Antonio Molina - El jinete polaco

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Un traductor simultáneo que viaja de ciudad en ciudad le cuenta su vida a una mujer, evocando en su relato las voces de los habitantes de Mágina, su pueblo natal. Así sabremos de su bisabuelo Pedro, que era expósito y estuvo en Cuba, de su abuelo, guardia de asalto que en 1939 acabó en un campo de concentración, de sus padres, campesinos de resignada y oscura vida, y de su propia niñez y turbulenta adolescencia en un lugar en plena transformación.
En un período de tiempo comprendido entre el asesinato de Prim en 1870 y la Guerra del Golfo, estos y otros personajes van configurando el curso de la historia de esa comunidad y de España, formando un apasionante mosaico de vidas a través de las cuales se recrea un pasado que ilumina y explica la personalidad del narrador. Esta prodigiosa novela, urdida en torno a circunstancias biográficas, se transforma en una peripecia histórica surcada por tramas que se entrelazan con la principal, la enriquecen y se enriquecen con ella.
El jinete polaco fue galardonada con el Premio Planeta 1991 y el Nacional de Literatura en 1992.

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Se les desbarata el orden de los días y la duración de las horas, se les desborda el tiempo en la crecida de un presente que abarca sus propias vidas y las de sus mayores, y las voces que llevaban años sin oír usurpan las suyas y les devuelven palabras y circunstancias olvidadas, anteriores a ellos pero cimentadoras de sus gestos, de su ebriedad de ternura, de conciencia y deseo, voces y canciones, recuerdos súbitos y obstinadas caricias, el gusto de desvelarse conversando y de dormir hasta las once de la mañana, la fatiga gozosa y absoluta que los empuja hacia el sueño, las expediciones en taxi para buscar cigarrillos o una cena tardía o una última copa, mirando tras el cristal una ciudad fugitiva y nocturna, de aceras nevadas y avenidas desiertas, de rascacielos iluminados en medio de la niebla, altos y solos como faros, y fruterías sin nadie reluciendo en las esquinas más oscuras, un Nueva York mucho menos real que la ciudad de la que están siempre hablando, Mágina, inaccesible en un futuro de seis horas más tarde, en un pasado donde los dos son extranjeros pero al que se sienten vinculados como al país de origen de sus padres. Regresan ateridos al apartamento, en el ascensor ya se van despojando de sus ropas de invierno y del frío y la hostilidad de las calles, abre tú, dice Nadia, le entrega la llave como un signo de que le ha entregado sin condiciones su vida, su cuerpo hermoso y castigado, lacerado y enaltecido por años de desgracia y minutos acuciantes de felicidad, al abrazarla la posee a ella en ese mismo momento pero también a todas las mujeres que han sido, las que abrazaron a otros y temblaron igual que ahora mismo y les dijeron palabras que sólo ahora parecen cobrar su verdadero sentido, la muchacha que vivió unos meses en Mágina y la que se quedó sola en Madrid en el invierno de mil novecientos setenta y cuatro y la mujer que notó en su vientre el latido cálido y extraño de un hijo y se abrió desangrada para arrojarlo al mundo, la rubia que se llamó Allison durante una sola noche en un hotel de Madrid y la pelirroja que apareció como casualmente y para siempre en la cafetería del Doral Inn de Nueva York, la que sonríe con una camisa púrpura y un pantalón vaquero en una foto tomada en Central Park, la que se parece en la expresión de los ojos y en la forma de la boca a un militar español fotografiado en Mágina hace cincuenta y cinco años y a un niño americano y rubio que nació en mil novecientos ochenta y cuatro: se abandona a ella hasta perder la conciencia y convertirse en su sombra y su doble y sólo entonces se siente en posesión de sí mismo, se cobija desnudo bajo el edredón de una cama donde meses atrás aún dormía otro hombre y lo apacigua el sentimiento, exótico para él, de encontrarse justo en su sitio, en la médula perezosa y tranquila de su biografía, le habla a Nadia de su vida y le cuenta lo que le han contado sus abuelos y sus padres y en el asombro y en la atención de ella reconoce sus propias ganas de saber, el ansia antigua de escuchar a otros y descubrir en ellos su más oculta identidad.

