Miguel Asturias - Leyendas de Guatemala

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Su primera obra, Leyendas de Guatemala (1930), es una coleccion de cuentos y leyendas mayas.
Leyendas de Guatemala (1930), crónica de prodigios fantásticos en la que las leyendas míticas del pueblo maya-quiché se funden con las tradiciones del pasado colonial guatemalteco y las ciudades indígenas de Tikal y Copán se aúnan con Santiago y Antigua, fundadas por los españoles. La batalla entre los espíritus de la tierra y los espíritus divinos es narrada por la prosa evocadora y exuberante del Premio Nobel de Literatura de 1967, colmada de imágenes deslumbrantes.

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Le parecía extraño estar despierta, vestida de aire, respirando, vestida de espejo mirando con todo su cuerpo de agua a la que había amanecido tendida junto a ella, ella fuera del sueño, no la que se durmió anoche, otra… Se sentía extraña en la primera luz que se colaba por las rendijas de la puerta y el ventanuco de su celda. No tenía explicación haber sufrido tanto al entregar sus ojos y amanecer con ellos… la cabeza hueca, el cuerpo molido y los oídos con el silencio de los estanques que se van quedando sin agua… lluvias de miniatura… llantos de miniatura comparados con los ríos de lágrimas que lloró anoche dormida.

Maitines. Las clarisas celestes al darle o devolverle los buenos días, se frotaban los ojos, bulliciosas, alegres, lisonjeras. ¿Sabrían lo de su sueño o serían obreras de burlas al servicio de la Junoche, heroísta a la que el reumatismo deformante iba sacando médanos de huesos y nuégados de carne?

Lloró de júbilo en la sobrehora después de vísperas. Durante el Magníficat, tocó su frente un ángel de espejos giratorios y fue la revelación. Perlaba sus sienes sudor de vidrio molido. Entregar sus ojos sólo en préstamo. La campana se llamaría Clara de Indias y como ella sería conversa. Qué vehemencia, qué arrebato, qué no saber dónde posar sus pupilas que se despedían de todos y de todo, ora en los paraísos dorados de los altares, ora en el iris que regaba colores en el lomo de los cortasilencios de polvo de caleidoscopios que entraban por los ventanales, ora en los arquitrabes, ora en los encajes, linos, terciopelos, damascos, tafetanes amontonados en los escaños, para ser llevados a la sacristía, ora… se le nublaron las cosas y lo que era gozo colgaba de sus lágrimas, dedos de tirabuzones de congoja, y no fue lejos, allí mismo dejóse caer de rodillas en un confesonario para gritar al oído del confesor su satánico orgullo.

Pero el sacerdote se negaba a absolverla. ¿Sacarse los ojos? ¿Rivalizar con religiosas de más alcurnia ofreciendo en préstamo los pepitones áureos de sus pupilas, oro lavado en llanto, para enriquecer la amalgama de la campana que no se llamaría Clara, sino Clara de Indias?

No la absolvía. No levantaba la mano. No pronunciaba las palabras sacramentales.

Esperó y esperó, anonadada por la inmensidad de su culpa a juzgar por el silencio del confesor, sin fuerzas para levantarse, para despegar del suelo las rodillas hundidas en el frío de la tierra toda, antes que le diera la absolución.

La cabeza colgaba sobre el pecho, abatida, llorosa, con movimientos de autómata, dejó la rejilla del confesonario para asomarse a la puerta y suplicar al confesor, aun a costa de la más terrible penitencia, que la absolviera. Si la penitencia era sacarse los ojos, se los sacaría. No lo dijo, no tuvo tiempo y se desploma si no se detiene de los encajes de madera de las ventanillas que ocultaban bajo un bonete de tres picos, una cara apergaminada, sin ojos, sólo los agujeros, sin nariz, los dientes con risa de calavera. Todas hablaban en el convento de la momia que salía a confesar y ella aquella noche la había visto…

Y oído:

¡No resucitarán los muertos, resucitará la vida! Sacrificaste tus ojos en el sueño (no estaba enteramente dormida, Padre…), y los recobraste al despertar. Ahora que estás despierta (no estoy enteramente despierta, Padre…), repite la hazaña, da tus ojos en préstamo y los recobrarás el día de la resurrección. Al acabar el mundo brillarán antiguos soles apagados por siglos y tú despertarás con tus ojos, como despertaste esta mañana. Pero anda, corre, entrégalos antes que termine la fundición de la campana, si dudas será tarde y no se llamará Clara de Indias, por haber negado tú, tú… el oro de tus ojos que sólo se te pedía en préstamo, sólo en préstamo, porque al derretirse la campana con el calor que hará el Día del Juicio, tus pupilas escaparán en busca de los cuencos vacíos ‘de tu cara juvenil, todos resucitaremos jóvenes, y qué felicidad entonces contemplar con ojos que supieron de gloria, repique de fiesta, que supieron de alarma, de angustia, de amor, de duelo, qué felicidad contemplar la realidad sagrada de los tiempos. Resucitarás con tus ojos fuera de la realidad del hombre, en la realidad de Dios…

