Ana Shua - Como una buena madre
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Al principio, reconociéndose como rivales, se limitaron a mirarse con fiereza. Pero las heridas tardaban en cerrarse, crecía el encierro, y pronto se les hizo necesaria la palabra. Con profusión de mayúsculas, Arnulfo se decidió a relatarle al Príncipe su combate con el gigante Brangosh, en el Bosque Encantado. Apenas unas horas tardó el Príncipe Verde en responder equitativamente con la descripción de la batalla en que venció al rey moro Abencaján y a toda su comitiva sin más armas que su ingenio y sus manos desnudas. Fue tal vez lo minucioso de este relato lo que permitió al caballero Arnulfo recordar cómo, vencido el gigante Brangosh, sus siete gigantescos hermanos vinieron en su ayuda. Continuó, entonces, el Príncipe Verde su batalla, ahora contra toda la vanguardia del ejército moro. Si los dos valientes caballeros hubiesen estado libres para vagar a su antojo por el campamento, encontrándose de vez en cuando para beber juntos una copa de hidromiel, moros y gigantes hubieran seguido reproduciéndose en progresión geométrica (y nunca hubieran llegado a ser amigos).
Pero en la situación actual se veían obligados a compartir cada segundo de penuria, a escuchar cada uno de los gritos que les arrancaban las dolorosas curaciones, a soportar juntos las indignidades pequeñas que su estado les imponía. Eran jóvenes y generosos y no tardaron en olvidar buenamente sus fantásticas historias para confiarse su mutua decepción con respecto a la honestidad de la justa, su total desesperanza con respecto a la victoria y su verdadero amor por la Princesa Ermengarda. Cierto es que nunca hablaron mucho de ella. Los dos amaban y deseaban ahora a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como ama y desea un muchacho de barrio a una estrella de cine. Secretamente. Sin esperanzas. En sus ensueños coincidentes la imaginaban con un vestido muy claro, muy tenue.
El caballero Arnulfo y el Príncipe Verde no volvieron a separarse y su amistad ejemplar fue primero comentada y después temida. Crecieron y se formaron juntos en el Gran Torneo y él dio fuerza a sus cuerpos y cambió sus ojos. Al principio, para poder permanecer cerca de la liza, se vieron obligados a entrar en el servicio de caballeros más viejos y más ricos. Mezclados con los demás servidores, humillados por los de más categoría y despreciando a los más bajos, aprendieron mucho más de lo que deseaban saber. Aprendieron a beber sin respirar enormes jarras de cerveza. Aprendieron los rápidos movimientos de las manos que, en los juegos de dados y de naipes, seducen al azar. Aprendieron los escasos, repetidos misterios de las tiendas de colores profusos y de colores desteñidos. Desde entonces el caballero Arnulfo debía cuidar la blanca imagen de la Prince sa Ermengarda, siempre dispuesta a mezclarse, en sus ensueños, con las cansadas imágenes de las prostitutas.
Y llegó el día en que el Príncipe Verde y el caballero Arnulfo se sintieron preparados para volver al combate. Luchando costado a costado desafiaron y vencieron y fueron desafiados y vencieron y llegaron a ser célebres y temidos. Sabían ahora cómo burlar las reglas del torneo sin ser vistos por los jueces. Sabían que una armadura liviana es más valiosa que una armadura impenetrable. Sabían que luchar contra el sol es luchar contra el más peligroso de los enemigos. Sabían reconocer, entre muchas, una espada bien templada y, en una tropilla, al caballo más apto para el combate. Sabían cómo utilizar en su favor las desigualdades del terreno. Sabían quiénes eran los jueces venales y quiénes los que pretendían ser justos.
Los dos amigos se miraron a los ojos, dejando que el silencio creciera como un muro que los separaba, solos los dos, del resto de la noche. Y el caballero Arnulfo supo que nada podía existir sobre su afecto, su amistad por el Príncipe. Excepto la imagen de la Princesa Ermengarda. Porque el caballero Arnulfo amaba y deseaba ahora a la Princesa Ermen garda (a su imagen) como ama y desea a su primera, no escrita, novela un exitoso redactor publicitario. Con desesperación. Con desencanto. Antes de retirarse a sus respectivas tiendas, los dos renovaron en alta voz su juramento de vencer o morir por la Prin cesa, y cada uno se despidió del otro para siempre en secreto.
