Ana Shua - Como una buena madre

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Ahora la persecución había dejado de ser un juego y Mauricio bajó del pasto, odiándose a sí mismo por romper la rutina que se había propuesto. Había salido a hacer un trabajo tranquilo, personal, de intensidad mediana, con la idea de aumentar la exigencia al día siguiente. Y ahora se había enganchado (otra vez) en una competencia sin sentido. ¿Por qué mierda tenía que ganar o morir? Además, esta vez, su rival era a tal punto ridícula que la historia no servía ni siquiera para jactarse. ¿Ganarle a quién? La alarma del monitor empezó a sonar para indicarle que había llegado a las ciento ochenta pulsaciones.

Pero el mecanismo que se había puesto en marcha en su cuerpo y en su mente estaba por completo fuera de su control. El señor Stock desactivó la alarma, dejó el pasto, que le complicaba la velocidad, y corrió también él por el cemento. Se mandó una levantada puteando contra los hijos de mala madre que habían hecho esa bosta de bicisenda y sintió que conseguía alejarse un poco de los pasos de la gordita, ahora raramente armoniosos y separados unos de los otros, como si de golpe le hubieran crecido las piernas.

El caminito para bicicletas no tenía buen contrapiso, el cemento estaba ondulado. A esa velocidad el piso desparejo lo obligaba a mirar hacia abajo para no tropezar, en lugar de fijar la vista en el cénit para acompañar el esfuerzo de las piernas con la armonía de la postura y el espíritu, como insistía el Máster. Había subido a cuatro minutos por kilómetro, calculó, y corría como si las piernas no existieran. Miró el monitor y vio que estaba llegando a las doscientas pulsaciones por minuto. Ése es el máximo, le había dicho el cardiólogo, pero ni una más. Si justamente para eso él usaba el monitor Polar, para no pasarse de las ciento ochenta.

Estaban llegando a Pampa, la persecución había durado ya dos kilómetros y, aunque la escuchaba un poco más lejos, supo que la gordita estaba apurando el paso. Trató de recordarla como la había visto cuando corría junto al paredón del hipódromo, esa imagen ridícula tenía que ayudarlo, no era posible dejarse vencer por una mujer obesa, con ropa inadecuada, con el pelo en la cara, que corría con las puntas de los pies hacia adentro. Pero ahora se iba acercando, muy rápido, ahora estaba realmente cerca, ahora le sentía el aliento en la nuca y aunque fuera absurdo le pareció que olía mal, que una larga vaharada de olor a podrido acompañaba el ruido de la respiración de la gordita y crecía hasta envolverlo.

La bicisenda se había terminado. Quedaban mil metros hasta Monroe y en esos mil metros tenía que hacerle morder el polvo, iba a poner la turbina, se arrancó de la muñeca el reloj monitor, al carajo las pulsaciones, el corazón le reventaba en el pecho cuando se largó a fondo en una levantada que ni él sabía que era capaz de hacer, mil metros a tres minutos quince, a tres minutos cinco segundos el kilómetro, si hasta ahora había corrido por su honor, ahora corría por su vida, volaba por la calle cuando llegando casi a Monroe escuchó una voz masculina que le decía qué haces, hermano, una voz conocida, tranquilizadora, y se le puso al lado un hombre flaco, moreno, de paso elegante. Lindo trote, le dijo, a ver si todavía me haces correr, y era la voz de la Liebre, era nada menos que Danilo Mantegazza, el campeón sudamericano, el mejor maratonista del país, que le hablaba con respeto, con una gran sonrisa admirada, a ese hombre quince años mayor que lo había obligado a esforzarse ferozmente para alcanzarlo.

Estoy haciendo un fondo de treinta kilómetros, tengo encima los Panamericanos, dijo la Liebre y el simple hecho de que le dirigiera la palabra ya era un privilegio para Mauricio, suerte hermano, yo me voy para adelante y le metió otra vez. Feliz, con el corazón salvaje, tratando de recuperar el aliento y el ritmo de los latidos con un trotecito tranquilo, Mauricio Stock lo vio alejarse. Y entendió o creyó entender que la gordita se había desviado al principio de todo, nunca había llegado a perseguirlo, debía haber seguido por el paredón del hipódromo hasta la esquina, debía haber cruzado Alcorta y seguramente se había mandado por Dorrego siempre con su paso desparejo, lento y absurdo, mientras él se enredaba en un desafío enloquecido con un corredor de élite. ¡Con el más grande, con la Liebre Mantegazza! Pero su respiración no recobraba la normalidad y el corazón, exigido, no terminaba de calmarse, hipertrofiado de entrenamiento y orgullo dentro del pecho.

Entonces lo alcanzó su perseguidor, el otro, ese viejo clásico, el infarto de miocardio, y se le puso al lado y después se le puso adentro y Mauricio Stock sintió que le cortaban las piernas. Cayó con la sonrisa feliz de un hombre que acaba de darle guerra a la Liebre Mantegazza: y así decía el Máster que había que llegar a la meta, siempre sonriendo, Mauricio, aunque estés reventado, aunque te duela como si te estuvieras rompiendo por dentro, aunque te estés muriendo, vos sonreí, que nadie se dé cuenta, que los otros no te noten el esfuerzo en la cara, vos sonreí, llegaste, hermano, llegaste a la meta, y ahora la cruzas y sos el más grande, vos sonreí, estás ahí, ganaste.

Octavio el invasor

Estaba preparado para la aterradora violencia de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y la angustia del pasaje esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación caía sobre él.

Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a la experiencia que acababa de atravesar. Pero después de la transmigración había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una obscuridad cálida donde los sonidos y la luz llegaban muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta.

Ahora, en cambio, sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado al otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se escapó de su boca y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.

– Varón, dijo la partera -dijo el obstetra-. Un varoncito sano y hermoso, señora. ¿Cómo lo va a llamar?

– Octavio -contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la brusca interrupción del dolor.

Octavio descubrió, como un elemento más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: con toda probabilidad debían estar sonando en ese momento voces humanas, pero no conseguía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonido que lo asfixiaba.

Otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo. La luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre un cuerpo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había escuchado durante su convaleciente espera, en los meses que siguieron a la transmigración. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba, por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre, se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido.

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