Yo no me consuelo de la muerte de uno de mis hijos, han pasado ya muchos años y me sigue doliendo. Pero tengo una vida feliz junto a ese recuerdo, aunque no exista el consuelo. He tenido la fuerza de crear, junto al desconsuelo, otros amores, otras obras, otras satisfacciones. Se puede vivir junto a las heridas.
¿Qué papel desempeñan en nuestra vida los amigos y otros compañeros de viaje?
Yo tuve dos amigos en la infancia que fui reproduciendo a lo largo de mi vida, a través de otras personas y circunstancias. Los amigos son, en este sentido, como la familia: están siempre ahí. Son un vínculo similar a la pertenencia a una generación, son generacionales. Vamos todos juntos viajando en el mismo avión, somos pasajeros del mismo tren. Son muy importantes porque somos seres gregarios y no hombres lobo. Considero fundamental la amistad y el encuentro con los otros. Para saber que una amistad es enriquecedora hay que saber por qué la cultivamos. La amistad es crear algo juntos.
¿La juventud está llena de prejuicios que se van limando con el tiempo?
Uno no va envejeciendo y dejando caer las etapas, al menos de acuerdo con mi experiencia. El niño siempre queda, el adolescente queda, el joven queda, el adulto queda… A medida que uno va creciendo se va convirtiendo en un grupo de seres y las personalidades se van sumando, porque donde hay continuidad no hay separación.
A lo largo de la vida no se fijan prejuicios, sino creencias. Yo me acuerdo de que a los 30 años hice una cosa fundamental: cogí un cuaderno y me dije: «Voy a escribir todas las ideas que tengo en la mente. ¿En qué creo?». Y lo escribí, lo hice para sacármelas como piojos de encima. Y luego me dije: estas ideas no son yo; las puedo utilizar y me pueden resultar útiles, pero no son yo.
El joven a veces cree que lo que piensa es él, como uno a veces piensa que su coche o que sus zapatos son él. Pero las ideas son como las camisas. No son uno mismo. En la juventud uno se puede equivocar, pero a medida que avanza el tiempo las cosas se van disolviendo y va quedando lo importante, el ser esencial.
Durante la primera juventud aparecen los primeros ídolos musicales o mediáticos. ¿Son necesarios o limitan nuestro desarrollo?
Son necesarios para algunos. Yo no tenía ídolos pero me hice muy amigo del poeta Nicanor Parra, que era fundamental para nuestro grupo y mayor que nosotros. A veces necesitamos maestros o guías, aunque en mi caso de ciertas actitudes sólo me salvó el arte. Yo era artista y tenía que hacer mi nombre y mi obra, y por tanto no podía entregarme al ciento por ciento a otras personas ni a otras obras. Aun así, busqué maestros y visité a maestros.
No me refiero sólo a los llamados maestros espirituales sino a los mitos mediáticos, a los que tantos jóvenes quieren parecerse.
Nunca llegué a eso, afortunadamente. Para cierta gente son necesarios debido a que carecemos de mitologías, y el cerebro funciona con mitología inconsciente. Por eso los actores de Hollywood han sustituido, lamentablemente, a los dioses paganos. Los futbolistas o los cantantes forman parte del mismo fenómeno. Tienen sus roles y en cierto momento pueden servir, pero ni son necesarios ni tenemos obligación de poseerlos.
¿Cómo se debe enseñar a entender la vida a un joven o a un hijo?
