allí se habían dado cita durante dos años Delfina y Sisinio.
Él sabía dónde estaba la trampilla que daba acceso a la pensión: por ella había salido al tejado para untarlo de aceite. El tercer piso estaba vacío y sus antiguos ocupantes, en la cárcel. Si había guardias al acecho éstos estarían en el vestíbulo esperando verlo entrar por la puerta, de ningún modo por el tejado. La oscuridad reinante favorecía sus planes:
sólo él conocía todos los recovecos de la casa al dedillo, él podía recorrerla sin tropezar. Bajó al segundo piso y empujó la puerta de la habitación de mosén Bizancio, oyó la respiración del cura anciano que dormía, se escondió debajo de la cama y esperó. Cuando el reloj de la parroquia de la Presentación dio las tres, el cura se levantó y salió del cuarto. No tardaría más de dos minutos en regresar, pero tampoco menos: con este margen de tiempo tenía que actuar.
Metió la mano en el colchón y descubrió que el dinero había volado. Perdió el tiempo tanteando una y otra vez, hurgando en la paja del colchón, que se desmenuzaba entre sus dedos. Pero sabía que no había error: el dinero ya no estaba allí. Oyó a mosén Bizancio, que volvía del cuarto de baño. Pensó en saltarle al cuello, acogotarle hasta averiguar qué había sido del dinero, pero desistió de hacerlo. Si la policía estaba allí y oía algún ruido sospechoso acudiría sin tardanza pistola en mano. Había que esperar, buscar una ocasión mejor que la presente, se dijo. Tuvo que pasar una hora bajo la cama, asfixiándose hasta que el cura volvió a ir al cuarto de baño. Entonces salió de debajo de la cama entumecido, ganó el corredor y luego sigilosamente la escalera, el tejado y la calle. De madrugada vio pasar a mosén Bizancio camino de sus devociones. Cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía salió a su encuentro.
– ¡Onofre, qué alegría verte, chico! -exclamó el cura-.
Pensaba que ya no te vería nunca más -se le humedecieron los ojos de emoción genuina al decir esto-. Ya ves tú qué cosas terribles han pasado. Precisamente me dirigía yo ahora a la iglesia a ofrecer una misa por la pobre señora Agata, que es la que más la necesita. Luego ofreceré otras por el señor Braulio y por Delfina; cada cosa a su debido tiempo.
– Me parece muy bien, padre, pero dígame dónde está mi dinero -le dijo Onofre.
– ¿Qué dinero, hijo? -preguntó mosén Bizancio. Nada parecía indicar que la ignorancia del anciano no fuera sincera. Tal vez la propia Delfina ocultó el dinero antes de acudir a la policía con su delación, pensó Onofre; o la policía dio con él en el curso del registro. Era posible incluso que mosén Bizancio hubiese encontrado el dinero casualmente y lo hubiese destinado a obras de caridad sin saber muy bien lo que hacía.
Después de todo, ¿cómo podía sospechar nadie que ese dinero era mío?, se dijo. Ah, en mala hora no lo fui gastando a medida que lo ganaba, como hacía Efrén Castells.
Camino de la Exposición, adonde se dirigía por ver de salvar al menos parte de lo robado por los niños, tuvo que hacerse a un lado para dejar paso a un cortejo vistoso: los toros de lidia eran conducidos de la estación a la plaza para ser muertos allí durante las fiestas, por diestros famosos del momento: Frascuelo, Guerrita, Lagartijo, Mazantini, Espartero y Cara-ancha. Los bichos cabeceaban, lanzaban cornadas a los mirones y se detenían a examinar con ojos miopes la base de algunas farolas. Al paso de los cabestros algún gracioso desanudaba el pañuelo y parodiaba unos lances. Los gañanes daban en la cabeza a los cabestros con las garrochas y si podían al gracioso también. Llegado al parque de la Ciudadela fue al pabellón donde guardaban los relojes y lo encontró vacío. Es el fin, pensó. Al salir del pabellón, dos hombres se colocaron junto a él, uno a cada lado. Cada uno de ellos le sujetó un brazo. Onofre advirtió que uno de estos hombres era extraordinariamente guapo. También comprendió que toda resistencia era inútil y se dejó conducir con mansedumbre.
