Carmen Laforet - La Isla Y Los Demonios

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`La propia Carmen Laforet comentó en una entrevista concedida al diario Falange de Las Palmas de Gran Canaria (el 18 de enero de 1959) que La isla y los demonios es la novela «que más he acertado, tiene mayor madurez, sentido del humor y poesía que Nada».
Laforet escribió La isla y los demonios impulsada por «un peso que estaba en mí hacía muchos años: el encanto pánico, especial, que yo vi en mi adolescencia en la isla de Gran Canaria. Tierra seca, de ásperos riscos y suaves rincones llenos de flor y largos barrancos siempre batidos por el viento».
El título de La isla y los demonios corresponde a las dos fuerzas que propulsaron su escritura: el recuerdo mágico del paisaje de la Isla y la red de pasiones humanas o «los demonios».
El hilo argumental de la novela, con el telón de fondo de la guerra civil española, está unido a la maduración de una adolescente, con sus ensueños, cegueras, intuiciones y choques. La acción acontece en Gran Canaria, pero, simultáneamente, la nostalgia de Madrid, traída a la Isla por los peninsulares, se va apoderando del relato de manera paulatina hasta que se incorpora a la persona de Marta Camino, quien, dejándose llevar por el deseo de escapar de la opresión familiar, empieza a sentir la atracción de esa tierra desconocida, la gran ciudad.`

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Marta miraba a aquel puñado de gentes heterogéneas que iban con ella en la guagua, unidos un momento por el destino, y le parecieron asombrosas sus caras cerradas. Quizás hubieran sentido alguna vez emociones como las suyas, aunque pareciera imposible.

El vehículo sorteó aquel espeso paseo de Triana, dejó atrás el parque de San Telmo con sus árboles recortándose sobre el mar, y enfiló León y Castillo, entre casas pequeñas y bocanadas de agua marina en la atardecida. Cuando llegaba a la altura de la Ciudad Jardín bajó Marta de la guagua. La casa del pintor estaba por allí cerca.

La casa de Pablo resultó ser un chalet feo, construido de espaldas al mar, cerca de la playa. Una casa de dos pisos, rodeada de un ruin jardincillo. Marta se había llegado allí a la salida del Instituto. Era una tarde gris, con el cielo lleno de pardela y de sueño. La casa parecía dormida y desierta, casi encantada. El portillo del jardín estaba abierto; había un corto caminito asfaltado hasta la puerta de entrada, entre unos arriates duros, donde se secaban unas plantas tristes, quemadas por el yodo del mar.

Marta se detuvo en medio del caminito de asfalto. Parecía que la hubiesen clavado allí, con sus sandalias, su chaqueta roja al brazo y su carterón de cuero. El pensamiento de que el pintor podía estar en casa, y de que quizá le viera unos minutos más tarde, la dejaba sobrecogida; había pensado tanto en él que le parecía fabuloso.

La puerta de entrada ostentaba un globo de cristal blanco, con la palabra "Hotel" en letras negras, y la misma palabra se veía formada por bolitas blancas entre los alambres de un limpiabarros. Desde aquella entrada se podía ver hasta el fondo de un pasillo con varias puertas pintadas de verde, y una escalerita estrecha de mosaico que subía hacia el piso alto.

A Marta le parecía haber dado un paso tremendo al venir siguiendo el impulso de su corazón hasta la casa de este desconocido; trataba de tranquilizarse repitiéndose que no tenía nada de particular que hubiese llegado ella hasta allí, teniendo el pretexto de devolverle su olvidado bloc de dibujos.

No vio llamador por ninguna parte. No se atrevía a romper aquel silencio que ahondaba el ruido del mar rompiéndose a espaldas de la casa. De tanto mirarlos le parecían cada vez más altos aquellos muros, y se sentía cada vez más insignificante. No podía marcharse, pero tampoco se decidía a dar un paso. Llegó a tener unas infantiles ganas de llorar.

Torpemente, con miedo, decidió dar la vuelta a la casa para ver si aparecía alguien que la orientara. A las espaldas del edificio encontró un trozo de jardín más acogedor que el de la entrada, bajando en un declive suave hasta un muro blanco que debía protegerlo del viento del mar y quizá de las mareas altas. Allí vio una pérgola cubierta de campanillas azules. En un rincón abrigado había unas papayas de hojas anchas, y animaban el jardín varias adelfas grandes y floridas. Una señora, seguramente huésped de la pensión, estaba sentada en un sillón de mimbre con una labor de punto en la mano; en aquel momento, quizá porque ya había poca luz, la estaba recogiendo. A su lado un niño jugaba con un cubo y una pala. Los dos la miraron lejanamente.

Marta, fingiendo indiferencia, pero muy emocionada, siguió dando la vuelta al jardín. Casi se asustó al ver salir de una puerta lateral a una mujer con un delantal azul y un cubo de agua en la mano, que volcó en unas enredaderas. Marta le preguntó por Pablo mientras daba gracias a Dios porque su voz hubiera salido tan tranquila.

