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Eduardo Mendoza: Pío Baroja

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Eduardo Mendoza Pío Baroja

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Presentado como un prólogo extenso a una pequeña antología de Baroja, este ensayo es en realidad un inteligente perfil biográfico de una de las más controvertidad figuras de la literatura española. Desde hace tiempo Mendoza viene repitiendo que se reconoce como un discípulo de la peculiar narrativa barojiana, puesto que fue la lectura de algunas de sus novelas lo que determinó el modo en que empezó a abordar la literatura. A contracorriente de una serie de libros recientes que abordan desde diversos flancos militantes, las conductas éticas y las ideas políticas de Baroja durante el franquismo, Mendoza ha preferido ofrecer una visión menos ambiciosa, pero mucho más precisa. Descrito como `un texto para barojianos, tanto adeptos como detractores`, este ensayo está dedicado, sobre todo, a argumentar qué es lo que representa Baroja en la narrativa española, y su tono irreverente recuerda en ocasiones al del propio escritor vasco, cuyo sentido del humor fue y sigue siendo el mejor antídoto contra cualquier forma de sacralización.

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Tal vez de resultas de ello, nunca tuvo del castellano una posesión legítima. O tal vez sintió con respecto a la herramienta de su trabajo un genuino desapego que, por otra parte, se avenía con su carácter bronco y duro, poco propenso a los florilegios. Pero el hecho cierto es que Baroja, por decisión o por hacer de la necesidad virtud, entró a saco en el lenguaje literario de su tiempo y lo transformó de un modo tan radical que hoy en día el estilo barojiano nos parece perfectamente natural, y a quien lo inventó se le tacha de descuidado.

Por supuesto, en su época pocos veían en la escritura de Baroja un estilo. Los más pensaban que no tenía ningún estilo, y unos pocos, que escribía como un salvaje. En un artículo aparecido en 1916, que en su día, según parece, preocupó e incluso dolió mucho a Baroja, Ortega y Gasset le reprochaba el uso de “vocablos ineptos para la plástica literaria”. No tanto escandalizado como perplejo por la desfachatez y el desgaire de la prosa barojiana, Ortega le censuraba el empleo constante de “palabras de este linaje canalla, estúpido, imbécil, repugnante, que tienen significado tan poco concreto, y por otro lado, tan fuertes, tan duras, tan excesivas, que no permiten claroscuro, entonación, perspectiva ni matiz”. No andaba del todo desencaminado Ortega. Baroja procedía de la periferia de la lengua, y no sentía ninguna veneración por lo que Ortega denominaba “la plástica literaria”. Pero el desaliño de Baroja no proviene de escribir deprisa y sin pensarlo que generalmente lleva al uso sistemático de estereotipos retóricos, sino de quien echa mano de la palabra que a su juicio resulta más adecuada a su intención, sea cual sea lo que también Ortega llama su “linaje”. Sin embargo, son precisamente estos “vocablos ineptos”, salvados por su misma vulgaridad del desgaste de la retórica refitolera (contra la que el propio Ortega no estaba del todo inmunizado), los que resultan hoy de una gran eficacia descriptiva y de una notable modernidad. “Julio le presentó a un sainetero, un hombre estúpido, fúnebre.” “Todo en el pueblo es seco, polvoriento, ardoroso y requemado.” “Puede afirmarse -había dicho Ortega en el artículo citado- que Baroja no escribe como artista, sino como podría organizar una familia, poner una bomba, tomar bicarbonato o aherrojarse en la Trapa.” Es una lástima que Baroja, por vanidad o por inseguridad, no supiera calibrar lo que de elogio encerraba este juicio displicente. Es probable que ni el propio Baroja se percatara de que estaba poniendo los fundamentos a un modo de narrar que pasando por Hemingway y hasta llegar a Raymond Carver iba a marcar la novela del siglo XX.

De lo dicho no debe inferirse que la reiterada recriminación de desaliño que se le hace a Baroja sea errónea o inexacta. Ciertamente Baroja incurre a menudo en errores sintácticos de bulto, casi infantiles, reprobables en la medida en que perturban la lectura e incumplen el principio tantas veces propugnado por Baroja de que la escritura debe ser transparente, un mero vehículo del relato, y no algo que se interponga entre el lector y la trama. También incurre en repeticiones, divagaciones y extravíos, durante los cuales da la impresión de haber perdido el hilo del relato o no saber cómo continuarlo, sin detener por eso la mano ni tomarse luego la molestia de suprimir o corregir los fragmentos innecesarios. Ignoro si Baroja corregía o no sus escritos y en qué consistían las correcciones. Sería muy interesante saber si el desaliño formal era fruto de la desidia y la prisa o si, por el contrario, era el fruto de una cierta y quizá caótica depuración. O si, como es probable, era fruto de ambas cosas a la vez. También es cierto, y más grave, que el estilo negligente de Baroja, que resulta tan eficaz para la descripción y la acción, para lo próximo y lo inmediato, resulta en cambio inoperante a la hora de profundizar o de reflexionar. Tal como le reprochaba Alberich en el comentario citado, los personajes barojianos son creíbles cuando están en movimiento; en cuanto se detienen a pensar o a explicarse, se vuelven premiosos, parecen estar recitando una lección aprendida y pierden verosimilitud. Adelantándose a su tiempo, el estilo de Baroja es más cinematográfico que literario. Pero casi siempre es vigoroso, preciso, económico, y de una viveza plástica ejemplar, como en esta descarnada descripción:

