Antonio Molina - El Invierno En Lisboa

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Esta historia es un homenaje al cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los motivos del crimen.
Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm.
Mientras, un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible.
El Invierno en Lisboa confirmó plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en 1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy Gillespie.

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Biralbo aún no dijo nada: que al cabo de tanto tiempo alguien le hablara de Lucrecia, que Billy Swann hubiera estado con ella en Berlín, provocaba en él un raro estado de estupor, casi de miedo, de incredulidad. No le preguntó a Billy Swann qué había sido de la carta: tampoco se le ocurrió indagar por qué Lucrecia no la había confiado al correo. Según sus noticias, Billy Swann se había marchado de Berlín hacía tres o cuatro meses, volvió a América, casi lo dieron por muerto en aquel hospital de Nueva York donde tardó semanas en recobrar la conciencia. No quería preguntarle nada porque temía que dijera: «Olvidé la carta en el hotel de Berlín, se me extravió en un aeropuerto la maleta donde la guardaba.» Deseaba tanto leerla que tal vez en aquel instante la habría preferido a una aparición súbita de Lucrecia.

– No la he perdido -dijo Billy Swann, y se incorporó para abrir el estuche de su trompeta, que estaba sobre la mesa de noche. Todavía le temblaban las manos, la trompeta cayó al suelo y Biralbo se inclinó para recogerla. Cuando se puso en pie, Billy Swann había abierto el doble fondo del estuche y le tendía la carta.

Miró los sellos, la dirección, su propio nombre escrito con aquella letra que nunca vulnerarían la soledad ni la desgracia. Por primera vez el remite no era una larga inicial, sino un nombre completo, Lucrecia . Palpó el sobre y le pareció delgadísimo, pero no llegó a abrirlo. Lo percibía liso y sensitivo bajo las yemas de los dedos como el marfil de un teclado que aún no se decidiera a pulsar. Billy Swann había vuelto a tenderse en la cama. Era una tarde de finales de mayo, pero él estaba tendido con su traje negro y sus zapatones de cadáver y se había tapado con la colcha hasta el cuello, porque le dio frío al levantarse. Su voz era más lenta y nasal que nunca. Hablaba como repitiendo circularmente los primeros versos de un blues.

– Vi a tu chica. Yo abrí la puerta y ella estaba sentada en mi camerino. Era muy pequeño y ella estaba fumando, lo había llenado todo de humo.

– Lucrecia no fuma -dijo Biralbo; fue una satisfacción menor afirmar ese detalle, tan preciso como la exactitud de un gesto: como si de verdad recordara de pronto el color de sus ojos o el modo en que ella sonreía.

– Estaba fumando cuando yo entré. -A Billy Swann le enojaba que alguien dudara de su memoria-. Antes de verla me dio el olor de los cigarrillos. Sé distinguirlo del de la marihuana.

– ¿Recuerdas qué te dijo? -Ahora sí, ahora Biralbo se atrevía. Billy Swann se volvió muy despacio hacia él, con su cabeza de mono segada por la blancura de la colcha, y sus arrugas se agravaron cuando empezó a reír.

– No dijo casi nada. Le preocupaba que yo no me acordara de ella, como a esos tipos que me encuentro de vez en cuando y me dicen: «Billy, ¿no te acuerdas de mí? Tocamos juntos en Boston el cincuenta y cuatro.» Así me habló ella, pero yo me acordaba. Me acordé cuando le vi las piernas. Puedo reconocer a una mujer entre veinte mirándole sólo las piernas. En los teatros hay muy poca luz, y uno no ve las caras de las mujeres que hay sentadas en la primera fila, pero sí sus piernas. Me gusta mirarlas mientras toco. Las veo mover las rodillas y golpear el suelo con los tacones para llevar el ritmo.

– ¿Por qué te dio la carta? Tiene puestos los sellos.

– Ella no llevaba tacones. Llevaba unas botas planas, manchadas de barro. Unas botas de pobre. Tenía mejor aspecto que cuando me la presentaste aquí.

– ¿Por qué tenías que ser tú quien me diera la carta?

