– No veo por qué tanto enfado… Don Rafael bien vivía en Las Palmas con su nieta, y era padre de Teresa, no como tú, que no eres nada de ella, y me sacrificas a mí por esa loca.
– Cuando te casaste, ¿sabías o no que ibas a vivir aquí?
– Sabía que me casaba contigo.
– Pues casarse conmigo es vivir aquí, ¿entiendes? Aquí. Con Teresa. Cuando mi padre se casó con Teresa, ella era una chiquilla, pero como yo estaba delicado del pecho fue ella la que arregló esta finca para vivir siempre aquí. Por mí, ¿entiendes? Yo no había sido feliz nunca en mi vida hasta que vine a esta casa. Aquí me hice un hombre, aquí conocí lo que es un techo propio, una alegría, una tierra de uno. Teresa supo ser una buena madre, ¿entiendes…? Y ni por ti, ni por nadie, la dejo… Mientras ella viva, aquí vivo yo… Bien sabido. Bien sabido. Una mujer joven y sana tiene su vida amarrada a la vida de una loca. Se llevó las manos a las sienes. Le latían pesadamente. ¿Por qué estaba destinada a sufrir tanto? ¿Sería posible que nadie, ni su propio marido, la quisiera? Oyó a lo lejos, separado por los muros de la casa, el sonido de un piano. Entonces recordó a los peninsulares, y sin saber por qué, su alma se cargó de rencor. Ya habían tomado posesión de la casa aquellas gentes… Había esperado algo de ellos, hasta ayer. Una ayuda, una mano tendida… No sabía qué. Pero, ¡cómo eran! Eran horribles. Hones le había parecido una vieja prostituta, pero con muchas pretensiones, muchos remilgos. La otra, Matilde, peor. Tan fría, tan "superior" y encantada con aquel viejo melindroso que tenía por marido. Gentes finas. Con las narices arrugadas por si acaso algo les daba mal olor. ¿Cómo pudo pensar que iban a traer algún cambio a su vida triste? Venían a olisquear. A estorbar. A José su presencia no le imponía ningún respeto. Prueba de ello el paseo de la noche anterior contra el insomnio… Y eso después de haber discutido con ella sobre el dinero de la casa. Decía que no le iba a dar ni un céntimo más, a pesar de la llegada de los parientes. Que estaba seguro de que a Pino le sobraba… Ahora no podría ni sisar para sus pequeños gastos, y bien sabía Dios que la miseria de José hacía necesaria esta sisa. Debía estar loca esperando un alivio de gente nueva. Ahora le parecía que les odiaba… Todo lo que pensaba esta mañana estaba como emponzoñado. El piano le martilleaba en la cabeza… "Voy a llamar a la muchacha y a mandar que quienquiera que sea el maldito que toque, que se calle en seguida…"
Se levantó con las palmas de las manos húmedas. "Esto es debilidad." Un soplo de terror que antes la había cogido, volvió a atormentarla. Fue a abrir las maderas de la ventana. Pensaba sentarse en el tocador, y recoger un poco aquellos cabellos demasiado foscos. Su tocador le gustaba, y mirarse allí la calmaba un poco. Al pasar vio que a uno de los candelabros de plata que lo adornaban le faltaba una vela, y recordó lo sucedido dos noches antes. Le pareció tener delante de los ojos la cara de mosquita muerta de su cuñadita. Por un momento, la niña había demostrado lo que era: una soberbia, una rabiosa, con la cara sin sangre debajo de aquellas pecas que le sombreaban la nariz, con los ojos verdosos, pálidos de ira…
Pino, arrastrando las zapatillas, fue hasta la ventana. La abrió. Detrás de los cristales el esplendor del día hirió sus ojos un poco hinchados. Sin embargo, se detuvo a mirar. En el asiento de toldo se balanceaba alguien. Reconoció las piernas carnosas, bien hechas, de Honesta, y las de Marta tostadas por el sol, con la falda descuidadamente subida hasta la rodilla, y las sandalias blancas, que castigaba sin piedad contra el picón. Verlas así, de pronto, era como si chocaran contra ella aquellas dos mujeres.