Dejó atrás, perseguida por la momia, filas de monjas que se frotaban los párpados, instigadas por la Junoche, recordándole que la campana debía llamarse Clara y que faltaba el oro de sus ojos… Sus ojos… Sus ojos… Que nadie viera, que nadie supiera…

Sacárselos al borde del crisol… Arderían como dos bengalas en el dormido, calcinante y agujoso caldo… Sin pies, si ella… Ella sin ella… Trompetas… Angeles… La palma del sacrificio… Oír sin pensamiento los gritos de regocijo, el alboroto, la algazara de los que celebraban con toritos de pólvora, serpientes de luces y gigantes de fuego, el final de la fundición de la campana… Al tanteo empezó a sacar el clavo que mantenía fijos al madero los dos dolidos pies del Cristo de la sacristía. El tumulto de los que movían a las puertas del convento se acercaba. Venían por sus ojos, llegaban por sus ojos, avanzaban sin llegar por pasillos inacabables… pasos… voces… manos, sus manos que seguían escogiendo, entre custodias y vasos sagrados, incensarios y reliquias de oro macizo, píxides, benditeras, hisopos, hostearios, pasamanerías, jocalias, algo que pudiera salvarla de su sacrificio, pero todo era oro inválido de iglesia junto al oro de sus ojos lavado en la desembocadura de cien ríos de lágrimas. Sacó un pañuelo para secarse la cara vuelta hacia la ventana entreabierta sobre un patio encendido de fuegos de artificio, antorchas friolentas, humo de colores y buscapiés enloquecidos. Más de uno se coló en la sacristía y fue, vino, volvió, en zig-zag de relámpago de pólvora. Los que exigían la entrega de sus ojos seguían avanzando. Pasos. Voces. Manos, sus manos multiplicadas en el afán de arrojar por tierra cálices, cruces, copones, ostensorios, patenas, vinajeras, aguamaniles de oro, ínfulas de mitras, flabelas orificadas, cíngulos de borlas luminosas… qué podía valer todo eso junto a sus ojos… por el suelo todo, sobre las alfombras, sobre los muebles, sobre las saliveras… ornamentos, misales, alas de ángeles, coronas de mártires, candelabros, mundos, cetros, agnus, griales, portapaces, todo quemado por los canchinflines y deshecho por sus pies en danza luciferina, ya heridas sus pupilas por el cortafrío de todas las tinieblas, el clavo que mantenía sujetos al madero los dosdolidos pies del Señor que ella volvió a clavar con un beso de ciega…

El mundo testimonio de las cosas corroboraba las presunciones humanas de lo que fue, además del crimen, la más abominable de las orgías, una saturnal en campo sagrado, todo lo que yacía por tierra y sobre las alfombras con chamuscones de pólvora, lo probaba.

El Comisario del Santo Oficio ordenó encarcelar preventivamente a los salitreros y fabricantes de cohetes, toritos y fuegos artificiales. La Superiora de las clarisas apenas se tenía en pie. El llanto rodaba por sus mejillas lívidas como agua sobre mármol Entre lágrimas alcanzó a ver los ojos limpios y helados del Padre Provincial. Apoyado en su bastón, a él también por momentos le flaqueaban las piernas, consultaba a la madre con los ojos la conveniencia de que ellos dos hicieran reservas ante el delegado inquisitorial, por la captura de buenos cristianos sospechados de satanismo por ser entendidos en las artes de la pólvora.

Pero aquél se adelantó. Que no sólo eso pensaba hacer con ellos, excomulgaría a más de uno, a más de uno quemaría vivo y muchos, si no todos, vestirían el sambenito, que no se manejan estruendos y bengalas, sin connivencias, sin vinculaciones con el Cohetero Impar.

¿Y los asturianos fundidores de campanas?, se preguntaron con la mirada al mismo tiempo, la Superiora y el Provincial. ¿Por qué no captura a esos manipuladores de metales a temperaturas de lava volcánica, algo más diabólico e infernal que las inocentes pólvoras de los juegos de artificio, con el agravante de su presencia dentro del convento, mientras fundían la campana, y su amistad, casi familiar, con las más jóvenes cordeleras? ¿Qué espera el Santo Tribunal para encarcelarlos?

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