Carmen Laforet - La Isla Y Los Demonios

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`La propia Carmen Laforet comentó en una entrevista concedida al diario Falange de Las Palmas de Gran Canaria (el 18 de enero de 1959) que La isla y los demonios es la novela «que más he acertado, tiene mayor madurez, sentido del humor y poesía que Nada».
Laforet escribió La isla y los demonios impulsada por «un peso que estaba en mí hacía muchos años: el encanto pánico, especial, que yo vi en mi adolescencia en la isla de Gran Canaria. Tierra seca, de ásperos riscos y suaves rincones llenos de flor y largos barrancos siempre batidos por el viento».
El título de La isla y los demonios corresponde a las dos fuerzas que propulsaron su escritura: el recuerdo mágico del paisaje de la Isla y la red de pasiones humanas o «los demonios».
El hilo argumental de la novela, con el telón de fondo de la guerra civil española, está unido a la maduración de una adolescente, con sus ensueños, cegueras, intuiciones y choques. La acción acontece en Gran Canaria, pero, simultáneamente, la nostalgia de Madrid, traída a la Isla por los peninsulares, se va apoderando del relato de manera paulatina hasta que se incorpora a la persona de Marta Camino, quien, dejándose llevar por el deseo de escapar de la opresión familiar, empieza a sentir la atracción de esa tierra desconocida, la gran ciudad.`

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– Sí, sí pienso.

– ¿Sabes lo que yo haría si tuviese tu edad? Ayudar con todas mis fuerzas. Ser natural. Vivir. Tener ahijados de guerra y escribirles a ellos… Hacer algo. Algo que no sean versos ridículos.

– No son versos.

– ¿Eres tonta, o es que no me entiendes? No quiero leer tus bobadas.

Tan clara repulsa hizo sentir a Marta un complejo de perro apaleado. Reconoció que, realmente, pensaba en ella misma demasiado. Pero también pensaba en ellos, los refugiados, y los quería. Contaba con los dedos las faltas de hospitalidad que les hacían Pino y José. Aunque no los hubiese querido, habría sufrido por eso. En las casas canarias un huésped es sagrado. Se le ofrece lo mejor, ni los más humildes isleños faltan a esta tradición y Marta llevaba este sentimiento en su sangre. Pino también parecía comprenderlo así cuando hizo grandes preparativos para la llegada de los peninsulares y se enfadó por la roñosería de José que no quería hacer gastos nuevos para sus parientes. El día que llegaron les hizo preparar una comida de príncipes, sacando en su honor la más antigua y hermosa vajilla, la más bella mantelería calada, y los cubiertos de Teresa, que hacía años estaban guardados. En las camas, les puso, como correspondía, sábanas de hilo antiguo, bordadas de maravilla, que eran también del equipo de novia de Teresa, y que venían ya de la abuela de Marta.

Nada de esto se comprendía al ver el gesto malhumorado con que los acogió al día siguiente, y sus pullas constantes.

Marta hubiera querido explicarles, al menos, que en la isla la gente es acogedora, aunque en su casa no lo fueran. Pero a ella la huían.

Un día estalló al fin la tormenta familiar, y desde entonces Marta tuvo aquella extraña sensación de que había quedado en la vida definitivamente sola. Aquella sensación curiosa, insistente, que ya no la dejó nunca.

Pino y José, antes de la comida habían peleado como casi siempre, por cuestiones de dinero.

– Pues no haberte cargado con este hatajo de gandules, que no hacen más que criticarme…

Esta frase de Pino llegó desde el piso alto, escaleras abajo, a los oídos de todos. Y todos se hicieron los desentendidos como siempre.

Ya sentados a la mesa, y cuando en ocasión del postre llegó el enorme flan de Daniel como un reto, Pino contó que ella desde joven había trabajado con sus manos, y se había ganado su comida, cosa que muchos encontraban mal.

José comía vorazmente, como siempre, y con toda tranquilidad.

– Nunca he sido una carga para nadie -recalcó Pino.

Daniel, en medio de un silencio, pidió un salero a Marta. Ya no se atrevía a sacar su tic delante de José, que lo fulminaba con la mirada.

– Hay niñas mimadas, como Marta, que ni se zurcen las medias. No quieren más que leer, y luego, si las cosas les van mal, seguramente se irán a casa de unos parientes, a que las mantengan.

Matilde dijo: -Si esas cosas las dices por nosotros, en lo del trabajo tu marido tiene la palabra. Daniel habla inglés, y es posible que sea útil en su oficina. El otro día dijo que le hace falta gente. Estamos deseando vivir en la ciudad, independientes.

– ¡Claro…! ¡Aquí les tratamos tan mal…!

– ¡Por Dios, querida Pino…! nadie ha dicho nada. Haya paz… ¡Por Dios!, si lo que habéis hecho por nosotros…

Matilde, sin hacer caso a Daniel, siguió disparada.

