Dice mi madre que una tarde aquel hombre no apareció: desde que comprendió el vínculo que lo unía a la vida de su abuelo ella empezó a espiar en secreto su llegada, temiendo no verlo, y si estaba en las habitaciones altas de la casa se asomaba de vez en cuando a uno de los balcones en busca de su figura encorvada, o bajaba al portal y con cualquier pretexto permanecía cerca de su abuelo mientras el sol aún brillaba en las veletas de la Casa de las Torres y envolvía a las gárgolas en una luz rojiza, y al principio, los primeros días de su desaparición, quiso pensar que aquel hombre tal vez habría variado su camino, o que estaba enfermo, y más de una tarde, en la distancia y en la claridad confusa, lo confundió con otro, pero aunque ni ella ni su abuelo se dijeron nada un día se cruzaron sus ojos cuando él se levantó del escalón y entró despacio en el portal oscurecido y los dos supieron lo que estaban pensando, y desde entonces Pedro Expósito no volvió a salirse a la puerta para tomar el sol y casi dejó de hablar hasta con su perro. Fue entonces cuando mi madre empezó poco a poco a aceptar con lucidez y cobardía la posibilidad inconcebible de que su abuelo no tardaría mucho en morir, que desaparecería imperceptiblemente del mundo, del escalón donde se sentaba, del corral, de su silla de anea junto al fuego, igual que ese hombre había desaparecido sin rastro de una cierta hora de la tarde y de una esquina de la plaza de San Lorenzo. Y notaba con remordimiento que ya había empezado a alejarse de él por una ley despiadada que separa sin remedio a los vivos de los muertos igual que a los enfermos de los sanos y traza entre ellos una frontera invisible que ni el amor ni la compasión ni la culpa pueden quebrantar. Él la miraba ya desde el otro lado de ese límite, con una pudorosa expresión de piedad y renuncia, imaginando tal vez como recuerdo doloroso y futuro el rápido final de su adolescencia y su ingreso en la vida definitivamente cruel de las mujeres y los hombres adultos: adivinaba mirándola su timidez y su terror, el disgusto que le producía verse en los espejos, su incapacidad de no sufrir y de atreverse a desear lo que hubiera merecido. Habría querido protegerla como cuando era una niña y se cobijada entre sus rodillas, pero tampoco había sabido o podido proteger a su hija Leonor, y había padecido como una lenta humillación el desgaste de su belleza y de su juventud, aniquiladas por los partos continuos, el trabajo sin recompensa ni alivio y la brutalidad y la sinrazón de mi abuelo Manuel, a quien una vez le dijo: «Estás matando a mi hija con cuchillo de palo.» Ahora miraba a su nieta y veía repetirse en ella la cara predestinada de una víctima, pero estaba tan fatigado ya de la monotonía del dolor que sólo deseaba perentoriamente morir.
Cuando mi padre llegara de visita las primeras veces lo examinaría en silencio como a un probable enemigo: un muchacho muy serio, que la había rondado preceptivamente durante varios meses sin dirigirle la palabra, que se había detenido todas las noches debajo de su balcón y le enviaba cartas copiadas sin duda del mismo manual de donde las había copiado treinta años antes mi abuelo, no por falsedad ni por amor a la literatura sino porque era eso exactamente lo que había que hacer. Cuándo se conocieron, cuándo detuvo él por primera vez sus ojos en ella, por qué la eligió: grupos de muchachas tomadas del brazo paseando por el Real y por la calle Nueva las tardes de domingo, yendo con velos blancos a la misa de Santa María, volviendo a casa antes de que se hiciera de noche, desalentadas, con los pies doloridos por los zapatos de tacón, cubriéndose la boca con la mano cuando se reían. Para ella, que no salía casi nunca, subir a la plaza del General Orduña y a la calle Nueva sería como visitar otro mundo más parecido al cine que a la realidad, un vértigo de aventura y de promesas relucientes y amargas que no iban a cumplirse. La melena rizada, con la raya a la izquierda, un lazo o una flor de trapo en el pelo, la sonrisa insegura de quien aprieta los labios para que no se le vean los dientes, esa cara a la que dicen que se parece tanto la mía. Nadia mira la foto y sonríe al compararla en silencio conmigo. Las cejas, dice, la barbilla, los ojos, la negrura del pelo. Le gusta reconocer los rasgos que ama en alguien que no soy yo: igual que la memoria y que las palabras que decimos, tampoco nuestras caras nos pertenecen del todo. Lo entiendo ahora, cuando veo la mirada y los pómulos de Nadia en una foto de su padre, cuando reconozco una sombra o un rastro de su identidad en esas fotos de su hijo que hay repartidas con un cierto aire engañoso de azar por las habitaciones de la casa.
