Tomás Martínez - El Vuelo De La Reina

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G. M. Camargo, el todopoderoso director de un diario de Buenos Aires, se obsesiona por Reina Remis, una periodista de talento a la que dobla en edad. Su soberbia le impide ver que los sentimientos ajenos no están bajo su dominio, y esa ceguera lo sume en una historia de amor de la que saldrá transfigurado. A partir de esa intriga clásica, Tomás Eloy Martínez construye una novela irresistible sobre el deseo, el poder y la identidad. Casi todo lo que sucede, sucede dos veces, de un modo siempre más oscuro y desconcertante.La corrupción política y la impunidad en un país que se va viniendo abajo, y el creciente delirio erótico, van dibujando un friso cuyo final, imprevisible, arrastra a los lectores otra vez a la primera línea del libro, atrapados por una historia que se parece tanto a la vida.

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Ahora la ha puesto de espaldas. Avanza las imágenes a voluntad, despacio, una por una, tratando de adivinar qué hay más allá del cuerpo, qué espacios del alma se abren al otro lado de estos bordes físicos que no puede traspasar, cuáles de sus recuerdos, aflicciones y felicidades se ocultan al escrutinio de la cámara. Se detiene en este lunar de la pierna y en la casi invisible mancha rosada que se extiende al centro de la espalda, junto a la espina dorsal, y luego va más rápido, se abre paso hacia las nalgas, se mueve con tanta ansiedad que los muslos de la mujer, cuando ella se despereza, parece que estuvieran temblando. El efecto de aceleración de la imagen es sin embargo imperfecto, la irrealidad se despierta en él como el aleteo de un pájaro inoportuno y, aunque extiende las manos para tocar a la mujer, sabe que ella no está ahí, que su cuerpo es sólo un dibujo de la luz sin olor ni sabor, y que alguna vez tendrá que contarle todo lo que ha hecho con esas imágenes y todo lo que esas imágenes le han hecho.

Durante más de una semana le ha dado vueltas a la idea de filmarla mientras ella duerme, y luego proyectar los videos a tamaño natural en la pantalla del televisor que hay en su casa. La cámara que va a usar es apenas mayor que un puño y casi no hace ruido, pero él quiere que la operación dure horas, tantas como en Sleep de Andy Warhol, la travesía completa de una noche de sueño pero, a diferencia de Warhol, no debe ser una cámara pasiva sino una fuerza de la naturaleza que atrape cada desplazamiento de la respiración, cada mudanza de los poros, una cámara ávida que absorba y devore lentamente a la mujer. Necesita, para eso, que ella no se despierte. Entrar en su departamento no es ya un problema: tiene copias de las llaves. Lo que quisiera es infundirle un sueño profundo, para que ella ni siquiera se dé cuenta de lo que está sucediéndole.

Le ha dicho a uno de sus médicos que tiene problemas de insomnio y que, para reponerse, desearía dormir un día entero, desde la medianoche de un sábado hasta las cuatro de la tarde del domingo, por ejemplo. El médico le ha recomendado primero un ansiolítico, una droga que le relaje los músculos y ahuyente las tensiones, pero él lo rechaza. Ya otras veces ha hecho el intento, le dice, y ha sido peor: en vez de decrecer, la ansiedad lo ha vuelto loco. Un hipnótico, eso es lo que le hace falta. Fenobarbital entonces, responde el médico, después de dudar un rato. Si no damos con la dosis que te conviene, podrías despertarte con dolores de cabeza y mareos. No quisiera que luego me lo reclames. Un hipnótico, insiste A. Al fin de cuentas, es sólo para una vez. No tengo miedo a una reacción desfavorable de tu hígado y tus riñones, le dice el médico. Me preocupa que pueda afectare el miocardio. En todo caso, no te excedas de dos comprimidos antes de dormir, doscientos miligramos. Tampoco se ce ocurra beber alcohol: ni una gota. El efecto va a ser más firme con el organismo limpio. ¿Y si tomara tres veces eso?, pregunta él. Si quisiera caer desmayado y olvidar todo y echarme al cuerpo seiscientos miligramos, por ejemplo, ¿qué me podría pasar? No te morirlas, dice el médico, pero te costaría levantarte. Sufrirlas de vértigo, tu sueño se parecería al de las anestesias, seguramente vomitarlas. El efecto no sería muy diferente, pero las consecuencias, inútilmente, te harían sufrir. No se te ocurrirá probar eso, ¿no? Para qué, responde él.

Sabe que la mujer nunca sale de su trabajo antes de las once y, si vuelve a la casa porque necesita arreglarse para alguna cena, lo hace entre las ocho y las nueve. Va a tener, entonces, tiempo suficiente para entrar en el departamento y preparar la filmación. Una pareja sin techo duerme desde hace meses a la entrada del edificio contiguo al de la mujer, debajo de un balcón curvo, donde funciona una tintorería que cierra temprano. La pareja tiende con canto desparpajo sus cartones y frazadas ruinosas, marca su espacio con un instinto de propiedad tan férreo, que para llegar a la puerta del departamento hay que saltar sobre ellos. Cuando es invierno, pasa un camión municipal y los lleva a los refugios, pero los sin techo siempre regresan. Quizás ese nicho de la ciudad oscuro y sucio donde duermen es el único que les permite ser ellos mismos, sentir que están vivos.

