Tomás Martínez - El Vuelo De La Reina

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G. M. Camargo, el todopoderoso director de un diario de Buenos Aires, se obsesiona por Reina Remis, una periodista de talento a la que dobla en edad. Su soberbia le impide ver que los sentimientos ajenos no están bajo su dominio, y esa ceguera lo sume en una historia de amor de la que saldrá transfigurado. A partir de esa intriga clásica, Tomás Eloy Martínez construye una novela irresistible sobre el deseo, el poder y la identidad. Casi todo lo que sucede, sucede dos veces, de un modo siempre más oscuro y desconcertante.La corrupción política y la impunidad en un país que se va viniendo abajo, y el creciente delirio erótico, van dibujando un friso cuyo final, imprevisible, arrastra a los lectores otra vez a la primera línea del libro, atrapados por una historia que se parece tanto a la vida.

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– No pudo haber tal visión -contestó ella con soltura-. Se cae de maduro. Si el presidente hubiera dicho que vio a la virgen María o a cualquier santo o a un arcángel, la aparición sería dudosa pero verosímil. Con Jesucristo se pasó de ambicioso, o de ignorante. Cristo sólo puede reaparecer en estado de gloria, y eso si se avecina el fin del mundo. Si no es así, se trata de un impostor, del demonio, o del hermano gemelo del mesías. ¿Alguien tiene una Biblia por acá, un Nuevo Testamento?

Escéptico, Camargo bajó los pies del escritorio y tomó de la biblioteca, a sus espaldas, un ejemplar de la Biblia de Jerusalén. Reina levantó la cabeza y d tiempo dejó de moverse. Mojó con la punta de la lengua el carbón de un lápiz y marcó tres versículos de la Epístola a los Tesalonicenses más un capítulo entero del Evangelio de Mateo.

– Fíjense en Mateo -dijo-. La segunda venida de Cristo, que en griego se llama Pamsía, debe estar precedida por guerras, hambres y terremotos. Hasta ahí el vidente podría tener razón, porque nos ha caído poco o mucho de todo eso. Pero también Mateo advierte, citando a Jesús, que habrá falsos profetas y falsos cristos creando la ilusión de la segunda venida. Sobre ese punto Mateo es muy escrupuloso. Lean con atención el capítulo 24. No hay que creer, dice, a los que anuncian que Cristo ha vuelto a predicar en los desiertos o está yendo y viniendo por las casas. Porque cuando de veras llegue, se abrirá el cielo, se llenará de luz y lo veremos todos. La epístola de san Pablo es todavía más elocuente. Sabremos que Cristo ha vuelto, dice, porque un arcángel hará sonar la trompeta de Dios, y el Señor descenderá en compañía de todos los justos resucitados. No es eso lo que ha pasado en Olivos, ¿no? Lo que el presidente vio en el limonero, si es que vio algo, fue un espejismo. O está mintiendo. O se le apareció el demonio. Cualquier aprendiz de teología puede explicar eso mejor que yo. Me extraña que no hayan protestado más obispos. O que Juan Pablo II no se haya quejado desde Roma.

– No creo que lo hagan hoy ni mañana -dijo el editor de Internacionales-. Es el jefe de un Estado católico el que se ha metido en este baile. No es joda. Van a tratarlo como una cuestión diplomática. Querrán entender primero por qué está pasando lo que pasa.

– No tenemos tanto tiempo -dijo Camargo-. Cuando el Papa hable, si habla, ya el presidente se habrá embolsado dos o tres millones de votos candorosos. Va a ganar la elección que viene. Vamos a seguir nadando en la corrupción.

– Puedo ir yo y forzar un diálogo con el abad de Los Toldos, si les parece -propuso Reina-. Como soy mujer, va a contestar a mis preguntas sin pensar en lo que dice.

– El abad no recibe a nadie -intervino el editor de Política-. Tiene ya setenta pedidos de entrevistas.

– Lo puedo sorprender mañana en la misa del amanecer -dijo Reina.

– Aunque te atienda, será demasiado tarde -porfió Camargo-. Necesito algo para hoy.

– La única oportunidad entonces son los rezos de Vísperas: los salmos, la lectura de una epístola, el canto del Magnificat y del Salve Regina. ¿A qué hora es eso, según el horario?

– Siete de la tarde -informó el editor de Política.

– Tiempo de sobra -dijo Reina-. Si salgo en una hora, puedo estar ahí a las cuatro.

– Primero tenés que convencerme de que nadie es mejor que vos para la misión -dijo Camargo-. Después, habría que ver cómo haces para entrar. Han cerrado los accesos con tropas del ejército.

