Ana Shua - Como una buena madre
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El caballero Arnulfo, un hombre que ha doblado ya la curva de los años, ama a la Princesa Ermengarda con una pasión llena de furia y cuando vuelve a avanzar, amenazador, contra el Mago, lleva en su mente las carnes blancas de la Princesa y se imagina saciando -vengando- en ellas tanto dolor, tanta sed.
El Mago toma entonces de un cuenco toda una brazada de años y vuelve a arrojarlos sobre él. Arnulfo de Kálix ya no corre. Sabe ahora que sus cabellos son blancos, y la espada cae de su mano arrugada, manchada y vieja, sin fuerzas para sostenerla. Un velo membranoso se extiende entre sus ojos y la luz. El caballero Arnulfo es ahora un anciano y sus ropajes cuelgan sobre su cuerpo enflaquecido y débil. Pero con los años llega también la sabiduría.
El anciano comprende que nunca podrá vencer a la Magia con la espada. Con su voz cascada desafía al Mago: una partida de naipes definirá la victoria. Y como el Mago es un niño, acepta el juego, dejando caer el breve montoncito de años que le hubiera asegurado la eternidad de Ermengarda.
Dos días y dos noches juegan el Mago y el caballero. El Mago cuenta con todas las artes de la Magia para dominar al azar. El viejo cuenta sólo con la habilidad de sus manos temblorosas, cada vez menos rápidas.
Pero el azar es caprichoso, no le gusta ser dominado y está celoso de la Magia. Fatigado, se entrega de pronto al caballero Arnulfo. El Mago ha sido derrotado.
El anciano caballero Arnulfo ama ahora a la Prin cesa Ermengarda (a su imagen) como un hombre que nunca vio el mar ama la vieja fotografía de un barco que cuelga de la pared de su escritorio y que ha mirado todos los días de su vida. Por costumbre. Fatigosamente.
Sólo unas pocas leguas separaban al caballero Arnulfo de Kálix del castillo donde estaba prisionera la Princesa Ermengarda. Pero sus viejos huesos no soportaban ya las largas cabalgatas. Bastó una sola noche a la intemperie para convencerlo de las nuevas necesidades de su cuerpo. Así, a pesar de su urgencia -desesperada-, debió contentarse con avanzar un breve trecho cada día. Su edad le exigía descansos repetidos en cada una de las posadas del camino. Entretanto, su pensamiento no descansaba. Pero el caballero Arnulfo no pensaba ya en la Prince sa Ermengarda. Como en aquellos días en que por primera vez escuchara la leyenda, sólo pensaba en el Dragón. Y en lugar de desear el combate, lo temía, con todas sus fuerzas. Con las pocas fuerzas que le quedaban. Aferrándose al andrajoso pedazo de vida que le faltaba vivir. Soñaba con terminar sus años en un pueblo cualquiera, con la imagen de Ermengarda calentándole el recuerdo. Pero cada vez que cruzaba un arroyo, el reflejo de su cara arrugada le recordaba el largo precio que había pagado ya por la Princesa. Y sus hábitos de viejo comerciante le exigían recuperar la inversión. Intentarlo. El aliento de fuego del Dragón quemaba sus pesadillas.
Sin embargo, cuando Arnulfo llegó por fin al castillo y se perfilaron sus muros hasta cortar la bruma, un espectáculo asombroso se presentó ante sus ojos legañosos. Vencida el Mago -anulada su fuerza-, el Dragón era un juguete roto que giraba sin control alrededor de su eje, como un robot enloquecido. El soplo de fuego de sus narices quemaba el extremo de su cola escamosa y este estímulo doloroso imprimía a su giro una velocidad uniforme, inusitada.
El viejo caballero comprendió que el combate no tendría la forma de sus sueños. Sin temor se acercó a la bestia y con la mayor precisión posible calculó el diámetro de la circunferencia descripta por el Dragón, la aceleración inicial, la posición y velocidad relativa de las distintas partes del cuerpo en movimiento. Después ató su lanza a la montura del caballo y con un fuerte golpe lo lanzó en línea cuidadosamente tangencial contra la circunferencia rugiente. El choque fue explosivo y lanzó lejos caballo y lanza. Pero el combate ya estaba definido. El movimiento circular del Dragón comenzó a hacerse más lento y su cabeza se fue haciendo visible como se hacen visibles los rotores de un helicóptero que detiene sobre la tierra su vuelo. Un hilo de sangre brotaba de su ojo izquierdo.