La noche que él ha elegido para la filmación también está la pareja estorbándole el paso. El hombre tiene menos de cuarenta años y desentona con el desamparo en que vive. Sus brazos son fuertes, la mirada es rebelde y cobradora, y los ojos, siempre hinchados, observan el mundo con un desencanto tan hondo que tal vez sea anterior al mundo. Tanto a él como a su compañera se les han caído los dientes. A ella sólo le quedan tres incisivos de abajo; a él, un canino absurdo, que le desfigura los labios. La vagabunda lleva ya semanas enferma y el hombre pasa despierto la mayor parte de la noche, cuidándola y acariciándola. Ella es mucho mayor que él pero no tanto como para ser su madre. Tampoco se le parece en nada. Su cuerpo está cubierto de escaras: hay una sobre el omóplato, en especial, que se le abre como una segunda boca. Una noche, el sin techo ha salido corriendo en busca de una ambulancia y, como no le han permitido ir con la mujer al hospital, se queda esperando el amanecer de pie, como si al amanecer los hechos pudieran rehacer la realidad tal como era un día antes. Quién sabe dónde esos dos pobres seres han encontrado fuerzas para volver semanas más tarde y yacer otra vez en su cama de ruinas, la noche en que él lleva un gramo de fenobarbital dividido en cuatro sobrecitos y entra en el departamento de la mujer sin que nadie lo vea, como siempre.

De acuerdo con sus cálculos, para infundir un sueño profundo, de anestesia -como ha dicho el médico-, debe disolver seiscientos miligramos de la droga por cada vaso. Aunque ella beba sólo un sorbo, la dosis no debe bajar de seiscientos miligramos. Ya sabe cuál va a ser el líquido: el jugo de naranja que toma antes de acostarse. Ha estudiado con esmero esa rutina. La mujer tiene un cartón de jugo de tres cuartos y lo agita varias veces antes de servirse. Por lo que puede estimar, en el cartón queda ahora menos de un vaso. Le parece improbable que la mujer abra un cartón nuevo. En el cuarto que alquila enfrente ha probado varias veces, con un polvo inocuo, la consistencia y el sabor que tendrá el jugo cuando le abada el medicamento. No se advierte la diferencia. A veces quedan restos del polvo en el fondo pero, aunque ella viera el residuo, jamás pensaría que se trata de una droga.

No necesita encender las luces ahora. Conoce palmo a palmo el departamento. Le basta con el destello que sale de la heladera cuando entorna la puerta. Vierte el fenobarbital en el cartón y agita el líquido con energía. Aunque ha molido los comprimidos hasta volverlos impalpables, unos pocos puntos blancos flotan, rebeldes, en la espuma del jugo. Está preparado para eso: ha traído un colador de trama muy fina, a través del cual vierte el jugo en un recipiente acanalado, y luego de filtrarlo lo devuelve al cartón. Una vez más lo agita. Por un momento piensa en esconderse dentro del vestidor, donde hay espacio de sobra, para observar el efecto de la droga. Al fin de cuentas, ha llevado todo lo que necesita: la cámara ya cargada y dos casetes con películas de repuesto. Aunque ha sentido muchas veces la tentación de esconderse, la desecha: la mujer podría buscar algo imprevisto en el vestidor y descubrirlo. O podría reaccionar a la droga de una manera impensada, desmayándose o gritando, y él no quiere estar en la casa si eso ocurre. Por fin ha mezclado tres bolsitas de fenobarbital con el jugo, doscientos cincuenta miligramos más de lo que hace falta. Los residuos del colador y lo que pueda quedar en el fondo del cartón ajustarán la dosis.

Lava con delicadeza los recipientes que ha usado, los seca con el repasador que lleva consigo y echa un último vistazo al cartón. La espuma está asentándose y la droga se ha disuelto mejor de lo que esperaba. Antes de marcharse, no puede resistir la tentación de encender la linterna y espiar el contenido de los cajones. Hay nuevas notas para el ensayo en el que la mujer lleva semanas trabajando, pero esta vez el lenguaje es más desprolijo y apresurado: «Antes y después de Jesús abundaron en Palestina los profetas y magos que se proclamaban mesas o hijos de Dios. Eran campesinos iletrados en su mayoría. Alentaban la resistencia popular contra Roma y se los consideraba hombres santos o piadosos que, al entrar en contacto con los poderes divinos para curar enfermos o atraer lluvias, ponían en peligro su salud. Jesús era uno de miles, y su doctrina tiene puntos de contacto con la de los esenios, los baptistas y los zelotes. Ni siquiera es demasiado original. Me pregunto qué razón mayúscula determinó que su nombre entrara en la historia por encima de otros iguales. Encuentro sólo una respuesta: Jesús debe su eternidad a la escritura. Los evangelistas escribieron en detalle lo que dijo e hizo, y organizaron un cuerpo de doctrina que permitió a los catecúmenos sentirse partes de un todo superior. También los esenios trataron de perpetuarse a través de la escritura, pero cuando sus rollos fueron descubiertos en Qumrán no les quedaba espacio en la historia, porque Jesús ya los había ocupado todos.

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