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Eduardo Mendoza: Pío Baroja

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Eduardo Mendoza Pío Baroja

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Presentado como un prólogo extenso a una pequeña antología de Baroja, este ensayo es en realidad un inteligente perfil biográfico de una de las más controvertidad figuras de la literatura española. Desde hace tiempo Mendoza viene repitiendo que se reconoce como un discípulo de la peculiar narrativa barojiana, puesto que fue la lectura de algunas de sus novelas lo que determinó el modo en que empezó a abordar la literatura. A contracorriente de una serie de libros recientes que abordan desde diversos flancos militantes, las conductas éticas y las ideas políticas de Baroja durante el franquismo, Mendoza ha preferido ofrecer una visión menos ambiciosa, pero mucho más precisa. Descrito como `un texto para barojianos, tanto adeptos como detractores`, este ensayo está dedicado, sobre todo, a argumentar qué es lo que representa Baroja en la narrativa española, y su tono irreverente recuerda en ocasiones al del propio escritor vasco, cuyo sentido del humor fue y sigue siendo el mejor antídoto contra cualquier forma de sacralización.

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– No, no lo digo por ustedes. Es decir, no lo digo por usted. Si siento dejar el pueblo es, más que nada, por usted.

– ¡Bah! Don Andrés.

– Créalo usted o no lo crea, tengo una gran opinión de usted. Me parece usted una mujer muy buena, muy inteligente…

– ¡Por Dios, don Andrés, que me va usted a confundir! dijo ella riendo.

– Confúndase usted todo lo que quiera, Dorotea. Eso no quita para que sea verdad. Lo malo que tiene usted…

– Vamos a ver lo malo… replicó ella con seriedad fingida.

– Lo malo que tiene usted -siguió diciendo Andres- es que está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera.

– ¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué cosas me está usted diciendo!

Después de este rápido diálogo en el que se utiliza la palabra “usted” diecinueve veces, Dorotea cede a las requisiciones del huésped y a sus propios impulsos. A la mañana siguiente se produce la despedida sin que medie palabra. Nada hace pensar que ambos abrigaran dudas sobre lo efímero y coyuntural de su relación. No las tiene Andrés: apenas llega a Madrid, otros asuntos acaparan su atención y no dedica a Dorotea ni un recuerdo. De hecho, Dorotea no vuelve a aparecer en la novela, ni siquiera se la menciona. Sin embargo, aquella noche de amor había producido en Andrés un profundo trastorno.

Andrés se sentó en la cama atónito, asombrado de sí mismo.

Se encontraba en un estado de irresolución completa; sentía en la espalda como si tuviera una plancha que le sujetara los nervios, y tenía temor de tocar con los pies el suelo.

Sentado, abatido, estuvo con la frente apoyada en las manos, hasta que oyó el ruido del coche que venía a buscarle…

¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo es todo esto! -exclamó luego. Y se refería a su vida y a esta última noche tan inesperada, tan aniquiladora.

Por más que el personaje de Andrés Hurtado viva sumido en la desesperanza, no parece ésta la reacción previsible en un joven que acaba de tener su primera experiencia sexual, con una mujer casada, de la que no parece estar enamorado, y a la que nunca volverá a ver. Al menos, esta experiencia no debería producirle únicamente abatimiento, sino también una cierta exaltación. Ahora bien, si excluimos la posibilidad de que el episodio de Dorotea la patrona sea enteramente imaginario y la posibilidad de que provenga de un suceso real que desconocemos, es decir, si damos por buena la teoría de que el encuentro con las dos hermanas que vivían con el gallego del pelo teñido y la proposición imaginaria a la hermana mayor sirvieron a Baroja de fuente de inspiración para el fragmento de la posada en El árbol de la ciencia , como hace suponer el sesgado pero no infrecuente recurso de seducir a una mujer hablando mal de su marido (“Deje usted a este viejo repulsivo y farsante y véngase usted conmigo, que, al menos, soy joven”; “Está usted casada con un hombre que es un idiota, un imbécil petulante, que le hace sufrir a usted, y a quien yo, como usted, engañaría con cualquiera”), entonces la desesperanzada reacción de Andrés Hurtado es más comprensible, porque no corresponde a este personaje, sino al propio Baroja, es decir, no al joven que acaba de vivir una experiencia intensa, sino al que ha renunciado a una fantasía erótica, no tanto por virtud o convicción, sino por la falta de medios materiales y del valor necesario para lanzarse sin ellos a una aventura incierta.

