Rosa Montero - La Hija Del Canibal
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Pero me estoy adelantando. Estábamos en Veracruz y Durruti había dicho que me quedaba. Así es que me quedé. Nos fuimos todos a una granja en Ticomán para preparar las acciones. La granja era de la viuda de un anarquista: una mujer entrada en carnes que a mí me parecía muy mayor pero que debía de estar todavía en la treintena. Era muy morena, con una sola ceja recta y negra que le atravesaba de parte a parte la frente, como si fuera un bigote. Pero tenía unos ojos hermosos, y los dientes más blancos que jamás he visto. Al atardecer, cuando sonreía en la penumbra de la casa, encendía las paredes con su brillo. Aunque no sonreía casi nunca. Sólo cuando miraba a Gregorio Jover. Entonces le relampagueaban los ojos y enseñaba sus dientes luminosos.
Allí nos pasábamos los días, ellos, los mayores, encerrados en una habitación haciendo planes, y yo de pinche de la viuda, arreando al buey hasta la charca, sacando agua del pozo, recogiendo tomates. La viuda era una matarife espeluznante: cogía una gallina, colocaba la pelona cabeza sobre el tajo de madera y antes de que el bicho pudiera parpadear ya le había seccionado el cuello con el hacha. Degollaba gorrinos, desnucaba gazapos, rebanaba el gaznate de indefensos corderos. Ahí aprendí a matar: le corté el pescuezo a un pato. Recuerdo el brillo de la sangre bajo el sol mexicano: un reguero de gotas refulgentes.
Un día se fueron todos de la granja, muy temprano, en un Ford enorme y despintado. Mi hermano me abrazó muy fuerte antes de subir al automóvil: no me había dicho nada, pero yo sabía que iban a dar un golpe. Desaparecieron entre el polvo del camino y nos quedamos los dos solos, la viuda y yo, en esa granja asfixiante y reseca. La viuda suspiró ruidosamente y luego mató un gallo. No sé por qué lo hizo: no nos lo comimos. Yo creo que fue un rito auspiciatorio, un sacrificio antiguo, un residuo de su memoria azteca.
Funcionó, porque a los dos días regresaron. Venían muy contentos: habían asaltado un par de fábricas y traían un botín sustancioso.
«Fue todo facilísimo, no pegamos ni un tiro», gallardeó mi hermano. Víctor estaba muy cambiado: ahora se embadurnaba el pelo para atrás con brillantina, como Jover, y dejaba resbalar la mirada por las comisuras de los ojos, como Ascaso. Ahora se sentía importante, ahora se había ganado su lugar entre los Solidarios. Se encontraba de muy buen humor, como todos los demás, por otra parte: a todos ellos se les veía contentos. Durruti, eufórico, me puso un programa de lecturas: estaba muy preocupado con mi educación, como buen anarquista. Y luego, por las noches, me enseñaba el oficio de activista. Así aprendí a construir bombas con pólvora y viejas latas de carne, por ejemplo. O a mirar fijamente a los ojos al hombre al que estás atracando: «El truco consiste en no dejar de mirarlo ni un momento; tienes que pillarle los ojos y no soltarlo, como si fuera un pez colgando del sedal», explicaba Durruti. «Si de repente entra un hombre en el banco en el que trabajas y te pone un pistolón a la altura de la boca y te mira a los ojos de ese modo, te aseguro que te entra tal espanto que tú no ves más que el agujero negro del arma y el agujero negro de las pupilas y el agujero negro de tu propio pánico. Así que el atracador hasta puede ir con la cara descubierta, porque luego los testigos no le recuerdan.» Incluso Ascaso parecía dulcificado. Empezó a dirigirme la palabra y ni siquiera se quejó cuando los demás se pusieron a planear el futuro en mi presencia. Pronto tuve claro, para mi inmenso alivio, que me iban a llevar con ellos cuando dejáramos la granja. A partir de ahí iba a empezar lo mejor: los golpes más audaces, el viaje más aventurero, el sabroso peligro. Yo estaba cxcitadísimo, contando los días para la partida; lo mismo que los contaba la viuda, pero ella melancólica. Supongo que andaba algo enamorada de Gregorio, pero fue a mí a quien buscó la noche antes de nuestro viaje. Yo estaba durmiendo encima de un jergón en la cocina, como siempre, cuando me despertó un roce, una presencia. Abrí los ojos espantado: era la viuda. Se había acuclillado junto a mí y me miraba con una expresión extraña, indescifrable. Estaba cubierta desde el cuello a los pies con un camisón grisáceo de tela grosera; con una mano sostenía una vela torcida, y con la otra me acariciaba ligeramente la cabeza. Era ese leve toque lo que me había espabilado. «¿Ocurre algo?», casi grité, ronco de susto y sueño. «Shhhhhh», dijo ella, arreciando en sus caricias, como quien calma a un niño: «Shhhhhh.»
