Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala - Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos

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Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos: краткое содержание, описание и аннотация

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Para el autor recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente a pie en la llamada guerra de Africa. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, al heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror.

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La conversación sobre el desierto encuentra un apoyo entusiasta en Eduardo, que nos cuenta algunos de sus recuerdos de Mauritania: los estrambóticos controles militares, el viaje de cientos de kilómetros con la suspensión del todoterreno a punto de quebrarse, o el tuareg que les conducía y que cuando las cosas se ponían feas murmuraba estoicamente bismillah (que significa "en el nombre de Dios", pero también podía interpretarse en aquel contexto como "sea lo que Dios quiera"). Los ojos se le iluminan a mi amigo al hablar de los amaneceres y las noches del desierto, o al describir el aspecto de las calles de Nuakchott de madrugada, llenas de gente tumbada al raso para huir del calor.

De vuelta al hotel, entre el jaleo de alguna celebración nupcial que promete prolongarse hasta más allá de la medianoche, se mezcla en nuestra mente esta evocación del desierto lejano con todas las impresiones de nuestro pri mer día en el Rif. Poco después dejamos caer la cabeza sobre la almohada. Yo lo hago a oscuras, sin preocuparme de comprobar la blancura de la sábana, precaución que sí toma Eduardo para inferir, según nos contará al día siguiente, que la suya conserva el rastro de un durmiente anterior. Qué más da. Dormimos profundamente, sin sueños. Ya hemos soñado bastante durante el día.

Jornada Tercera. Alhucemas-Xauen

1. La bahía

Despertamos temprano, con los ruidos de la calle. También ayuda el escozor de los brazos, el cuello y las piernas. Pese al derroche de crema protectora, estamos abrasados. En mi caso, lo peor es el brazo derecho, que el día anterior he llevado alegremente fuera de la ventanilla. Gracias al efecto combinado del sol y del aire ha adquirido un inquietante color carmesí y su temperatura es un par de grados superior a la del resto. Nos aseamos con los escasos medios que el hotel proporciona, aunque en su honor resulta forzoso consignar que el agua caliente es rápida y abundante.

Tomamos un buen desayuno, con café (fuerte y amargo), zumo, pan y unos bollos macizos bañados en un tosco chocolate. Desayunamos en el café que hay al lado del hotel, en la terraza que tiene dispuesta sobre la estrecha acera frente al trasiego ya notable de la calle. A nuestro alrededor, como siempre, unos cuantos marroquíes silenciosos nos observan. De dos en dos o de tres en tres, se demoran ante su té con hierbabuena y miran pasar la vida por delante de ellos, sin demasiado deseo aparente de intervenir.

Retrocedemos hacia Axdir. Nuestra intención es bajar a la playa frente al Peñón de Alhucemas, para acercarnos al mar. Tomamos una carretera que lleva al Club Méditerranée, un complejo turístico vallado y oculto por una frondosa arboleda. En nuestra ingenuidad pretendemos incluso entrar en él y servirnos de su carretera para llegar a la playa. Pero el vigilante nos indica que no podemos pasar. Por más que Hamdani se esfuerza en tratar de convencerle, alegando que sólo queremos tomar unas fotografías del peñón, el vigilante se muestra inflexible. Iba correctamente uniformado, como sin duda gusta a las solteronas francesas que vendrán a solazarse a este lugar, y observa con desdén nuestra indumentaria. Sus abuelos habrían inspirado terror a las solteronas francesas de su época; él cuida de que nada turbe la paz de las de la suya.Con eso consigue comer mejor que sus paisanos. Nada tenemos nosotros que reprocharle.

La alternativa es tomar un camino de tierra, o más bien de arena, que rodea el complejo y lleva hacia la parte no acotada de la playa. No parece aconsejable para el coche, así que dejamos a Hamdani junto a él y nos encaminamos a pie. Es temprano pero el sol ya castiga, y durante la breve caminata celebramos haber tenido la precaución de bajar con nosotros una botella de agua. Aparte del calor, el paseo resulta grato. Los olores, el ruido de las chicharras, el suave aire del mar. Hacia atrás se ven los montes pelados y amarillos, y sobre uno de ellos la torre delgada y blanca de una mezquita. Un hombre viejo vestido de chilaba blanca sube con un borriquillo. Llegamos a la playa.