– Entre por la puerta principal… La puerta del fondo del pasillo. No tiene pérdida.

Cuando Marta doblaba ya la esquina de la casa, la mujer la llamó. La muchacha, al volverse, vio que se fijaba mucho en ella, poniéndose la mano sobre los ojos para evitar la luz rojiza de la tarde.

– Oiga… No sé si está. Cuando su mamá vino esta mañana, parece que la señora le estuvo explicando que se había ido.

Marta, desconcertada por esta explicación incomprensible, dijo que ella buscaba a un señor cojo.

– Sí; ése es el que yo digo…

La mujer se encogió de hombros.

– No me haga caso… Vaya a ver.

La criada entró en la casa, y Marta no pudo pensar más en sus palabras absurdas. Aquel pasillo de puertas verdes la estaba llamando. Entró casi de puntillas, con un cuidado especial, totalmente injustificado, de no hacer ruido. Llamó débilmente a la puerta que le habían indicado. No contestó nadie, pero le pareció oír un susurro, una respiración. Llamó más fuerte. Entonces sintió solamente el silencio. Rozó el picaporte de porcelana blanca, y notó su frío en los dedos al tiempo que la puerta se abría fácilmente, como invitándola a pasar. Sin saber cómo, Marta se encontró dentro apoyándose en aquella puerta que acababa de cerrar a sus espaldas.

Enfrente de los ojos tenía una ventana con una mesita al lado, y detrás de la ventana llameaba el mar en el crepúsculo y se encendía un barco, lejos, junto al espigón del puerto. Era hermosísimo. Aquel colorido marino parecía invadir enteramente la habitación pequeña, anodina, y llenarla de una turbadora atmósfera emocional.

Marta, encantada y conmovida, como siempre que algo muy bello le entraba por los ojos, se fue tranquilizando. Comprendió que era mejor que Pablo no estuviese en su casa. Así podría mirar con más detenimiento todas aquellas cosas suyas.

La habitación era muy simple. Una cama, un armario, un perchero de pie, un lavabo de agua corriente, casi la llenaban. Pablo no había puesto allí ninguna fantasía; ni siquiera se veían papeles con dibujos, ni útiles de pintor. Nada suyo, ni una colilla en el cenicero… Sólo una gabardina colgando flaccidamente de la percha, indicaba que la habitación no había sido abandonada por completo, que desde dondequiera que estuviese aquel hombre volvería a su cuarto y vería otra vez el trozo de mar que Marta estaba mirando.

Marta tenía el ánimo lleno de fervor, como si estuviera en una iglesia. Todas las dudas que su educación le habían hecho sentir mientras llegaba hasta aquella casa quedaron atrás, se quemaron en aquel mar cobrizo que la noche iba rápidamente ensombreciendo. La persona que vivía con tal absoluta sencillez no podía tener esa espesa vanidad de los hombres contra la cual se previene a las muchachas y que enturbia y ensombrece la espontaneidad entre las relaciones de los sexos. Pablo, que era,. según Honesta, rico y famoso, vivía con la sencillez de un monje, y se interesaba por cosas tan nimias como son los poemas que una colegiala puede escribir sin haber salido nunca de su isla. Pablo, en su juventud, había escapado de una casa, seguramente llena de comodidades, para conocer la inquieta y áspera maravilla del mundo. Marta rechazaba la idea de que se hubiese escapado por interés, como le habían dicho, aunque su mujer fuese extravagante y fea, según contaban. Un hombre que ama la riqueza y que la tiene en sus manos, no busca un cuarto así, casi desnudo, junto al mar, para vivir. Entre las sombras que iban invadiendo la habitación, Marta buscó con los ojos alguna fotografía, algún recuerdo de la mujer a la que Pablo se había unido. Por ser mujer suya, Marta la adornaba con una serie de cualidades espirituales. Pablo tenía que haberse enamorado de su espíritu… En el cuarto no había nada de lo que ella buscaba.

La atmósfera de la habitación la llenaba, la calmaba toda. Perdía la noción del tiempo.

Apenas se daba cuenta de que los rojos del agua se ennegrecían, de que las sombras de los muebles se ahondaban en el cuarto. Tuvo como una sensación confusa de toda la ciudad fuera de aquellas paredes. De las calles por donde circulan automóviles, de las que están silenciosas y quietas, de las luces que se encienden detrás de las ventanas y el tañido de las campanas de las iglesias. Sabía que en un cuarto agradable e iluminado sus amigas estarían reunidas. Sabía que ella estaba sola y como desgajada de ellas. Sabía, en fin, que el dueño de esta habitación podía venir de un momento a otro y preguntarle qué hacía allí. Pero luego quizá sonriera. Quizá le pidiese que leyese ella alguna leyenda de Alcorah.

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