Todos los años algún noble participante llegaba a completar el número mágico de victorias y con gran pompa dejaba el torneo. El combate final, anunciado por los pregoneros del viejo rey de Braxberg, atraía más público que de costumbre. Ese día los pechos respectivos de las damas presentes se agitaban con más suspiros. El vencedor, cargado de honores -y del botín de los vencidos-, volvía por lo general a su feudo, donde tenía asegurado hasta el fin de sus días el respeto de todos los hombres y la admiración de todas las doncellas. Si pocos eran los que al llegar soñaban con la Princesa Ermengarda, todos la habían olvidado al retirarse. Y sin embargo, en medio del polvo, del barro y la sangre, el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde le habían sido fieles en su corazón. Y mientras ganaban con los dados cargados, le habían sido fieles en su corazón. Y hasta en las tiendas de colores desteñidos o profusos, le habían sido fieles en su corazón. Mañana uno de los dos partiría hacia el castillo de la Princesa y el otro, con la Princesa en su corazón, habría muerto.
Hace calor, el caballero Arnulfo transpira dentro de su armadura recalentada por el sol. No hay viento, todas las banderas están apagadas. A causa del sudor, el polvo se adhiere a las pocas zonas descubiertas de su piel. Uno de los caballos está muerto. La sangre de sus heridas atrae a las moscas. El Príncipe Verde está en el suelo. El caballero Arnulfo está arrodillado junto a él. Le corta, con su espada, las correas del yelmo. Un escarabajo trata de trepar un montículo de estiércol. Sube y vuelve a caer, varias veces, patas arriba.
Con el calor, la arena reverbera. Arnulfo arranca el yelmo de la cabeza de su amigo. Lo tira a un costado. Una exclamación agita a los espectadores. Algunas damas se inclinan ansiosas para observar mejor lo que sucede en la liza. Algunos caballeros se inclinan ansiosos para observar mejor lo que sucede en sus escotes. El espectáculo es interesante y sin embargo se extraña ya el fresco refugio de las tiendas. No todos desean la sangre. En cambio, todos desean el final del combate. Hace mucho calor.
El cuello del Príncipe Verde brilla, muy blanco. Arnulfo piensa sin querer en la piel de la Princesa Ermengarda. Un pájaro cruza el horizonte. Es difícil decidir si se trata de un águila, de un buitre o de un halcón. Está demasiado lejos. La espada levantada de Arnulfo prepara el gesto de una muerte rápida, honrosa, una muerte digna de su afecto (de su respeto) por el hombre que yace. Sólo entonces comprende que no puede mover su brazo. Que el Príncipe ha logrado, con la sola fuerza de sus ojos, suspender en el aire el peso de su espada.
"No me mates", dicen sus ojos. "Renuncio para siempre a la Princesa Ermengarda. Es verano y en mi aldea las mujeres llevan los brazos descubiertos y cualquiera puede ver las gotas de sudor en el vello de sus axilas. Es verano, y la tierra tiene un olor dulce, pesado. Hay duraznos blancos y duraznos amarillos y todos son grandes y jugosos. Es verano, y hasta las flores tienen pétalos de carne. Las doncellas descubren el placer cálido de la orina corriendo entre sus muslos. Y en la tienda de colores profusos me espera la hermosa Melisenda, sabia en secretos de amor. ¡No me mates! Renuncio para siempre a la Princesa Ermengarda. ¡Qué me importa a mí de su blanca leyenda! No quiero morir en verano, cuando todas las mujeres son princesas. Quiero morir en el lecho, donde todas las princesas son mujeres".
Eso dicen los ojos del Príncipe y ni un segundo ha transcurrido entre el gesto del caballero que levanta la espada y el gesto que la arroja sobre la arena como una serpiente rígida, muerta. Y aunque el Príncipe Verde vive y vivirá muchos años, y morirá como un anciano venerable rodeado por sus quince nietos y sus cuatro concubinas, el caballero Arnulfo llora hoy la muerte de su amigo. Una muerte más honda que la de su cuerpo.
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