Y se tumbó a mi lado, en el jergón.
Estuvimos juntos hasta el amanecer. Ella, que nunca hablaba, me susurró interminables dulzuras maternales: nanas apenas tarareadas, arrullos mimosos, consejos saludables.
«Cuídate, m'hijito, mi chaparrito, abrígate bien, que la Virgen te bendiga, pórtese bien, estése usted sosiego…»
He conocido luego, en el amor, a mujeres taciturnas y calladas a las que la cama desataba, sorpresivamente, una lengua florida y prodigiosa. Algo parecido sucedió aquella noche con la viuda, pero la voz que se desanudó en su garganta no fue erótica, sino íntima y doméstica. No hubo nada sexual entre nosotros: la viuda, sin marido y sin hijos, en la frontera de la edad madura, vio en mí durante algunas horas a su propia criatura; y yo, huérfano y añorante de madre, me dejé mecer embelesado en sus brazos inmensos. Así estuvimos hasta el amanecer, apretados el uno junto al otro, mi camisola deshilachada y sucia contra su camisón basto y crujiente, su olor nutritivo a pan y a sudor perfumándolo todo, sus manos de matar gallos y cochinos y patos acariciando mi cabeza con un roce dulcísimo, esas poderosas manos de mujer capaces de degollar y alimentar y apaciguar de manera indistinta. Fue una noche inolvidable, porque a partir de entonces se acabó mi niñez. Fue la noche de la última inocencia.
Yo estaba sola y eso no me gustaba. Aunque son tan diminutos que no podemos verlos, lo cierto es que nos encontramos rodeados de billones de organismos microscópicos que comparten el mundo con nosotros. Los más comunes son los ácaros, unos arácnidos ínfimos que andan por todas partes. Los he visto en fotos magnificadas: tienen el cuerpo globuloso, largas patas y un aspecto horroroso de criatura extra- terrestre y deletérea. Desde que leí que en cada centímetro de nuestro colchón hay no sé cuántos cientos de miles de estos bichos, por las noches, cada vez que me acuesto, los escucho conversar bajo mi oreja. Cri-crís, chasquiditos, rumores de pasos menudísimos. Los ácaros ignoran que su Universo entero no es más que mi colchón. Pensándolo bien, a lo peor nuestro propio Universo no es más que el colchón de un megagigante. Teniendo en cuenta lo atiborrado que está el mundo de vidas, entre insectos, ácaros, bacterias y otros microbios, no sé cómo es posible que los humanos nos sintamos solos.
Pero así es como me sentía yo cuando secuestraron a Ramón, sola hasta la desesperación, sola hasta el miedo. Ahora comprendía por qué no me había separado de mi marido: aunque me aburriera con él, aunque me exasperara, Ramón era el aliento animal de mi guarida, el cobijo elemental del otro de tu especie, unos ojos que te ven y una presencia cómplice frente al terror de la intemperie, frente a ese mundo exterior lleno de tormentas, violentos huracanes y cataclismos. Por entonces la soledad me daba pánico.
Debió de ser por eso por lo que permití que Félix Roble se metiera de tal modo en mi vida, por lo que le abrí de la noche a la mañana las puertas de mi casa y de mi cotidianidad. Félix, por su parte, entró a tumba abierta. Él también debía de sentirse acorralado por la soledad, como tantos otros ancianos viudos y jubilados. Dadas sus circunstancias, no era de extrañar que se sumara al caso desde el primer momento.
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