"Alors, dis-lui que je veux lui parler; vas vite", dijo ella.
Quería ser amable con él, razonar de igual a igual; en cambio torció el gesto cuando lo vio entrar en el saloncito.
– ¡Cómo dijo con cierta estridencia en la voz-, ¿a estas horas y ya en "robe de chambre"?
Nicolau se disculpó a trompicones: no pensaba salir, dijo; había decidido destinar la velada a la lectura, pero si ella proponía otra cosa… No, no, está bien así, dijo ella; anda, vete ya; tengo un dolor de cabeza terrible. No quiero que nadie me moleste hasta mañana. Se encerró bajo llave en el gabinete y estuvo confeccionando y rompiendo borradores hasta altas horas. Por fin dio con un tono que le pareció apropiado.
"Su carta, mi estimada amiga, me ha producido una mezcla de gratitud y desconcierto que usted será la primera en comprender", escribió. "Siempre he sido del parecer de que en asuntos matrimoniales son los propios interesados quienes deben decidir guiados antes que nada por sus sentimientos y que no somos nosotras las madres las que hemos de imponer nuestro criterio, por más que nazca del más desinteresado de los deseos, etcétera". La esposa de don Humbert Figa i Morera leyó esta carta y comprendió que tenía todos los triunfos en la mano; la carta, aunque evasiva, establecía un lenguaje común, abría un cauce al diálogo y a la negociación. Con orgullo legítimo le mostró la carta a su marido. Él la leyó y no entendió nada.
– Aquí dice que de boda nanay -fue todo lo que se le ocurrió comentar.
– Humbert, no seas tótil -replicó ella con sarcasmo-. El mero hecho de que me haya contestado ya implica un sí, aunque conteste para decir que no. Son argucias de mujer.
A Nicolau Canals i Rataplán su madre lo enfrentó a los hechos consumados. Él, que no sospechaba nada, que no había visto fraguarse la tormenta, apenas si acertó a improvisar una débil oposición.
– Bah, bah -interrumpió ella taconeando nerviosamente en el "parquet"-, ¿qué sabes tú de la vida? Yo en cambio tengo experiencia, he sufrido mucho, soy tu madre y sé lo que te conviene -dijo. Luego añadió con una convicción visiblemente fingida-: Lo que te conviene es irte a Barcelona y casarte con esa chica. Nada impide que seáis felices.
– ¿Pero usted sabe quién es esa gente, mamá? -balbució-:
Son los mismos que hicieron asesinar a papá.
– Habladurías -atajó ella-. Y en todo caso no fue esa chica quien lo hizo. Ella debía de ser una niña de teta o poco menos por esas fechas. Además lo pasado, pasado está. Han transcurrido muchos años desde entonces: no podemos vivir siempre con el pasado a cuestas, ¿qué dices?
Nicolau Canals i Rataplán estuvo paseando por las calles y regresó al hotelito de la rue de Rivoli al caer la tarde.
Entró directamente a ver a su madre y cuando estuvo con ella le dijo:
– Yo no me quiero casar, mamá. Ni con esa chica, de cuyas cualidades no dudo, ni con ninguna otra. Y tampoco quiero irme a vivir a Barcelona. Yo lo que quiero es quedarme aquí con usted. Aquí, en París, somos felices, ¿verdad, mamá?
A ella le faltó valor para decirle que no, que ella no era feliz por culpa de él, de su presencia precisamente. Esto no tiene nada que ver con lo que hablábamos antes, se limitó a replicar. Ya no tienes edad de vivir pegado a las faldas de tu madre, agregó. Él tuvo entonces un atisbo de la verdad y abrió los brazos en lo que quería ser un gesto de aquiescencia.
– Si es la convivencia conmigo lo que le incomoda -dijo-, puedo irme a vivir a una mansarda de Montparnasse.
Después de mucho porfiar llegaron a un acuerdo: Nicolau Canals i Rataplán haría un viaje a Barcelona, trabaría conocimiento con Margarita Figa i Clarença y sólo entonces, con pleno conocimiento de causa, sería tomada una decisión definitiva. Quedaba en sus manos la opción de volver a París si quería. Esto por parte de ella equivalía a una claudicación, pero no se veía con fuerzas para obligarle a más. Había hecho falta esta crueldad, que ella estimaba necesaria, para que se diera cuenta de lo unida que estaba a su hijo después de todo; ansiaba librarse de él, pero ahora la inminencia de su partida la llenaba de tristeza y volvían a asaltarle los presentimientos más aciagos. Todas estas cosas, mientras tanto, habían llegado a oídos de Onofre Bouvila, que desde su reclusión voluntaria urdía una estrategia para alterar una situación que le era tan desfavorable.