El episodio siguiente tiene lugar unos cuantos años más tarde, en Roma, y figura en la antología de textos que forman la segunda parte de este libro. Al igual que el de la posadera, aparece, convenientemente transfigurado, en la novela César o nada , y en toda su aparente desnudez, en las memorias de Baroja. En síntesis, el episodio consiste en lo siguiente: Baroja viaja a Roma y se instala por dos o tres meses en un hotel donde se alojan algunas damas distinguidas. Tras varias vicisitudes banales, Baroja intima con “una señorita italiana” a la que “se le estaba pasando la edad de casarse”. Finalmente ella le propone que la acompañe a Nápoles, donde piensa pasar el resto del invierno. Pero una vez más Baroja está sin dinero. Por no confesárselo, abandona el hotel una mañana sin despedirse de nadie. La escena tendría algo de Dostoievski y de Chaplin si no la empañara un cierto aroma de mezquindad. Sin embargo, la explicación resulta poco convincente. Se mire como se mire, es menos penoso y más gentil confesar la verdad que dejar plantada a una mujer con la que se ha llegado a tal grado de intimidad sin mediar explicación, sobre todo cuando ha sido ella la que ha formulado la proposición. Si Baroja no quería revelar la escasez de sus recursos, podía haber inventado alguna excusa. Por lo demás, cabía la posibilidad de plantearle el problema a la dama en cuestión y aceptar su hospitalidad: Baroja tenía unos treinta y cinco años, era un hombre formal, de conducta intachable, y por añadidura un escritor célebre, reconocido y tratado como tal en el pequeño mundo del hotel de Roma. Ni siquiera las más estrictas convenciones de la época habrían censurado que una dama se lo llevara de invitado a Nápoles. La resolución del suceso, tan expeditiva como descortés, más bien hace pensar que a Baroja le asaltó el pánico. Sin duda la “señorita italiana” no le atraía en lo más mínimo, pero la consideraba demasiado inteligente para ofrecerle un pretexto al uso. La verdad era que no se quería comprometer y le faltó valor para decírselo a la cara, lo que puede estar mal, pero no deja de ser comprensible. En César o nada , el trasunto de esta historia introduce un elemento de cinismo que lo tergiversa y al mismo tiempo lo aclara. El protagonista de la novela rechaza las proposiciones de una mujer rica, en cuya actitud se mezclan, a su juicio, los instintos carnales y el afán de posesión. La transformación literaria de este incidente leve y triste parece más veraz que la aparente descripción escueta de los hechos.

El tercer episodio, conocido como el de “la rusa”, también figura en la presente antología, y por partida doble. Es con mucho el más extenso, el más intenso y el que ha hecho correr más tinta a los biógrafos.

El episodio está fechado por el propio Baroja “a final de verano de 1913”. En una de sus repetidas estancias en París, Baroja frecuenta el salón de una dama rusa, joven, hermosa e inteligente, casada con un ingeniero de minas (como el padre de Baroja) a la sazón destinado en algún lugar del Cáucaso. La rusa no llega a los treinta años de edad; Baroja, que tiene cuarenta y uno, dice de sí mismo: “… es uno ya viejo, pobre y sin aspecto… Tiene uno que conformarse con estar en segundo término”. Y más adelante: “¿No se avergonzará usted de ir en compañía de un señor un poco viejo y un tanto raído?”. También frecuentan la casa dos amigas de la rusa: la mayor es “una muñeca sonrosada, como de nácar”; la otra tiene catorce años y toca muy bien el violín. Baroja coquetea con las dos hermanas bajo la mirada irónica de la rusa, a quien él, en el fondo, ama. A veces parece que en Les liaisons dangereuses y Lolita se ha colado don Hilarión. La historia, por supuesto, acaba en nada. Es un amor imposible, abocado a malentendidos, citas fallidas, desencuentros y, finalmente, a la separación. De nuevo el protagonista de los dos dramas queda hondamente afectado, confirmado en su desesperanzado balance de la vida. Curiosamente, el personaje real, Baroja, insinúa haber contemplado la idea del suicidio. No así el protagonista de la novela, que prosigue su melancólico deambular.

Ambos relatos, el de la novela y el de las memorias, coinciden hasta tales extresmos que no me parece ocioso reproducir aquí los fragmentos:

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