Antonio Molina - El jinete polaco
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En un período de tiempo comprendido entre el asesinato de Prim en 1870 y la Guerra del Golfo, estos y otros personajes van configurando el curso de la historia de esa comunidad y de España, formando un apasionante mosaico de vidas a través de las cuales se recrea un pasado que ilumina y explica la personalidad del narrador. Esta prodigiosa novela, urdida en torno a circunstancias biográficas, se transforma en una peripecia histórica surcada por tramas que se entrelazan con la principal, la enriquecen y se enriquecen con ella.
El jinete polaco fue galardonada con el Premio Planeta 1991 y el Nacional de Literatura en 1992.
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Cuando peor me sentía me acordaba de ti. Calculaba tu edad, porque me habías dicho que te faltaban seis meses para cumplir dieciocho años, me preguntaba qué aspecto tendrías, si estarías gordo o calvo, si te habrías casado, si habrías sido capaz de llevar a cabo todos los propósitos que me contaste aquella noche: pensaba en los míos de entonces y estaba segura de que tú también los habrías abandonado. Me repetiste un verso de una canción de Jim Morrison: queremos el mundo y lo queremos ahora. Querías irte de Mágina y no volver nunca. Me pediste que te contara cómo era Nueva York y qué se sentía al volar de noche sobre el Atlántico. Tú no habías visto el mar y ni siquiera habías viajado en tren. Tenías diecisiete años, sólo habías salido de Mágina para ir a la capital de la provincia, no habías besado a ninguna mujer. Yo fui la primera que besaste. No sabías hacerlo, apretabas la boca cerrada contra la mía y respirabas muy fuerte. No me mires así, es verdad lo que te estoy contando. Venías por el corredor del palacio de Congresos con los mismos andares que cuando te acercaste a mí en la acera del instituto. Me acuerdo hasta del nombre de la calle: avenida de Ramón y Cajal. Por un momento pensé que tú también me habías reconocido, porque me mirabas muy fijo, pero cuando llegué frente a ti desviaste los ojos. Aquella noche, al verme, procurabas caminar erguido, pero se te notaba desde lejos que no podías mantenerte en pie. Estabas muy despeinado, te brillaban mucho las pupilas, llevabas un cigarrillo apagado en la boca. Acababan de dar las doce y no había en la calle nadie más que nosotros. Venías hacia mí al mismo paso que yo, íbamos a cruzarnos como otras veces, casi rozándonos, sin que tú me miraras. Te quedaste quieto y yo también me detuve. Ni se me había ocurrido hablarte. Vi que te apoyabas en una farola y que estabas muy pálido y me dio lástima de ti. Llevabas los faldones de la camisa fuera del pantalón y el sudor te brillaba en la cara. Me acerqué a ti sin pensarlo, te pregunté si te pasaba algo y si podía ayudarte. Fuiste a hablar y el cigarrillo se te cayó de la boca. No era lástima lo que sentía, sino compasión, porque yo también estaba desesperada esa noche y me veía reflejada en ti. Era la primera vez que me mirabas a los ojos, pero yo creo que no reparabas en mi cara ni comprendías mi presencia. Me pasé uno de tus brazos por los hombros y estreché tu cintura: pesabas mucho, te daban escalofríos, no te podías sostener en pie. Olías a ginebra, pero por el brillo de tus pupilas y la expresión floja de tu boca me di cuenta de que también habías fumado hachís. Intentabas hablar y se te enredaba la lengua, repetías un nombre. Conseguí llevarte hasta el parque Vandelvira y te senté en un banco junto a la fuente luminosa. Me pedías que te dejara, te quedabas mirándome con los ojos vidriosos y me preguntabas en inglés quién era yo. Apoyabas los codos en las rodillas y la cabeza se te descolgaba poco a poco hacia el suelo, ibas a vomitar. Mojé mi pañuelo en la fuente y te lo pasé por la cara: lo lamías con la boca abierta, me lamías las manos, pero te daban arcadas otra vez y yo te empujaba hacia adelante y te sostenía la cabeza para que no te vomitaras encima. Tardaste muchísimo