Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Los Solidarios habían llevado a cabo acciones espectaculares. Mataron al arzobispo de Zaragoza, por ejemplo; y atracaron el Banco de España en Gijón, con el fin de sacar fondos para la CNT. Eran tipos violentos, desde luego. Pero ya te digo que también los tiempos eran violentos. Tiempos desesperados, increíblemente injustos, en los que la gente moría de hambre y de miseria. Tiempos de oligarcas y de víctimas. Fíjate si serían pobres los afiliados a la CNT que, a pesar de que llegaron a ser un millón, el sindicato siempre estaba en quiebra, hasta el punto de que en 1936 sólo disponían de un empleado a sueldo. Ser un sindicalista libertario era entonces muy duro: les estaban ilegalizando y metiendo en prisión continuamente. Durruti fue condenado tres veces a muerte y se pasó media vida entre rejas.

Entonces, en 1925, cuando llegamos a Veracruz, la CNT atravesaba por una de sus etapas de clandestinidad. Era la época de la dictadura de Primo de Rivera y había 40.000 anarquistas en la cárcel. Por eso murió mi madre: porque el sindicato no tenía dinero para sostener a tanta familia desahuciada. La situación era tan crítica que los Solidarios decidieron hacer una temporada de atracos en América para llenar las arcas Genetistas. Y para allá marcharon Durruti y Ascaso en diciembre de 1924 con pasaportes falsos, en un carguero holandés con destino a Cuba. Se fueron solos, y primero se pusieron a trabajar la zafra en Santa Clara. Pero hubo una huelga para reclamar una subida de sueldo, y los capataces hicieron lo que solían hacer los capataces de entonces con los huelguistas: cogieron a tres de los campesinos y los apalearon sañudamente, dejándolos reventados y medio muertos. A la mañana siguiente, el propietario de los cañaverales apareció en su casa con la cabeza atravesada de un disparo. Sobre el pecho tenía un papel escrito a lápiz que decía: «La justicia de los Errantes».

Fue la primera vez que se mencionó ese nombre. Era una idea de Ascaso: pensó que, mientras que durara el periplo americano, los Solidarios deberían cambiar su denominación por la de los Errantes, Ascaso era así, tenía ideas. Pero no sabría decirte si eran buenas ideas. Era un hombre ardiente, muy menudo, muy irónico. Tenía aspecto de señorito y modos retadores. Como si tuviera que compensar su talla exigua y lo escuchimizado de su envergadura. Era uno de esos tipos que, cuando entran en un cuarto, impregnan de inmediato el aire de tensión. Me lo imaginaba en su oficio de camarero, achicharrándose de furia por el oprobio del uniforme y de la servidumbre. Aunque probablemente soy injusto con él: nunca me cayó bien porque cuando llegué a Veracruz me hizo sentir como un gusano. Yo quería ser un hombre y él me humilló públicamente:

«Bien, muy bien. La próxima vez que nos enfrentemos a la policía le decimos a este mocoso que les llore un poco. A lo mejor les impresiona. En serio, Pepe, no podemos tener con nosotros a un crío de mierda.»

Y ni siquiera se dirigía a mí, sino a Durruti. No me miró ni una sola vez, eso fue lo que más me destrozó. Pero entonces Buenaventura se me acercó, grandón y peludo, y me miró a los ojos, él sí, como midiendo o sopesando; luego colocó en mi hombro su manaza de metalúrgico y se volvió hacia Ascaso con una sonrisa suave:

«Tienes razón, Paco, tienes razón como siempre, pero por ahora el chico se va a quedar, y luego ya veremos.»

Así es que me quedé, porque Durruti era el que decía siempre la última palabra, aunque se las apañaba para que pareciera que Ascaso decía más palabras que él.