Vencedor en justa lid de tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, vencedor del Mago y del Dragón, el caballero Arnulfo había ganado la libertad de la Princesa Ermengarda. El anciano caballero Arnulfo.
Cae el puente levadizo, se abren las puertas del castillo y una blanca figura sale corriendo de su obscura boca. Su belleza es real pero no verosímil. La Princesa Ermengarda, llorando, se abraza al cuello del Dragón, y trata de devolverle con sus besos su hálito de fuego. No le importa mancharse el vestido muy claro, muy tenue, con la sangre verde de su amigo. Tantos siglos, tantos largos y aburridos siglos han pasado juntos Ermengarda y el Dragón. La Prin cesa levanta la vista y mira asustada al caballero, ese desconocido.
Correr
Mauricio Stock se levantó antes de que sonara el despertador. Ya nunca se despertaba tarde, no podía. Caminó hacia el baño sintiendo las articulaciones de las caderas. No llegaba a ser dolor, pero estaban allí, presentes. Los tendones moviéndose en sus correderas, las superficies óseas, esas zonas internas de su cuerpo que antes no habían existido, porque un cuerpo joven es un cuerpo desconocido, una máquina perfecta, misteriosa, que nunca ha sido necesario desarmar para estudiar su mecanismo.
Se frotó la cabeza con Minoxidil estudiando en el espejo los matorrales ralos que se obstinaban en crecer en ese páramo. Pero cuando todos sus folículos pilosos estaban vivos, sanos y productivos ¿hubiera podido levantarse una mañana de domingo cualquiera y hacer un fondito de dieciocho kilómetros? No hubiera podido. Se puso los lentes de contacto antes del desayuno. Prefería no dejarlo para último momento por si aparecía alguna molestia imprevista.
Mientras hervía la pava prendió la tostadora. Esperó a que estuviera bien caliente antes de meter el pan. Se preparó un té con dos cucharadas de miel y masticó despacio tres tostadas chicas con mermelada de ciruela. Antes salía en ayunas. Ahora había aprendido la importancia de cargar carbohidratos, aunque se moderaba en la cantidad para no sentirse pesado. A la vuelta se comería un pote de cereales con leche y una banana para reponer el potasio, aunque su médico le hubiera dicho que no era necesario preocuparse por eso, que el potasio está en todas partes y no se pierde con el sudor.
Muchos hábitos habían cambiado desde que empezó. Al principio había creído que lo ideal era usar ropa de algodón, porque absorbe la transpiración. Treinta años atrás, cuando jugaba al básquet, ésa era la regla de oro en el mundo del deporte. Pero el Máster le hizo notar que el algodón, en efecto, absorbe la transpiración: y por lo tanto se empapa. Después de los cinco kilómetros, ese peso se empieza a notar hasta convertirse en un lastre. Ahora se usaban materiales sintéticos que dejaban evaporar el sudor, el mismo tipo de fibra que mantenía seca la cola de los bebés en los pañales descartables. El señor Stock, sin embargo, seguía usando algodón cuando no le preocupaban demasiado los tiempos a cumplir.
Desde hacía unos meses recibía por correo electrónico los mensajes de la Sociedad de Corredores Muertos, un foro de discusión en el que participaba sobre todo gente de su edad. No había calculado que además de la actividad en sí iban a llegar a fascinarlo las palabras que la nombran. ¡Como cualquier adicción! Todos los días leía con interés los comentarios y experiencias de otros corredores en todas partes del mundo. Muchos se referían a las ventajas de la nueva fibra cool-fresh para la ropa deportiva. Uno de los participantes, un hombre de más de sesenta años, se quejaba de las angustias y retrasos a los que puede inducir una próstata rebelde. Gracias a este nuevo tejido sintético, escribió, había podido hacerse pis encima en la última maratón, sin necesidad de detenerse para orinar, sin mojarse las medias y llegando a la meta perfectamente seco. Por suerte Mauricio todavía no estaba en condiciones de apreciar esos beneficios.
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