Antes de abandonar el recinto echó la vista atrás: los pabellones habían sido revestidos de la noche a la mañana y ahora centelleaban al sol; a través de las ramas de los árboles, movidas por la brisa, se veían quioscos y estatuas, toldos y parasoles y las diminutas cúpulas arábigas de los tenderetes y casetas. En la plaza de Armas, frente al antiguo Arsenal, unos ingenieros venidos ex profeso de Inglaterra probaban la Fuente Mágica. Hasta sus secuestradores se quedaron por un instante boquiabiertos. Las columnas y arcos de agua cambiaban de forma y de color sin aparente manipulación ni adición de tintes: todo era obra de la electricidad. Así tendría que ser siempre la vida, pensó Onofre dejándose llevar posiblemente a la muerte. ¿Y Efrén?, se preguntaba, tantas pesetas como me lleva costado y ahora que lo necesito, ¿dónde anda? No podía sospechar que Efrén lo seguía fielmente a distancia, agazapado.
– Sube a este coche -le dijeron al llegar ante una berlina.
Las ventanas tenían echado el visillo y no se veía quién, si alguien, ocupaba el carruaje. Al pescante había un cochero sin uniformar, algo viejo, que fumaba en pipa.
– Yo aquí no subo -dijo Onofre.
Uno de los secuestradores había abierto la portezuela del coche, el otro lo zarandeó. Arriba sin chistar, le dijo.
Onofre obedeció. Sentado había un hombre solo. Parecía cincuentón, pero podía ser más joven; abultado de tripa y papada, pero cenceño de hombros y pómulos, tenía la frente chata y alta, acabada en ángulo recto. Allí una pelambrera aún no cana, salvo en las sienes, crecía recortada a modo de césped. No usaba patillas; de punta a punta de oreja iba cuidadosamente rasurado, aunque ostentaba un bigote espeso y arremangado, un poco a la manera de los mariscales de Francia, y era don Humbert Figa i Morera, para quien tantos años había de trabajar.
El séquito de un monarca era en aquel entonces numeroso por unas razones de orden práctico y otras simbólicas, de más peso, como ésta: que siendo el Rey el trasunto de Dios en la tierra, estaba mal que realizara por sí mismo cualquier función, incluso la de llevarse la cuchara a la boca; y esta otra: que los reyes de España desde tiempo inmemorial no despedían nunca a quienes les habían servido siquiera momentáneamente, que todo servicio prestado a la casa real llevaba aparejado un cargo vitalicio y que se había dado el caso de monarcas que ya en edad madura habían ido a la guerra llevando consigo a su anciana nodriza, ama seca y niñera (pues el Rey no podía descender a decir: ya de esto no necesito, lo que podría implicar por una parte necesidad de ahorro y por la otra el reconocimiento de haber necesitado algo en alguna ocasión) como si se tratara de senescal, mayordomo o sumiller, lo que en conjunto creaba a su alrededor un laberinto, un gentío que con frecuencia impedía comunicarse con él los generales en tiempo de guerra y los ministros en tiempo de paz. Por eso, los reyes casi nunca abandonaban la corte. S.M.
don Alfonso XIII (q. D. g.) contaba dos años y medio en 1888, cuando llegó a Barcelona en compañía de su madre, doña María Cristina, la reina regente, y de sus hermanas y séquito. La ciudad quedó paralizada. A los reyes se les había habilitado la antigua residencia del gobernador de la Ciudadela (con lo cual, por añadidura, estaban ya dentro del recinto de la Exposición y se soslayaba el engorroso trámite de la entrada, que valía una peseta, o del abono, que valía veinticinco) y el edificio llamado del Arsenal, pero a los camarlengos y veedores, cazadores y palafreneros, monteros y sobrestantes, ballesteros de maza, despenseros, cereros, tapiceros, limosneros, camaristas, azafatas, damas y dueñas hubo que hospedarlos donde buenamente se pudo. La llegada de soberanos, nobles y dignidades de otros países complicó las cosas. Hubo anécdotas para todos los gustos, como ésta: la de que un burgrave sajón tuvo que compartir por una noche la cama con un artista recién llegado de París, según reza el cartel del Circo Ecuestre, que acto seguido anuncia su espectáculo de gatos amaestrados; o la del estafador que haciéndose pasar por Gran Mogol consiguió cenar de gracia, por su bella cara, en varias fondas y cafés. La gente, los barceloneses se esmeraban por allanar todas las dificultades al visitante, aun a costa de arrostrar las mayores fatigas y perjuicios, por lo cual recibían muy mal pago, como suele suceder en estos casos. Los visitantes, por lo general, mostraban altivez, arrugaban la nariz por cualquier nimiedad y andaban diciendo: qué asco, qué lugar, qué gente más necia, etcétera. Creían que el desdén era de buen tono.
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