en lograrlo, te quejabas, me apretabas contra tu cara la mano en la que tenía el pañuelo, y al final te quedaste gimiendo con la cabeza caída y yo te limpié un hilo de baba que te seguía colgando de la boca. Hice que levantaras la cabeza, volví a empapar el pañuelo para mojarte la cara y estuve abrazada a ti hasta que dejaste de temblar. Dijiste que no podías volver a tu casa, que no tenías la llave, que no te acordabas del camino. Mirabas a tu alrededor como si te hubieras despertado en una ciudad que no conocías. Hablabas muy bajo y muy seguido, medio delirando, y cuando te propuse que fueras a mi casa respondiste que no moviendo mucho la cabeza, estabas obsesionado con lo tarde que era, pero tampoco querías ir a la tuya porque tendrías que despertar a tus padres. Te ayudé a levantarte, ya te sostenías mucho mejor, te pasé el brazo por la cintura y me gustó la fuerza con que me estrechabas, me decías que nunca habías abrazado por la calle a una mujer, ni por la calle ni en ningún otro sitio, y me apretabas la cadera con una mano muy abierta, ya no me preguntabas que adónde íbamos, te dejabas llevar, muy dócil, borracho perdido, atontado por el hachís, con las pupilas muy dilatadas y una sonrisa como de estar soñando lo que veías y lo que me contabas en ese inglés tan raro que estaba hecho de zurcidos de canciones. Decías algo y se te olvidaba en seguida, dos o tres veces me preguntaste mi nombre, lo repetías como si te gustara mucho, me dijiste que me llamaba igual que la novia de Miguel Strogoff y a continuación empezaste a contarme el libro, pero se te olvidaba el argumento, decías que las palabras eran un hilo y que si dejabas de hablar el hilo se rompería y se te borrarían todas de la memoria, por eso hablabas tan rápido, tan angustiosamente, y era inútil pedirte que repitieras algo que yo no había entendido porque ya no te acordabas. Te llevé a mi casa, pero no querías pasar del vestíbulo, te daba mucha vergüenza y otra vez te volvía a obsesionar lo tarde que era, te hice entrar de la mano, te dejé sentado en el sofá mientras iba al dormitorio de mi padre, que ya tenía apagada la luz, pero que seguramente estaba todavía despierto. Cuando volví al comedor tú mirabas el grabado del jinete, decías que era Miguel Strogoff, y luego que te recordaba a los jinetes en la tormenta de Jim Morrison. Puse muy bajo un disco de Carole King y preparé café, y mientras lo bebíamos tú seguiste hablando, me contaste tu vida entera, lo que acababa de pasarte esa noche, lo que querías hacer cuando te marcharas de Mágina, hablabas con una mezcla de candidez y temeridad y de miedo y orgullo que yo no había encontrado en nadie y que después tampoco he vuelto a encontrar. No sabías nada y querías saberlo todo, no habías estado en ninguna parte y me hablabas de ciudades y países a los que querías ir como si ya hubieras regresado de ellos, no habías tocado a ninguna mujer y se te notaba en los ojos una predisposición para el deseo que era la misma de ahora, sólo que más escondida y más torpe. Ya no me rehuías la mirada, estábamos sentados en el sofá oyendo a Carole King y te quedaste callado, vi que tragabas saliva, que sin darte cuenta te ibas inclinando hacia mí, pero no sabías besar, yo te pasaba la lengua por los labios y tú no los separabas, me rozabas la blusa y no te atrevías a apretarme las tetas, yo tuve que empujarte con mis manos para que lo hicieras, y pensaba mientras tanto, estás loca, mi padre podía salir del dormitorio y sorprendernos, pero en ese instante me daba igual, no era excitación lo que sentía, sino una dulzura muy tranquila y al mismo tiempo llena de extrañeza, como la que me provocaban entonces algunas canciones, como si estando contigo no tuviera la obligación de fingir ni de temer nada. Te apartabas de mí para mirarme, pero volvías a encontrarte mal, era otra de esas oleadas angustiosas del hachís, de pronto parecías verme muy lejos, respirabas con la boca entreabierta, te tranquilizabas acariciándome la cara y el pelo.