Madrid, cubierto de nieve, estaba deshabitado; la plaza de Oriente tenía un aspecto irreal, de algo como una decoración de teatro; los reyes de piedra mostraban hermosos mantos blancos; la estatua del centro de la plaza se destacaba gallardamente sobre el cielo gris. Desde el Viaducto veíanse extensiones blancas. Hacia Madrid, un amontonamiento de casas amarillentas y de tejados negros, de torres perfiladas en el cielo lactescente, enrojecido por una irradiación luminosa.

Desde allá se veía todo el campo blanco por la nieve, las obscuras arboledas de la Casa de Campo y los cerros redondos erizados de pinos negros. El sol se presentaba pálido en el cielo plomizo. Al ras de la tierra, hacia el lado de Villaverde, resplandecía un trozo de cielo azul, limpio, entre brumas rosadas. Reinaba un profundo silencio; sólo el silbido estridente de las locomotoras y los martillazos en los talleres de la estación del Norte turbaban aquella calma. Los pasos resonaban en el suelo.

Si en términos generales el desaliño estilístico es innegable, poco se puede decir en defensa de la estructura de los libros de Baroja, tanto los narrativos como los de crónicas o memorias. En estos últimos, el desorden y el descuido resultan enojosos. Las reiteraciones serían perdonables; no así los sucesos que quedan interrumpidos irreversiblemente, lo que debería constar y se ha omitido, no tanto por discreción o secretismo como por negligencia, por desconsideración hacia la obra y en definitiva hacia el lector. Volviendo a una de las historias ya comentadas, a saber, la vaga relación sentimental establecida en el hotel de Roma con la solitaria dama de Nápoles, es inadmisible que tras la precipitada fuga de Baroja no se nos ofrezca luego noticia de las consecuencias de esta decisión en el ánimo de su autor (vergüenza, alivio, pesadumbre o lo que sea), no tanto por afán de conocimiento, sino porque el silencio frustra las legítimas expectativas que un relato de este tipo despierta en quien lo lee. Como buen lector, Baroja debía de saber que la literatura se mueve por convenciones y que estas convenciones se pueden alterar y subvertir, pero no orillar como por despiste. Con las novelas ocurre lo mismo, pero el efecto es otro. Lo que en las crónicas es simple y brutal amputación, en las novelas es elipsis. Y si a veces esta elipsis también irrita, la irritación viene compensada por el toque de modernidad que imprime a los relatos y al que ya me he referido anteriormente.

Contrariamente al juicio de que Baroja era un escritor anacrónico que deambulaba por el siglo XX con la vista fija en el XIX, la percepción que Baroja tenía o intuía de la novela difería poco de la de aquellos escritores contemporáneos cuyo desconocimiento le reprochaba Juan Benet.

Porque lo que Baroja vio o intuyó fue que los lectores que leían sus novelas no eran los mismos lectores que varias décadas atrás habían leído a su admirado Dickens. Los lectores de Baroja, conscientemente o no, esto poco importa, no seguían las peripecias de Aviraneta como sus antecesores habían seguido las peripecias de Oliver Twist. Lo que ahora seguían los lectores era a Pío Baroja relatando las peripecias de Aviraneta. De este modo, Baroja estableció un pacto tácito con sus lectores, en virtud del cual éstos aceptaban, saboreaban y casi exigían los defectos obvios de Baroja: los arranques titubeantes de las novelas, las digresiones, las vías muertas, las idas y venidas de los personajes de ninguna parte a ninguna parte, en suma, una narración pura para la que las dotes naturales de Baroja no tenían rival. A cambio de esto, Baroja había de ser siempre el mismo, no sólo en los escritos, sino en la vida: el personaje de Baroja que en algún momento, sin saber muy bien cómo, él mismo había creado: Baroja-persona sólo era Baroja-escritor: un hombre huraño, prematuramente avejentado, irresoluto y confuso ante todo lo que no fuera la aventura de inventar y escribir: un hombre sin familia, casi inexistente, sin otra personalidad que la que los demás quisieran otorgarle: el anarquista, el fascista, el novelista famoso, el inofensivo tertuliano, el hombre malo de Itzea.

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