay rojo. Los pasillos estaban solitarios y en penumbra, únicamente iluminados por una débil luz de emergencia. De cuando en cuando se oía el estallido de alguna carcajada a lo lejos, o unos pasos menudos repiqueteaban en una esquina sin que se viera a nadie. Olía a medicina y las luces de situación rebotaban en los viejos azulejos de las paredes, pintando las sombras de reflejos turbios y anaranjados y confiriendo a los corredores del hospital un aspecto extraordinario y un poco inhumano, como si fueran pasadizos sumergidos bajo el agua o el interior de una nave de marcianos. De pronto, una pareja joven apareció riendo por la escalera: traían un ramo de flores y una botella de champán en una champanera llena de hielo. Saludaron a Lucía desternillados e intentando controlar el tono de voz; comprobaron los números de las puertas, golpearon brevemente en una de ellas e irrumpieron en el cuarto dando gritos festivos. Era la planta de Maternidad.

La habitación 507 pertenecía, en cambio, al departamento de Oncología. Allí el silencio le pareció más espeso a Lucía, el aire más sofocante y más oscuro. Se pasó cinco minutos ante la puerta sin saber qué hacer. Estaba loca, ella estaba loca, ¿qué pintaba allí? ¡Pero si ni siquiera sabía cómo se llamaba el moribundo! Si por lo menos hubiera encontrado a una enfermera, tal vez hubiera podido dejarle una nota explicándole el malentendido. También podía hacer eso, escribir una nota y pasarla por debajo de la puerta. O marcharse sin más, marcharse a su casa ahora mismo y olvidarse de todo. Pero no, una vez en el hospital ya no podía dejar las cosas así: se había acercado demasiado a la situación y había quedado atrapada en su campo gravitatorio. Cogió aire tres veces y golpeó la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Resopló como un ballenato y empujó muy despacio la hoja, que se abrió hacia dentro sin hacer ruido.

La habitación estaba vacía. Esto es, vacía si exceptuamos al enfermo, que ocupaba una de las dos camas. Pero no había ni rastro de la tía Victoria. Lucía entró de puntillas en el cuarto. También se encontraba medio en sombras, alumbrado sólo por la luz de noche, un rectángulo luminoso empotrado en la pared a ras del suelo. La cama vacante estaba perfectamente hecha, con el embozo impecable y sin arrugas. El sillón y la silla que suelen amueblar todos los cuartos de hospital permanecían arrimados a las paredes con esmero, como si nunca hubiera venido nadie a visitar al enfermo. En cuanto a éste, Lucía se acercó de puntillas a observarlo: estaba boca arriba, quieto y tieso, una menudencia anciana y arrugada del color de las pasas de Co-rinto, con tubos por la nariz y por los brazos. Tenía los ojos cerrados y parecía muerto. Lucía se inclinó un poco más. No. No estaba muerto. Su barbilla temblaba, sus manos se movían ligeramente. Y se le escuchaba respirar, un pitido entrecortado y fatigoso. Le estaba contemplando Lucía apenas a dos palmos de distancia cuando el agonizante abrió los ojos. Ella dio un respingo. Los ojos del hombre eran dos pequeños botones opacos y febriles. El enfermo la miró durante un rato.

– Toñi -dijo al fin, con voz débil pero perfectamente audible.

Lucía calló.

– Antonia -volvió a decir el hombre, ahora con más vehemencia.

Y levantó una mano en el aire, temblorosa y ensartada de cables.

– Sí -contestó Lucía. Cogió la mano del viejo entre las suyas. El anciano cerró los ojos:

– No tengo orgullo -musitó. Dos lágrimas resbalaron por sus mustias mejillas.

Lucía le apretó la mano engarabitada por la artritis y acarició el dorso maltratado. No quería hablar para no delatarse. Y además, ¿qué podría haber dicho? ¿Que se sentía más cerca de ese anciano moribundo y anónimo de lo que nunca se había sentido de su padre? Ahora se abrirá la puerta y entrarán el médico o la enfermera, se dijo Lucía con angustia; ahora se abrirá la puerta y llegará la tía Victoria y me preguntará que qué hago aquí, una intrusa, una hija fraudulenta, una impostora. Madrid, al otro lado de la ventana, parecía una ciudad deshabitada. Era una noche fría y líquida, con reflejos de semáforo sobre el asfalto mojado. Aferrada a esa mano terminal como el náufrago que se aferra a un madero, Lucía pensó que tal vez la vida entera no fuera más que una preparación para la salida, de la misma manera que el juego de ajedrez no era más que una preparación para el jaque mate. Y se dijo: cómo será mi hora, quién cogerá mi mano, qué llovizna caerá detrás de qué ventana, qué habré hecho de mi vida para entonces. Pero también pensó: tú te estás muriendo y yo estoy viva. Y sintió un alivio elemental y bárbaro.

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