Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Pero la edad no se le manifestaba sólo en el cuerpo. El desierto peor era el mental. Ya no soñaba por las noches con ser otra persona que la que ya era. Y la que era le aburría bastante. Ya no pensaba en escribir mejor, en amar mejor, en conocer gente, en viajar por el mundo y tener aventuras. Su relación con Ramón era tediosa, sus amigos eran convencionales, su trabajo insulso y su gallinita Belinda una petarda insoportable. En cuanto a sus padres, estaban viejos, solos, en la cuesta de la decrepitud y la decadencia: dentro de poco tendría que empezar a hacerse cargo de ellos. El mundo entero le parecía un lugar inquietante, demasiado brutal, demasiado cínico y corrupto. Y además, tenía miedo. Cada vez más miedo. Un terror ontológico y elemental: tenía miedo de envejecer y de morir. No era esto, en fin, lo que ella había esperado de la vida en su niñez, en su adolescencia, en su juventud. No es que ella hubiera tenido unas ideas muy claras, una percepción del porvenir precisa y diáfana, pero de cualquier manera, de eso estaba segura, no previo este mundo alicaído y miserable, este mundo de mala calidad que parecía haber encogido tanto súbitamente que las sisas le empezaban a apretar de un modo insoportable. «Tú lo que tienes es la crisis de los cuarenta», le decía Emilio, su editor. «A lo mejor te estás poniendo menopáusica», comentaba Ramón cuando tenía el detalle de advertir que le pasaba algo. ¡Menopáusica! Sólo faltaba eso. No, no era el cambio hormonal: todavía era joven. Pero lo peor era pensar que se dirigía hacia allí de modo inexorable; y, si ahora ya se sentía tan mal, ¿cómo iba a estar después, en la árida meseta menopáusica, cuando tuviera que sumar a la depresión el consabido azote de las sofoquinas?
La crisis de los cuarenta, desde luego. El otro día Lucía estaba tomándose un café en un bar próximo a su casa y en un momento determinado bajó al baño. Y digo bajó porque los servicios se encontraban en la planta inferior, al otro extremo de una escalera pina y estrecha. Cuando salió de los lavabos, Lucía se dio de bruces con un hombre como de cincuenta y pico años que esperaba su turno para el teléfono. El bar en cuestión es un local de barrio barato y popular, frecuentado por obreros y castizos; y el hombre era un prototipo celtibérico de la subespecie Agreste Camionero, uno de esos individuos que llevan la testosterona en la solapa y que devoran indefectiblemente con la mirada a cualquier mujer que se les ponga al lado, así sea la más horrorosa del planeta mundo. Y hete aquí que ese día Lucía llevaba un jersecito elástico muy prieto por encima de su pecho sin sujetador; y una faldita negra más bien corta y estrecha. Pasó Lucía por delante del tipo sin prestarle atención y comenzó a subir el tramo de escalera; y cuando ya iba a coronar el descansillo se le atravesó una inquietante idea en la cabeza: «Voy a verificar que el Agreste Camionero me está mirando», se dijo, segura de atrapar, como quien apresa un pescado en una red, la mirada lujuriosa y bovina del individuo. De modo que en cuanto que acabó la ascensión giró con disimulo la cabeza. Y sí, en efecto, el hombre se encontraba todavía ahí abajo: pero con la vista vuelta hacia otra parte y completamente ajeno a Lucía, a las piernas de Lucía y a sus pechos sin sujetador resaltados por el tricot elástico. «Se acabó, te volviste invisible», se dijo ella. «Ahora sí que la has jodido para siempre.»
Ya lo dicen las encuestas: a partir de determinada edad desapareces. Todos los sondeos y estudios estadísticos que en el mundo son vienen ordenados por la cronología de los sujetos entrevistados: de los 18 a los 25 años, de los 26 a los 35, de los 36 a los 44… Y en todos se llega a una frontera en donde da comienzo la oscuridad: «De los 45 en adelante», dicen las groseras tablas estadísticas, como si a partir de ese mojón se extendiera el espacio exterior, la Tierra del Nunca Jamás, el despreciable universo de los Invisibles. Pues bien, justamente ahí se encontraba Lucía: pisando el confín del acabóse.