Eran más de las cuatro cuando pasamos por la plaza del General Orduña camino de tu casa. Cruzamos abrazados toda la ciudad, yo recostaba la cabeza en tu hombro y te hacía preguntas sobre tu vida y sobre tu familia, te pedía que me explicaras cosas del trabajo en el campo, pero de eso no querías hablarme, te quedabas serio y cambiabas de conversación. En la esquina de aquel palacio que tenía cabezas de monstruos o de pájaros en los aleros me dijiste que te dejara solo. Qué miedo tenías, estabas muy pálido otra vez, apretabas las mandíbulas y te mordías los labios. Casi no me besaste, parecía que te daba vergüenza mirarme, me volviste la espalda y fuiste andando hacia tu casa muy cerca de las paredes. Tropezabas, estuviste a punto de caerte. Yo seguí esperando hasta que te vi decirme adiós: eso fue todo. Al otro día ya no me conociste. Me acordaba de esa noche y era como si hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, o como si la hubiera soñado. Pero yo nunca he tenido sueños así. Mi padre y yo nos marchamos de Mágina a principios de julio. Él quería volverse a América, pero yo no. En Madrid encontré trabajo en una agencia de viajes. Mi madre me había dejado en su testamento unos miles de dólares. Para nosotros la vida en Madrid era entonces mucho más barata que en Nueva York, pero mi padre no quería quedarse. Me dijo que ya no soportaba España, que había tardado demasiado tiempo en volver. Todo lo irritaba, compraba un periódico y lo tiraba en seguida en una papelera, si yo ponía la televisión para ver las noticias se marchaba, decía que se estaba convirtiendo en un viejo intratable y me pedía que lo disculpara, y es verdad que ya no era el mismo de un año antes. Pero yo me negaba a aceptar que en el fondo prefería que me dejara sola. El día que mataron a Carrero Blanco tuvimos por primera vez una discusión a gritos: no me permitió que saliera a la calle. No aprendes, me decía, no te das cuenta de lo que pasa en España, no sabes que cualquiera de esos desalmados puede dispararte un tiro. Pero yo me quedé y él se marchó. Vendió la casa de Queens y se fue a vivir a una residencia de ancianos en New Jersey. Allí tenía un amigo, otro veterano del ejército de la República. Pasamos años sin vernos. Lo visité con Bob para invitarlo a nuestra boda, se lo quedó mirando de arriba abajo, le estrechó la mano, le pidió que nos dejara solos unos minutos y me dijo que otra vez me iba a equivocar. Al nacer el niño me pareció que se reconciliaba un poco conmigo, o que se enternecía al acordarse de cuando yo era pequeña. Le hacía los mismos juegos que a mí y le contaba cuentos de Calleja, y a mi marido se lo llevaban los demonios, porque decía que eran cuentos demasiado crueles para la mente de un niño. Yo disimulaba delante de mi padre, igual que conmigo misma, pero en cuanto nos quedábamos solos me miraba con esa seguridad que siempre tuvo de adivinarme el pensamiento y me decía: te advertí que era un error. No quiso que yo supiera lo enfermo que estaba. El mes pasado me llamaron de la residencia para decirme que le quedaba muy poco tiempo de vida. Desde entonces no me separé de él. Le hablé de ti, se sonreía cuando yo le contaba la sorpresa de haberte vuelto a ver en Madrid, me pedía detalles, me dijo que iba a morirse con la tranquilidad de estar viéndome de nuevo como yo había sido cuando viajamos juntos a España, los primeros días, en Madrid, cuando bajábamos del brazo por la calle Velázquez y él me invitaba a berberechos y a vermú en los merenderos del Retiro. Tú no puedes saber cómo habías cambiado, me decía, lo demacrada y flaca que estabas, parecías una de esas americanas histéricas. Me sentaba a su lado en la cama y me pasaba horas escuchándolo. Los últimos días casi no hablaba, porque le faltaba el aire. Murió mientras dormía. Yo le dejé dormido una noche y ya no se despertó. La enfermera me dijo que tenía los ojos cerrados y una mano sobre el