– Muy mal lo pasamos en Francia. Pero peor lo pasan otros, en estos tiempos. Nunca fue nuestra intención estorbar en esta casa.

Se detuvo un momento, y con gran sorpresa de todos, se oyó la voz de Marta muy fuerte y clara:

– Pero, ¿quién puede decir que estorban? Esta es la casa de mi madre, ¿entienden? De mi madre y mía… Estamos muy contentas de tenerlos.

José dejó de comer. Se puso rojo y le destacaron en la cara los pálidos ojos azules. Nadie supo lo que iba a decir, porque en aquel momento le entró la histeria a Pino, y todos se asustaron. Empezó a gritar, mientras arrugaba el mantel trayéndolo hacia ella. Se volcaron vasos, y corrieron agua y vino sobre el mantel, que después de empaparse aún dejó gotear al suelo, durante un rato, aquel líquido rojizo.

– ¡Esto tenía que oír…! ¡No estoy en mi casa! ¡No estoy en mi casa! ¡Aquí amarrada a una loca, sacrificada, abandonada por mi marido por las noches…!

José se levantó y llamó a Pino mentecata, entre furioso y asustado.

– ¿Qué dices de las noches? ¿Qué tiene que ver…?

Lolita, que servía esta vez a la mesa, corrió a la cocina, tapándose la boca con las manos para no soltar la risa. En la misma puerta se tropezó con la majorera, que entraba al oír el escándalo.

– Abandonada por ti, sí…

Pino lloraba y se ahogaba. José le metió entre los dientes un vaso con agua. Los dientes castañeteaban contra el cristal, y el agua se derramó sobre el pecho de Pino.

Matilde fue quien ayudó a la majorera a sostener a Pino para subirla a su alcoba. Marta iba detrás, confundida. Se quedó al pie de la escalera, al fin, sin saber qué hacer. José la vio, cuando él también iba a subir, y le soltó una palabrota, y luego dos bofetones sonoros. Le marcó los dedos en las mejillas. Marta quedó quieta… Vio que la vieja Vicenta, ordinaria y obtusa, se paraba un momento para ver su humillación, pero que Matilde no se volvía. En aquellos segundos de pesadilla, notó que en un extremo del comedor, Daniel y Honesta se hacían los disimulados. A nadie le importaba que la castigaran. Tal vez lo creían justo, ya que había provocado aquel ataque de Pino. Dio media vuelta y salió al jardín. El aire y el sol, vivos y fríos, le empujaron el pecho, allí donde le dolía. Empezó a andar cegada. Llegó a un límite del jardín y siguió por la finca, entre las vides invernales, hundiéndose en el áspero y suelto picón hasta media pierna. Luego se tiró al suelo. El pequeño dolor de las porosas piedrecillas de lava clavándose en los brazos y en el cuerpo, la hizo llorar al fin. Frente a ella, en su hoyo clavado en el picón, un esqueleto de vid, con las últimas hojas secas, quemadas, pendientes milagrosamente de unas gruesas telas de araña; empezó a temblar detrás de unas difíciles lágrimas. Luego lloró más, suelta ya la pena a chorro, infantilmente, y ya no vio nada.

Se dio cuenta más tarde de que estaba con la frente apoyada en los brazos, y que su boca, muy cerca de la tierra, aspiraba su aliento profundo.

Estaba tan sola en el campo de viñas, con el aire frío pegándosele en la espalda, como cualquier pequeño insecto perdido entre la vegetación, sobre el inmenso mundo.

El sol y el viento hacían temblar sobre su cuerpo grandes espacios de oro que llenaban vacíos, colgaban entre las colinas, se cortaban por carreteras con árboles grandes, y tropezaban con los profundos azules de la cumbre. Ella estaba absolutamente sola con Dios. Los elegidos de su corazón la habían rechazado. Había soñado encontrar en ellos personas que tuviesen su misma alma. Pero apenas había podido atisbar en sus ojos inquietantes, penas, sabiduría… Ellos, ni habían querido mirarla. Habían rechazado sus manos tendidas y le daban la espalda.

Se sentó en la tierra, y dejó que el viento enfriara su cara y su cuerpo. Asustada, vio como a la luz de un relámpago, lo que los padres cariñosos y los buenos maestros, y las amigas tiernas, nos ocultaban siempre: la grande y desolada soledad en que se mueve el hombre. Cerró los ojos, como si realmente estuviese hiriéndoles algo. Luego volvió a la casa, seria. Sus pensamientos los concretó en la frase que se repetía siempre: "Esto es crecer, estoy creciendo".

Desde aquel día fue y vino del Instituto, sintiendo una lejana pena y un poco de resentimiento cada vez que encontraba a sus tíos. Hasta Hones, la más asequible, la menos interesante, se burlaba un poquito de ella porque, según decía, con sus dieciséis años, no había sido capaz aún de tener un novio.

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