Abre los ojos, no mira el reloj, intenta calcular la hora según la luz ambigua de la ventana, ve en la pared el grabado del jinete polaco y quiere acordarse con obstinación imposible de una noche de su vida que sólo existe porque ella nunca la olvidó, imagina al comandante Galaz detenido frente al escaparate de un anticuario de Mágina, o acodado en una mesa de madera desnuda, frente a una pared, un correaje y un revólver, o asomado a un paisaje que ya no pertenece del todo a su propia memoria, el anochecer de julio en el valle del Guadalquivir, la Sierra azulada al otro lado del río, deja a Nadia dormida y sale al comedor para abrir de nuevo el baúl de Ramiro Retratista, busca, entre tantas caras de desconocidos, las fotos de sus abuelos y de sus padres, intenta agruparlas según un orden cronológico, y es como subir de niño a las habitaciones prohibidas de la casa en la plaza de San Lorenzo y buscar en los cajones, debajo de la ropa doblada, en el fondo de los armarios, donde estaba el uniforme de la guardia de asalto y la caja de lata llena de billetes con el escudo almenado de la República, como mirar de nuevo las fotos de los bisabuelos con sus caras de difuntos etruscos y los uniformes y los trajes de novia, procurando que no sonaran sus pasos en las baldosas sueltas y que su abuela Leonor no sorprendiera su búsqueda, ajeno a la vida obligatoria del trabajo y de los juegos en la calle, inmune al peligro y fortalecido en la soledad, en una penumbra de habitaciones como salas de museo, con muebles que nunca fueron usados, con vajillas intactas tras los cristales de los aparadores, extraviado y feliz, abriendo armarios y levantando tapas de baúles que despedían el olor denso y tamizado del tiempo en el que aún no había él nacido, encontrando objetos enigmáticos, un almirez de bronce, una sombrilla de seda desgarrada, unos zapatos infantiles que tal vez fueron de su madre, una cartilla de racionamiento, una funda de cuero con forma de pistola, un frasco de colonia vacío. desdoblando cartas escritas por su abuelo Manuel desde el campo de concentración y leyendo titulares sobre la muerte de Hitler o la guerra de Corea en las hojas de periódicos mordidas por la polilla que forraban el interior de los cajones, descubriendo con estupor en las fotografías la juventud de sus abuelos y la infancia de sus padres, viéndose a sí mismo tal como era a los tres o cuatro años, la cara redonda, las piernas muy delgadas, el flequillo recto sobre los ojos, una camiseta a rayas y un sombrero cordobés, sentado en lo alto de un caballo de cartón que parece enorme, con una débil sonrisa que tal vez al cabo de unos segundos se convertiría en llanto, porque le daba miedo el tamaño del caballo y lo creía de verdad: no recuerda, está viendo, se desprende del olvido como de unas escamas que lo hubieran cegado parcialmente desde no sabe cuándo, ve las caras y las luces de Mágina en un anochecer de invierno que sucede simultáneamente en su memoria y en la inalcanzable realidad de la plaza de San Lorenzo y de los miradores, en el pasado y en el presente, en su propia vida y en las vidas de otros que están vinculados a Nadia y a él por lazos invisibles de casualidad o de sangre que ahora cobran la forma desconcertante de su doble destino: mira, éste sería el médico don Mercurio, y el libro que tiene abierto sobre la mesa es esta misma Biblia, mira a mi padre cuadrándose en la escalinata del ayuntamiento la noche del 18 de julio, mira a mi bisabuelo Pedro, el del pelo blanco, el que está sentado en el escalón y acaricia el lomo del perro, Ramiro Retratista tuvo que esconder la cámara detrás de una ventana para hacerles la foto, por eso se ve en un ángulo la sombra de un barrote, mira a mi abuelo Manuel y a mi abuela Leonor, a mi madre, que no debe de tener aquí más de once o doce años, te pareces a ella, dice Nadia, espera, quién es éste tan serio, con esa cara de pena, pues quién va a ser, el inspector Florencio Pérez en su despacho de la comisaría, fíjate en ese objeto que se ve al lado de su mano, es un pisapapeles de la basílica de Montserrat, no había vuelto a acordarme desde aquella noche, cuando me detuvieron y él me salvó, pero esta foto se la hicieron muchos años antes, mira la cara de mi madre el día de su boda, y mi padre, con su chaqueta de smoking alquilada, a él te pareces en los ojos, míralo aquí diez años más joven, en la moto alemana de Ramiro Retratista, el que está a su lado en el sidecar es su primo Rafael, aparta con impaciencia una hojarasca de fotos de desconocidos para seguir buscando las caras de los suyos y mostrárselas a Nadia y contarle sus vidas, dudando a veces al identificarlos, yo creo que éste es el tío Rafael, ésta es la foto que había colgada en el comedor de la casa de su hijo cuando mi padre y yo lo visitamos en Leganés, y el que sonríe junto a Carnicerito de Mágina el día de su alternativa es Lorencito Quesada, míralo qué orgulloso, cómo le pasa la mano por el hombro, mira a mi amigo Félix con sus padres, una mañana de domingo, seguro, delante de la estatua del general Orduña, qué raro sería para él ver esa foto en la que su padre está de pie y es joven y no yace todavía pálido y sin afeitar en una cama de la que ya no volvió a levantarse.

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