Tal vez convenga hablar un poco del pasado de Lucía Romero. Lucía es hija única y siempre se creyó poco querida. El Padre-Caníbal era un seductor y un egoísta, un buen actor de repertorio que aspiró a ser estrella sin conseguirlo y que ahora vivía con discreción de unas pocas colaboraciones televisivas. Sonreía maravillosamente y derrochaba encanto. Era su único derroche, porque por lo demás resultaba imposible obtener nada de él: ni dinero, ni tiempo, ni auténtica atención. Nunca discutía, nunca daba un grito: carecía de pasiones y tal vez de ideas, y por otra parte estaba convencido de que el malhumor le envejecía y le afeaba, y él se cuidaba mucho. Era inconsistente, superficial, ausente; a no ser que hablara de sí mismo, ningún tema podía absorber su atención durante mucho tiempo.
Toda esta graciosa vaguedad se convertía en peligroso hierro, sin embargo, a la hora de defender sus intereses. Él siempre contaba que, siendo aún un muchachito cuando empezó la guerra, intentó pasarse al bando nacional desde Madrid: por entonces era un chico de derechas y con veleidades falangistas, aunque con el tiempo se fue haciendo antifranquista, al menos de apariencia. El caso es que escapó en pleno invierno con dos amigos suyos e intentaron cruzar a campo traviesa los picachos nevados de Navacerrada. Era de noche, nevaba, estaban agotados y la ventisca les cegaba; el hielo cedió bajo sus pies y cayeron los tres en una grieta. Uno murió inmediatamente; el otro y el Caníbal quedaron heridos y atrapados. En las siguientes horas enronquecieron de pedir auxilio; pero estaban perdidos en el monte, en la zona más inaccesible y más desierta, en mitad de una guerra; además, el frío extremo, que por una parte impidió que se desangraran a causa de sus heridas, por otra amenazaba con acabar con ellos. Todas estas consideraciones hicieron que el padre de Lucía sacara la navaja cabritera al caer la tarde del primer día y que le rebanara un filete de brazo al amigo muerto. Se alimentaron del cadáver y bebieron nieve durante cuatro jornadas, hasta que les encontró, medio congelados, una patrulla republicana. El sargento que comandaba la patrulla se quedó admirado de su resistencia; les curaron y luego les metieron en la cárcel. Y el sargento les dijo que, después de todo, habían tenido suerte; que si les hubieran encontrado los nacionales, con todo ese cacao mental de la religión y el alma y lo demás que tenían los fascistas, les habrían fusilado allí mismo por antropófagos. Y cuando el padre de Lucía contaba esto siempre añadía: «Seguro que aquel sargento tenía razón. ¡Pues menudos eran los nacionales!» Porque para entonces los tiempos habían cambiado y el mundo del teatro era mayoritariamente antífranquista, y él compartía de modo habitual todas las opiniones mayoritarias.
Lucía Romero no sabía si el relato de su Padre-Caníbal era auténtico o no, porque había descubierto, ya de mayor, que su propia tendencia a inventarse mentiras y vivirlas como si fueran ciertas era un rasgo heredado de su progenitor. Y digo que lo había descubierto de mayor porque Lucía había creído a pies juntillas al Caníbal durante muchos años. Seducida por el seductor, había obviado sus continuos desplantes, las fugas, las ausencias, la falta de interés, el olvido sistemático de sus cumpleaños y sus alambicadas y fenomenales excusas, sus mentiras tan ramificadas como un árbol viejo. Era posible e incluso probable, pues, que el padre de Lucía nunca hubiera devorado de verdad a ningún muerto; pero ella lo había creído así durante mucho tiempo, y por lo tanto la antropofagia paterna era en gran medida una realidad incontestable, porque todos somos lo que los demás nos creen y como nos miran. Además, Lucía consideraba que este instinto caníbal encerraba una verdad poética con respecto a su progenitor, una metáfora ajustada de su talante. A ella misma, por ejemplo, su padre se la había comido viva durante muchos años; y su madre estaba aún medio masticada y con señales de dientes por el cuerpo.
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