– Supongo que le mentí. Ella quería que tú la recibieras cuanto antes. Sacó del bolso el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres. Lo dejó todo en la mesa del camerino y no encontraba la carta. Hasta un revólver tenía. Se arrepintió antes de sacarlo, pero yo lo vi.

– ¿Tenía un revólver?

– Un treinta y ocho reluciente. No hay nada que una mujer no pueda llevar en el bolso. Por fin sacó la carta. Yo le mentí. Ella quería que lo hiciera. Le dije que iba a verte en un par de semanas. Pero luego me marché del club y vino todo aquello de Nueva York… Puede que no le mintiera entonces. Supongo que pensaba venir a verte y que me equivoqué de avión. Pero no perdí tu carta, muchacho. La guardé en el doble fondo, como en los viejos tiempos…

Al día siguiente Biralbo despidió a Billy Swann con una doble sospecha de orfandad y de alivio. En el vestíbulo de la estación, en la cantina, en el andén, intercambiaron promesas embusteras: que Billy Swann abandonaría provisionalmente el alcohol, que Biralbo escribiría una carta blasfema para despedirse de las monjas, que iban a verse en Estocolmo dos o tres semanas más tarde. Biralbo no escribiría más cartas a Berlín, porque contra el amor de las mujeres no cabía mejor remedio que el olvido. Pero cuando el tren se alejó Biralbo entró de nuevo en la cantina y leyó por sexta o séptima vez aquella carta de Lucrecia, eludiendo sin éxito la melancolía de su apresurada frialdad: diez o doce líneas escritas en el reverso de un plano de Lisboa. Lucrecia aseguraba que regresaría pronto y le pedía disculpas por no haber encontrado otro papel donde escribirle. El plano era una borrosa fotocopia en la que había, hacia la izquierda, un punto retintado en rojo y una palabra escrita con una letra que no pertenecía a Lucrecia: Burma .

Capítulo VI

Que Floro Bloom no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable si uno ignoraba su inveterada pereza o su propensión a las formas más inútiles de la lealtad. Parece que su verdadero nombre era Floreal: que venía de una familia de republicanos federales y que hacia 1970 fue feliz en algún lugar del Canadá, a donde llegó huyendo de persecuciones políticas de las que no hablaba nunca. En cuanto a ese apodo, Bloom, tengo razones para suponer que se lo asignó Santiago Biralbo, porque era gordo y pausado y tenía siempre en sus mejillas una rosada plenitud muy semejante a la de las manzanas. Era gordo y rubio, verdaderamente parecía que hubiera nacido en el Canadá o en Suecia. Sus recuerdos, como su vida visible, eran de una confortable simplicidad: un par de copas bastaban para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a él: movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped y sabían la hora exacta de la noche en que debían regresar para apurar los restos de la cena. A veces uno estaba comiendo en aquel lugar y una ardilla se le posaba en la mesa. En la barra del Lady Bird, Floro Bloom las recordaba como si pudiera verlas ante sí con sus lacrimosos ojos azules. No se asustaban, decía, como refiriendo un prodigio. Moviendo el hocico le lamían la mano, como gatitos, eran ardillas felices. Pero luego Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda del Lady Bird y establecía vaticinios: «¿Te imaginas que una ardilla se acercara aquí a la mesa de un restaurante? La degollaban, seguro, le hincaban un tenedor.»

Aquel verano, con los extranjeros, el Lady Bird conoció una tenue edad de plata. Floro Bloom asistía a ella con un poco de fastidio: inquieto y fatigado andaba atendiendo las mesas y la barra, casi no tenía tiempo de conversar con los habituales, quiero decir, con los que sólo muy de tarde en tarde pagábamos. Desde el otro lado de la barra miraba el bar con el estupor de quien ve su casa invadida por extraños, venciendo una íntima reprobación ponía los discos que le reclamaban, escuchaba con indiferencia ecuánime confesiones de borrachos que sólo hablaban en inglés, acaso pensaba en las ardillas dóciles de Quebec cuando parecía más perdido.

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