– Hay algún plano del monasterio, una foto ampliada de la capilla? -preguntó Reina.

– Un plano -dijo el editor de Política. Lo extendió sobre el escritorio. A los dos lados del altar mayor se alzaban los escaños de los monjes. Enfrente se desplegaban cuatro reclinatorios y, detrás, los bancos de los feligreses. Había otros tres altares menores o camarines cerca del atrio, todos identificados con un número.

– Hay alguna referencia sobre los reclinatorios? -dijo Reina.

– «Reservados para la dama protectora y sus familiares»: es todo lo que explica.

– ¿Ven? -siguió Reina-. Hay que averiguar quién es la dama protectora y entrar con ella al oficio de Vísperas. Por mucha custodia que haya, el abad no le va a cerrar la puerta.

– No parece mala idea, si acaso la dama protectora está viva y cerca del convento -dijo Camargo-. Te vamos a facilitar la logística. Lo demás queda librado a tu imaginación.

– A la improvisación, más bien. Soy ordenada. Torpe para improvisar.

Camargo encendió los televisores y ordenó a los editores que se fueran.

– Vos quedate -le dijo a Reina-. A improvisar se aprende. Te voy a dar lecciones. Vamos a entrar juntos en esta historia.

Ordenó a los redactores de la mesa de noticias que identificaran a la dama protectora y consiguieran su número de teléfono. Era improbable

que siguiera viva. Las tierras del convento habían sido donadas a la Orden de San Benito en 1948, casi medio siglo atrás. Reina se puso de espaldas, concentrada en las pantallas. Tenía un cuello largo y elegante, el pelo oscuro y recién lavado le caía sobre uno de los hombros y la suave línea de vello que le quedaba al descubierto parecía la sombra de otras mujeres que hubieran sido ella en el pasado.

Las cámaras del canal oficial observaban desde un helicóptero el desierto de Los Toldos, los caseríos de los indígenas y, a veces, las idas y vueltas de los fotógrafos bajo el sol despiadado. El locutor hablaba en voz baja y el tenue fondo musical era la suite número 3 de Bach.»El presidente se ha recluido en el pueblo más simbólico de la pampa argentina,, decía el locutor. «En la celda que le han asignado hay sólo un catre austero, una mesa de noche, un crucifijo y una jofaina para lavarse. A las diez de la mañana, después de rezar el rosario, le suplicó al abad que le permitiera amasar el pan junto con los monjes. Se admitió a unos pocos fotógrafos para que registraran la escena. Vean ustedes el documento que ya es histórico. El jefe del Estado argentino, con la camisa arremangada, hunde sus manos en la humilde parva de harina y agua salada. Luego ayudará a cocinar las hogazas y a repartirlas entre los habitantes más pobres de esta dulce tierra.»

– Tenían ya todo preparado -dijo Reina, sin volverse-, hasta el libreto meloso que está leyendo el locutor.

– Qué te parece: somos un país moribundo y ahora estamos perdiendo el tiempo con esta comedia.

El helicóptero se desplazó entre campos de alfalfa y remolinos de polvo, sobrevoló una costra de casas chatas y desoladas, y se detuvo primero en la estación de ferrocarril vacía, luego en una plaza cuadrada e insulsa, a cuyos costados pasaban viejas carretas y automóviles desvencijados. «Ésta es una tierra sagrada», dijo el locutor. «Una tierra predestinada a la gloria. Hay más de tres mil indios pampas afincados en las chacras feraces que el general Bartolomé Mitre donó hace ciento cuarenta años. A tres kilómetros de la plaza que estamos viendo ahora, en una estancia llamada La Unión, nació en 1919 una de las figuras cumbres del pasado argentino: Eva Perón, Evita, la abanderada de los humildes. Acá Evita aprendió a caminar, a leer y escribir, acá conoció las injusticias del mundo. En la escuela de tres aulas que ven ustedes a la derecha, Evita cursó los dos primeros grados, antes de que la familia se mudara a Junín. Toda esta historia es simbólica, ¿verdad? Nuestro presidente, iluminado por la visión sobrenatural de Jesucristo, ha venido a rezar por el bienestar del pueblo argentino en el mismo lugar donde Evita Perón inició su vida de gloria y de martirio…»

– Quítele ya el sonido, doctor Camargo -dijo Reina-. Revuelve el estómago. ¿Oyó cuando hablaban de chacras feraces? ¿Usted fue allí alguna vez? ¿Vio lo que es eso? Seis leguas cuadradas de tierra arenosa, cortada por pantanos. Casi no hay ganado. A los treinta años, los indios parecen de setenta.

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