Como primera providencia hizo averiguar el paradero y seguir los pasos de Osorio, el terrateniente de Luzón, y de Garnett, el agente norteamericano de aquél en las Filipinas, a quienes había conocido casualmente en la finca de la Budallera la tarde infausta en que fue a pedir la mano de Margarita Figa i Clarença. Así. supo que el norteamericano se hospedaba en una suite del hotel Colón, que en aquel entonces estaba situado en la plaza Cataluña, junto al paseo de Gracia; que hacía en el hotel todas las comidas y que sólo se aventuraba a salir en un coche cerrado de alquiler que dos veces a la semana, los martes y los jueves, iba a buscarle al hotel y lo depositaba a la puerta de un fumadero de opio situado en Vallcarca. Allí pasaba la noche. Por la mañana el mismo coche de alquiler lo recogía en el fumadero y lo devolvía al hotel.
A este fumadero célebre, el último de los que existieron notoriamente en Barcelona, acudían caballeros y no pocas damas de la buena sociedad; allí acudían también modistillas y aprendizas. Aún no se sabía que el opio y sus derivados producían acostumbramiento; su consumo no estaba ni penado ni mal visto. Luego muchas de aquellas jóvenes, para poderse procurar un placer que sus escasos medios no les permitían adquirir con la periodicidad necesaria, caían en la práctica de la prostitución. Generalmente las personas que regentaban fumaderos de opio regentaban también prostíbulos clandestinos en los que era fácil encontrar menores de edad. Garnett mataba el resto del tiempo encerrado en la suite del hotel leyendo las aventuras de Sherlock Holmes, desconocidas todavía en España, pero muy populares ya en Inglaterra y en los Estados Unidos, de donde se las hacía enviar por mediación de American Express. Por su parte, Osorio y Clemente había alquilado un piso en la calle Escudellers. En esta calle, entonces de buen tono, vivía con un criado filipino por toda ayuda y un lulú de Pomerania por toda compañía. Cada mañana oía misa en San Justo y Pastor. Concurría por las tardes a una peña taurina integrada principalmente por militares retirados, como él mismo, altos funcionarios destinados en Barcelona y policías de rango superior. En esta peña se jugaba también al mus.
Onofre Bouvila decidió abordar a Garnett.
Fue a verle al hotel y le expuso sus intenciones sin rodeos. Osorio está acabado, le dijo; es viejo y el clima tropical es implacable con los viejos. Si le ocurriese algo grave usted podría maniobrar de tal modo que todas las propiedades de Osorio, que actualmente figuran a su nombre, en lugar de pasar a manos de sus herederos pasaran a las mías, pongamos por caso, le dijo. El norteamericano entornó los párpados. Bebía a pequeños sorbos una mezcla de limonada, ron de caña y agua de seltz.
– Jurídicamente -dijo al fin- el asunto es más complicado de lo que parece.
– Lo sé -dijo Onofre mostrándole un pliego de papeles manuscritos-. Me he procurado copia de los contratos que ustedes suscribieron ante el abogado Figa i Morera.
– Sí, claro -dijo Garnett ojeando los contratos-, habría que contar con la cooperación de don Humbert.
– Yo me ocupo de ello -dijo Onofre.
– Y de Osorio, ¿quién se ocupa? -dijo Garnett.
– También yo -dijo Onofre.
El norteamericano dijo que prefería no seguir hablando de aquel tema. Venga a verme dentro de tres o cuatro días, dijo; tengo que recapacitar. Transcurrido el plazo fijado por Garnett, volvieron a verse. En esta ocasión el norteamericano manifestó sus escrúpulos: Si a Osorio le ocurre algo… ¿cómo dijo usted?…, algo grave, eso es; si le ocurre algo grave, ¿no es fácil que todo tienda a involucrarme a mí en esa desgracia?, dijo. Onofre Bouvila sonrió.
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