Otra vez tuvo la sensación desagradable de que el corazón le resonaba dentro del pecho como un tambor. Estaba segura de que hablaban de ella. Marta vertería su veneno en los oídos de los tíos, y todos serían enemigos de Pino dentro de la casa. Había sido bien tonta de no pensarlo antes. Le parecía oír la voz de la niña, con su odiosa precisión.
"¿Pino?… No le hagan caso. Es una ordinaria, hija de una criada. Llama padrino a don Juan, el médico, que no sólo no lo es, sino que para colmo, es padrino mío… Lleva las joyas de mi madre siempre que se le antoja. Pero ella no tiene nada. Es una criada que se hizo un poquito más fina porque la madre tuvo suerte de entrar en casa de don Juan como ama de llaves. Pueden ustedes reírse de ella, que es una boba, y ni lo nota. Ayer, cuando se le derramó el té, y Matilde dijo que no tenía importancia, y se reía de ella, no lo notó. Ella y yo, no nos podemos ver. Desde que vine del convento y nos miramos, la desprecié. La desprecié, sí. Empezó a hablarme de novios y pretendientes que había tenido, y yo ni la escuchaba. Me hablaba de sus ilusiones, y yo ni la oía. Ella entonces tenía muchas ilusiones. Estaba recién casada. Creía que las madres de todas mis amigas la iban a recibir con los brazos abiertos, hasta no le hubiera importado hacer jerseys de punto para los soldados del frente con tal de estar con aquellas señoras. Luego se ha dedicado a hablar mal de ellas, pero yo sé por qué, todo le salió mal… Todo el verano viéndome salir de excursión con mis amigas, riéndome, volviendo cansada, feliz, y ella sola en casa. Un día le pregunté, a ver qué decía, para reírme, ¿saben?
"-¿Tú no tienes amigas, Pino? "¿Saben ustedes lo que hizo? No le hagan caso. Aquí nadie la defiende, si no es don Juan, el médico, que viene los domingos a comer y a pasar la tarde. El marido se le va por las noches…"
Sí, parecía que la estaba oyendo, y sólo Dios sabía cómo en este momento la odiaba. A ella, y a todo lo que había alrededor. A todo lo que ennegrecía su vida. A la maldita Teresa…
Estaba Pino tan abstraída que no oyó un golpe en la puerta de su alcoba. Entró Vicenta y se quedó mirándola.
Los peninsulares, el día anterior, habían encontrado pintoresca a Vicenta. Era sólo una mujer de aspecto campesino, con unas facciones obtusas, y unos ojos feroces y vivos, que desmentían la pesadez de los rasgos. Aquellos ojos se achicaban ahora mirando a Pino. Quedó unos segundos junto a la puerta, con un gesto de secarse las manos en un inexistente delantal. La cara de Pino tenía un color grisáceo junto a la claridad de la ventana. Se enterraba las uñas de una mano en la palma de la otra. Esto es lo que estaba viendo la majorera. Vicenta tenía el alma seca. El sufrimiento ajeno era como una especie de lluvia refrescante para ella. Su cara oscura pareció ensancharse con una maligna alegría, pero sólo duró unos segundos. Súbitamente se asustó como si hubiera visto un fantasma en la cara de Pino. Se conmovió todo aquel cuerpo, como si lo pasara una corriente eléctrica. Hizo un movimiento.
Pino se volvió, brusca, hacia ella.
Las dos se estuvieron mirando. Vicenta, quieta, con sus gruesos labios color de tierra algo más pálidos que de costumbre. Pino, con los ojos espantados, con una mano en el pecho, allí donde le golpeaba negramente el corazón.
De pronto, Pino pasó por delante de la majorera, con un gesto de desafío en los labios. Abrió la puerta de su cuarto, atravesó el pasillo, y bruscamente, brutalmente, se metió en la habitación de Teresa.
Había que poner la inyección a la enferma. Estaba entendido.
Vicenta, la majorera, entró detrás de ella. Tenía una voz áspera. Aspiraba las eses y las haches, como si una invisible j las hubiese raspado.
– ¡Cuidado, no la lastime…!
Había una sofocada orden, una velada amenaza, en la manera de decir.
Marta llegó a recordar más tarde aquel período de tiempo en que estuvieron sus tíos en la casa, como algo muy nebuloso y extraño. Ella se veía corriendo anhelante de unos a otros en aquella especie de sueño.
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