En la playa, bastante ancha, no hay arriba de veinte personas. Eso sí, cuenta con un chiringuito completamente equipado. Su megafonía arroja al aire, a todo volumen, vieja música de los Bee Gees. De frente, sobre la apacible superficie del Mediterráneo, podemos ver los triángulos de los veleros con los que los felices huéspedes del club contiguo distraen su ocio. Más allá, como una estampa anacrónica, se divisa la solitaria fortaleza en que España convirtió hace siglos el islote que sobresale en medio de la bahía. Gracias a unos prismáticos y al teleobjetivo de una de nuestras cámaras, conseguimos verlo con mayor detalle. Los paredones naturales han sido continuados con murallas de piedra, hasta completar una plataforma elevada de unos cuarenta o cincuenta metros de altura. Sobre ella se asientan una veintena o acaso una treintena de edificios encalados, entre los que sobresale una torre rectangular. A la derecha de esa torre hay un mástil muy alto, y en la punta ondea la bandera roja y gualda, deslumbrada bajo el sol de África.

España ocupó el imponente pedrusco en 1673 y mantiene de forma más o menos legítima su soberanía sobre él desde 1767, año en que el sultán se lo entregó oficialmente para ser utilizado como presidio a cambio de un apoyo coyuntural contra los otomanos. Las defensas naturales y artificiales de la fortaleza, unidas a su situación aislada en medio del mar, a unos dos kilómetros de la costa, la hicieron casi inexpugnable. Incluso en los días oscuros de las campañas contra Abd el-Krim el peñón tuvo guarnición española, con lo que se daba la paradoja de que Alhucemas, el objetivo inalcanzable por tierra, se ofrecía constantemente a los ojos de las tropas que soñaban con invadirla. Y al revés, los beniurriagueles vigilaban todo el tiempo el peñón. Hacia 1890, mucho antes de que la guerra comenzara en serio, tenían permanentemente cien hombres apostados en la bahía para prevenir cualquier desembarco de los españoles. Los barcos de la Armada se acercaban por allí a aprovisionar y también en misión de reconocimiento, pero después del desastre debieron ser más cuidadosos. El 19 de marzo de 1922 el buque Juan de Juanes fue hundido por los rifeños, utilizando un cañón capturado a los españoles. Durante los años siguientes, el peñón fue frecuentemente machacado por la artillería enemiga, que estuvo a punto de echar abajo sus muros.

Desde el peñón miraban esta playa, y esta playa, y más allá de ella Axdir, sobre los montes que ahora tenemos a nuestra espalda, eran el corazón del enemigo. Ningún español podía poner aquí los pies, salvo si estaba desarmado y sometido al capricho de los inclementes beniurriagueles. La primera excepción de esta clase fueron los quinientos y pico prisioneros de Monte Arruit, que pasaron aquí su cautiverio de dieciocho meses, haciendo trabajos forzados para los rifeños. De ellos se salvaron trescientos y pico, contando una cuarentena de civiles, de los que a su vez una treintena eran mujeres y niños. Llama la atención que aquellos guerreros sanguinarios, que cortaban sus órganos a los soldados y se los metían en la boca para que se asfixiaran, fueran capaces de respetar la vida de treinta y tantos niños y mujeres y devolverlos a Melilla. Habría merecido la pena escuchar lo que tuviera que contar cada uno de esos prisioneros, después de vivir el pánico, la dureza de su prisión y el desenlace inimaginable del regreso a casa. Nos ha llegado al menos el testimonio de uno de ellos, el sargento Francisco Basallo, un curioso héroe que organizó la atención sanitaria a los enfermos y heridos y que dejó sus experiencias reflejadas en unas Memorias del cautiverio . En ellas refiere las privaciones de los españoles y las extorsiones continuas de quienes los custodiaban. Por hablar sólo de los que estuvieron después del desastre en Axdir, principalmente jefes y oficiales, cabe reseñar que al general Navarro le hicieron pasar las navidades de 1922 encadenado y atado a un poste como un pe rro. Poco antes le habían obligado a acarrear piedras para construir garitas bajo el fuego de artillería que hacían los españoles desde el peñón. A fin de aumentar el escarnio, los rifeños solían tocar la Marcha real mientras humillaban a los españoles. El general y los oficiales se hacinaban en un habitáculo mísero y oscuro, y las condiciones de los soldados y los civiles en los campos de internamiento de Ait-Kamara fueron todavía más duras. En definitiva, si no los mataron a todos, fue por la esperanza de obtener el rescate que finalmente se pagó por ellos. Más adelante habría otros muchos prisioneros españoles en Alhucemas, e incluso llegó a convertirse la referencia al lugar en una broma que los oficiales se gastaban entre sí cuando las cosas se ponían apuradas. Cuenta Mola que en una de esas situaciones comprometidas le dijo un colega:

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