Formaban una curiosa pareja, Durruti y Ascaso. Buenaventura, al que todos los íntimos llamaban Pepe, era un hombrón atlético y vehemente que daba puñetazos sobre las mesas y hacía temblar el aire con su vozarrón. Era un personaje de increíble energía; y parte de esa energía, eso era evidente, podía ser letal. Ante Durruti, sentías con claridad que era un hombre que, de desearlo, podía matarte: tenía la fuerza, la furia, la disciplina, la decisión, la fiereza necesarias. Pero también percibías, con el mismo nivel de certidumbre, que Durruti no deseaba hacerlo. Luego, durante la guerra, se acuñó una leyenda de increíbles desmanes supuestamente cometidos por él. Como eso de que prendió fuego a la catedral de Lérida. Mentira: su columna pasó por allí un mes antes del incendio, y cuando los pirómanos, que fueron unos anarquistas rezagados, se juntaron en el frente con las tropas de Durruti, éste les hizo castigar. Siempre intentó ser justo; era un hombre vehemente y emotivo, pero tenía un prodigioso sentido de la medida a pesar de lo desmesurado de su época: de la guerra, de la revolución, del caos. Fue un héroe sangriento porque le tocó vivir los años de la sangre, pero nunca perdió del todo la inocencia.

Ascaso era distinto. Ya te digo, sé que soy injusto con su memoria: pero todos somos subjetivos, no hay más realidad que la que completamos, traducimos, alteramos con nuestra mirada. Tantas realidades como ojos. Y mis ojos me dicen que Ascaso era frío, desdeñoso, altivo. Siempre con su sonrisilla sardónica en los labios. Donde Durruti tenía sentimientos, Ascaso tenía ideología. Él era el intelectual del grupo, el famoso estratega. Un hombre fino e inteligente, desde luego. Pero a mí me daba miedo. Durruti el gigante, con su vozarrón de trueno y sus puñetazos sobre los veladores, no asustaba ni la mitad que Ascaso el gnomo, menudo, tranquilo y susurrante. Era cinco o seis años más joven que Durruti, y Buenaventura le trataba con el amor admirativo y protector con que se trata a un hermano pequeño, a ese benjamín al que reconoces más listo y más leído, pero que aún tiene que aprender mucho de la vida. Por eso Ascaso hablaba mucho, y se le escuchaba con toda atención; pero cuando Durruti decía una palabra, era definitiva.

Por lo demás, eran jóvenes, ardientes, audaces, atractivos. Eran los más leídos en un mundo de analfabetos, los más modernos, los más innovadores, la avanzadilla de la época. Tenías que haberlos visto: con sus trajes bien cortados, los lazos de pajarita, el pañuelo asomando a juego por el bolsillo. Vestidos a la última. Eran los disfraces, la ropa de pasar inadvertidos, para noparecer los pistoleros que eran. O tal vez fuera justamente para parecerlo, porque recuerdo que los matones de la derecha también iban vestidos así. Como maniquíes. En cualquier caso, los Solidarios caminaban por las calles comiéndose el mundo. Lo recuerdo con claridad porque yo iba con ellos; aunque no fuera más que un mocoso que se pavoneaba con los mayores, yo también sentí ese vértigo, esa fiebre. Date cuenta de que por entonces estábamos convencidos de que el futuro salía de nuestras manos, de que nuestros actos de hoy creaban el mañana. ¿Tú sabes lo que habían hecho los Solidarios con el dinero que robaron en el banco de Gijón? Eso fue en 1923, antes de Veracruz. Pues verás, se fueron exiliados a París y abrieron la Librería Internacional, en el número 14 de la calle Petit. Y empezaron a editar la Enciclopedia Anarquista. Porque estaban creando un mundo nuevo y necesitaban nuevas palabras para nombrarlo.

En eso metieron todo el dinero que tenían, absolutamente todo. La pistola y la Enciclopedia son las llaves de la libertad», solía decir Ascaso. Era muy aficionado a soltar frases.

Nunca se quedaron con una sola peseta de los atracos. Para vivir, para comer, para pagar el alquiler de sus ruines casas y las medicinas de los niños, todos ellos dependían de sus empleos. En París, por ejemplo, Durruti trabajó de mecánico en la Renault. Buenaventura siempre fue más pobre que una hormiga: se pasaba la mitad del tiempo en la cárcel y luego no le quería contratar nadie, era demasiado famoso como sindicalista. A menudo no disponía de dinero ni para tomarse un café. Cuando lo mataron en el 36 no tenía más posesiones que la ropa que llevaba puesta, la pistola, una muda, unas gafas y su gorra de cuero, esa típica gorra que luego fue llamada la durruti, ya sabes cuál te digo. Aunque no, probablemente no lo sepas: ha pasado ya tantísimo tiempo…

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