Pero estoy seguro de que ella nunca había pensado que un hombre pudiera elegirla: el amor era algo que les ocurría a otras mujeres, a las primeras muchachas de la vecindad que encontraron novio y dejaron de salir para siempre con sus amigas, a las mujeres de las canciones y de las novelas de la radio cuyos nombres decía el locutor en los programas de discos dedicados, el día de San Valentín. Postales con corazones atravesados por flechas y nubes de color rosa donde se tendían como en un colchón amorcillos que guiñaban un ojo, rimas en cursiva, galanes de pelo planchado y bigote de pincel que se arrodillaban ante señoritas como de otro siglo en pérgolas muy parecidas a las que se veían en los jardines pintados de Ramiro Retratista. Conversaciones en voz baja y risas sofocadas durante las clases de costura, en la cola de la fuente o en las cuadrillas de aceituneras, miedo y vergüenza y deseo humillado en la amenazadora penumbra de los confesonarios, junto a una celosía donde murmura penitencias una voz que no parece del todo masculina. Por la noche, antes de acostarse, cuando ya estaban apagadas todas las luces de la casa y sólo se oía el rumor de los animales en la cuadra, se acercaba temblando al balcón de su dormitorio y entreabría cautelosamente un postigo para ver aquella silueta inmóvil en la plaza, su sombra diagonal bajo la luz de la bombilla de la esquina, la lumbre del cigarro. Había escuchado sus pasos cuando bajaba por la calle del Pozo, había sabido con una temerosa incredulidad que era él, lo conocía de vista, era hijo de un hortelano y vivía cerca de allí, en la calle Chirinos, cerca y lejos a la vez, porque era más allá del Altozano, y esa plaza, tan grande y tan sombría de noche, tan batida por el viento durante los temporales, era como una tierra de nadie que separaba los dos barrios contiguos, el de San Lorenzo y el de la Fuente de las Risas, como si aún perdurara intacta la franja de la muralla medieval en la que hasta hace siglo y medio se abría la puerta gótica de la calle del Pozo. Se llamaba Francisco, lo conocía porque era amigo de su hermano mayor, mi tío Nicolás, algunos domingos los había visto juntos por la calle Nueva, iban siempre con otro un poco más pequeño que ellos, el primo Rafael, que fue el último de los tres en peinarse con el pelo hacia atrás y en usar pantalón largo. He reconocido sin vacilación a mi padre en una foto del archivo de Ramiro Retratista que nunca vi en mi casa, y al encontrar entre tantas caras en blanco y negro de muertos y desconocidos de Mágina sus rasgos tan próximos todavía a la infancia y sin embargo tan inalterablemente destinados a trazar su cara de adulto he sentido la misma íntima certeza de que entre todos los hombres sólo él era mi padre que cuando lo veía de niño conversando con otros o atendiendo a una nube de parroquianas locuaces en su puesto del mercado, alto y joven, con el pelo ya blanco, con una desconcertante jovialidad que no manifestaba casi nunca a los suyos, con una chaqueta blanca que a mí me parecía más limpia que la de todos los demás vendedores, de un blanco que brillaba con la misma blancura recién lavada de los tallos de las acelgas dispuestas sobre el mostrador de mármol.
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