Habría que preguntárselo a mi familia. A mi hijo Cristóbal le llevé con 8 años a presenciar una operación de Pachita y le animé a que metiera el dedo en una herida, a que viera cómo se hace un agujero en una cabeza, cómo se cambia un pulmón… A esa misma edad hice que recibiera un masaje de un gurú. Cristóbal se formó con grupos de chamanes, hice todo lo que podía hacer por él, necesitaría todo el libro para contarlo. Eliminé la palabra «padre», para que no existiera ese monolito. Nunca me llamó papá sino «Alejandro». Jamás le impuse una ropa. Y así hice con todos mis hijos. Cuando pasábamos por una tienda de juguetes y temblaban, les decía: «Entrad y comprad lo que queráis…». Solían volver con pequeños juguetes pero, una vez, mi hijo Adán apareció con un caballo de peluche de tamaño natural. Lo miró toda la tienda, pero yo le compré el caballo. Les di una educación muy consciente, muy correcta. Pero siempre se cometen errores, muchos errores. A uno le di tres latigazos y más tarde, cuando cumplió 15 años, hice que me los devolviera. Se había orinado detrás del sofá y, mientras le pegaba, le decía: «Éste es un castigo formal, pero no lo hago con enojo». Nunca me lo perdonó: por eso, en una ceremonia familiar, me devolvió los golpes.
¿A qué podemos aspirar en esta vida?
A muchas cosas. Pero sobre todo a vivir largamente. Para eso necesitamos trabajar en lo que nos gusta y, siempre que seamos seres pacíficos, hacer lo que nos gusta. Debemos ser lo que somos y no lo que quieren que seamos. Amar lo que amamos sin obligación, sin nudos neuróticos que no podamos desatar. Desear lo que queramos y crear lo que seamos capaces de hacer.
Vivir con cierta prosperidad, sin derrochar. Pero una prosperidad para todos, no una prosperidad basada en explotar al otro. Y, por supuesto, hay que lograr ser inmortales, y para eso tenemos que vivir como si fuésemos inmortales, pensando que tenemos mil años por delante para hacer lo que queramos, pero sin olvidarnos de que en diez segundos podemos morir.
Para muchas escuelas el conocimiento pasa por el placer, la felicidad, lo prohibido; para otras pasa por el ascetismo, el cilicio, la entrega y el sacrificio. ¿Van todas al mismo sitio?
Todos son caminos para encontrarse a sí mismo. Ahora bien, todos estos senderos hay que hacerlos con la mayor dignidad, porque somos mortales. No somos eternos y nuestro estado actual se va a acabar. La vida nos vence en todo momento. Aunque seamos titanes, somos vencidos. Sabiendo eso, uno puede trabajar más tranquilo, con humildad. Se trata de llegar a la santidad, proponérselo. La felicidad no consiste en tener cosas sino en sentir la alegría de vivir, en recuperarla. Se puede perder en el vientre de la madre, porque podemos ser fetos neuróticos cuando la madre nos quiere eliminar. En estos casos, recuperar la felicidad de la vida resulta algo magnífico que permite nuestra unión con el universo en su totalidad, con el tiempo y con el espacio, con la conciencia en su totalidad. Es un estado de trance eufórico constante dentro de este cuerpo, posible porque somos un pequeño cofre que contiene una inmensidad que, a su vez, está en la más pequeña de nuestras células.
A ese estado de euforia de vivir, ¿se puede llegar por muchos caminos?
Sí, pero no de cualquier manera. Yo comencé por el arte. Hice teatro de vanguardia, poesía, escándalo, de todo. Después practiqué la meditación. Horas meditando, tiempo, todo lo contrario de lo que había hecho; pero siempre movido por una constante atención, por un constante deseo de curiosidad y de conocer sin miedo. En eso consiste la audacia. Es el secreto de la vida.
Más allá de imaginar, de jugar con la mente para no estar presos en esta realidad, ¿el objetivo es cambiarnos, más exactamente curarnos?
Es que tú hablas de la mente, pero desde que descubrí el tarot yo siempre hablo como mínimo de cuatro centros del ser humano: intelectual, emocional, sexual y corporal. No sólo la mente hace juegos y malabares, el centro emocional, el centro sexual y el corporal también actúan. Hay que conocerse y observar. Por ejemplo: el centro intelectual quiere ser, y llega a ser por el silencio. El centro emocional quiere amar, y llega a amar por la indiferencia. El centro sexual quiere crear, y llega a crear aprendiendo a fracasar. El centro corporal quiere vivir, y llega a vivir aprendiendo a morir.
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