pecho, y la otra colgando fuera de la cama. Después del entierro me quedé dos días más en el albergue. No lloraba, no me podía creer que mi padre estaba muerto. Pensaba que si no fuera por mi hijo no habría nadie de mi sangre en el mundo. Me acordé de la mujer en la silla de ruedas, del hombre vestido de oscuro y del militar un poco más joven a los que vi una vez en aquella iglesia de Madrid. Pero ellos no tenían nada que ver conmigo, y ni siquiera con mi padre, al menos con el hombre que yo había conocido. Acababa de llegarme la notificación del divorcio y yo me llamaba otra vez como él. No sabes qué orgullo sentí al firmar los papeles que me presentaban en el hospital con mi verdadero apellido, Galaz. Me quedé muy sorprendida cuando me llamaste Allison en el comedor del palacio de Congresos, hasta me dio rabia, y estuve a punto de decirte que ése no era mi nombre, pero al mismo tiempo me gustaba que te hubieras fijado con tanto disimulo en la etiqueta de mi solapa, y estabas tan satisfecho de tu golpe de efecto que preferí no romper el malentendido: sería un modo de observarte como si tú aún no me vieras, yo permanecería oculta para ir descubriendo qué había sido de tu vida en todos estos años y en qué te habías convertido. Porque recelaba de ti, a veces eras exactamente el mismo y otras me parecías uno de esos ejecutivos internacionales, y lo peor era que no tenía tiempo, regresaba a América a la mañana siguiente, no quería arriesgarme a una situación falsa o a un desengaño pero tampoco perder la ocasión increíble que se me estaba ofreciendo, así que decidí en un instante cambiarme a tu hotel, y cuando nos arrodillamos debajo de la mesa a recoger los folios que se me habían caído y nos echamos a reír ya estaba segura de que me gustabas, pero tenía que ser prudente, parecías tan serio que me daba miedo lo que pudieras pensar de mí si me mostraba demasiado dispuesta. Me iría rápidamente a trasladar mi equipaje, y si tú no me proponías una cita buscaría el modo de encontrarme contigo por casualidad cuando acabara la sesión de la tarde, pero todo se me torció, quedé atrapada en un atasco, en el hotel tardaron horas en darme habitación, no me daba tiempo a llegar al palacio de Congresos y me arriesgué a sacrificar la prudencia para llamarte por teléfono, comunicaba siempre, decidí ir a buscarte, pero era la hora de cierre de los comercios y no pasaba ni un solo taxi libre, pensé que lo más razonable sería quedarme esperando en el hotel, pero me faltó paciencia, así que cuando conseguí un taxi y llegué al palacio de Congresos ya no quedaban más que las limpiadoras. Vuelta al hotel, toda la Castellana abajo, tenía los nervios de punta, me sacaba de quicio la lentitud del tráfico y habría sido capaz de amordazar al taxista para que se callara, llamé a tu habitación, pero no estabas, me preparé un baño, acababa de meterme en el agua cuando sonó el teléfono, resbalé en las baldosas, ni me dio tiempo a pensar que podías no ser tú, era aquel pelmazo que hablaba de Hemingway, él y Sonny habían recorrido todo Madrid en mi busca y estaban encantados de invitarme a cenar. Lo habría estrangulado con el cable del teléfono. Le dije que estaba muy cansada: le daba lo mismo, cenaríamos en el hotel. Porque además se le notaban ganas y una cierta esperanza de acostarse conmigo: recién divorciada, pensaría, sola en Madrid, con un trabajo inseguro en una revista donde casualmente él tiene mucha influencia. Cuando tú apareciste en lo primero que pensé fue en pedirte socorro. Yo te veía mirarlo de lado durante la cena y pensaba, se va a ir, está a punto de salir corriendo. Buscaba tus pies debajo de la mesa y estaba tan aturdida que tropecé con los suyos, menos mal que me di cuenta, porque se quedó callado y empezó a sonreírme, hasta me guiñó un ojo, con mucho disimulo, levantando la copa para que ni tú ni Sonny lo advirtierais.
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