Según El Heraldo, el presidente había cancelado una cena con empresarios alemanes y, a las diez de la noche, se había retirado a su dormitorio a ver televisión. Puso un documental sobre Carlos Salinas de Gortari grabado en marzo de 1995 y se deprimió. «Dese cuenta de lo que pudieron hacer la inquina y la envidia con un gran hombre», le dijo al mayordomo que le llevó la cena. Se veía a Salinas barbudo y ojeroso tendido sobre una humilde cama de Monterrey, con una bandera mexicana al fondo. A los pocos meses de abandonar el gobierno, su hermano había sido acusado de crímenes y desfalcos sin nombre. Para restaurar el honor de la familia y de su propia presidencia, a Salinas de Gortari no le quedaba otro recurso que la huelga de hambre. Había llamado a la puerta de una mujer leal, Rosa Coronado, y le había pedido asilo. Al rato, el sitio estaba lleno de periodistas. «Voy a matarme de hambre», les dijo a los enviados de Televisa. «Lo que se ha hecho conmigo es una indignidad. Voy a suicidarme.» La huelga de hambre duró menos de veinticuatro horas porque en seguida llegaron a Monterrey emisarios del presidente sucesor para eximir a Salinas de toda culpa en los males que México había padecido bajo su mandato. Al verlo marcharse de Monterrey cabizbajo, aún más ínfimo e íngrimo que de costumbre, con la misma campera de cuero negro que vestía al llegar, el presidente argentino lloró en Olivos. «Sintió que a todos los hombres de bien les cae tarde o temprano sobre los hombros la cruz de la injusticia», decía el ripioso cronista de El Heraldo. ((Sintió que en este mundo de desgracias hay siempre un alma gemela. Se asomó al balcón y creyó distinguir una luz blanca, entre los árboles del parque. Serían las once de la noche. Vio flotar entre las ramas de un limonero la imagen cegadora de Jesucristo. Ah, Dios mío, Dios mío, atinó a decir el presidente. Nuestro Señor levitaba cubierto sólo por un taparrabos, como en las pinturas de la crucifixión, e inclinaba la cabeza en señal de sufrimiento. Cuando, de pronto, abrió los brazos y se elevó en el aire transparente de la medianoche, el presidente reconoció, con toda claridad, los estigmas del calvario: la herida de la lanza en el costado, las desgarraduras sangrantes de la corona de espinas, las manos y los pies atravesados por clavos. Una fuerza celestial lo hizo caer de rodillas mientras la luz se perdía entre las nubes. Rezó un padrenuestro y un avemaría. Luego, aún estremecido por la visión, Llamó al capellán de Olivos y le pidió que lo acompañara al árbol del milagro. Allí encontraron, al pie del limonero, un crucifijo de oro manchado con un finísimo hilo de sangre. Aunque es julio, el árbol estaba lleno de azahares que fueron evaporándose como luciérnagas.»
Esto no puede ser sino hechura de Enzo Maestro, pensó Camargo. Era el mismo lenguaje santurrón de las crónicas que escribía para El Diario. En vez de replicar a la denuncia sobre el depósito bancario en San Pablo, prefería atacar por la retaguardia. ¿Quién iba a poner ahora en ridículo una visión celestial avalada por el capellán de Olivos? Si Cristo en persona se le había aparecido al presidente era porque se aproximaba el fin del mundo o porque reconocía su inocencia. La estrategia de Maestro inmovilizó a Camargo.
A eso de las ocho de la mañana, las radios anunciaron que el presidente se retiraba a meditar a un convento en medio de la pampa. Llevaba consigo el crucifijo milagroso y dejaba las terrenales contrariedades del gobierno en manos de su hermano menor, que era el mandamás del Senado. Los noticieros de televisión querían transmitir imágenes del limonero sagrado, pero la custodia de Olivos no permitió entrar a nadie. Hasta los periodistas más recelosos decían que, después de una experiencia sobrenatural, lo único sensato era lo que el presidente estaba hacienda: rezar y retirarse en soledad.
A eso de las nueve de la mañana, la noticia ya había sido repetida tantas veces que todas las otras luces de la realidad se fueron apagando. Cayeron en el olvido los altares donde se lloraba a Lady Di y a la Madre Teresa de Calcuta, las cartas del Unabomber contra la sociedad de consumo, el juicio de los lamer rojos al agonizante Pot Pot, la caldera racial de Kosovo, y también el depósito de Juan Manuel Facundo en el banco de Singapur. El presidente penitente ocupó las pantallas. La televisión lo siguió hasta la entrada de la capilla benedictina donde el abad y diez monjes estaban aguardándolo. Las imágenes de la llanura aparecían teñidas por una luz pálida, tenue, anterior a todas las luces del mundo. El abad se adelantó a recibirlo con los brazos abiertos, pero el presidente esquivó el saludo fraternal y cayó de rodillas, besándole las manos. Luego, las puertas de la capilla se cerraron, y las cámaras se alzaron hacia la cruz del campanario y hacia el cielo sin nubes. La escena era repetida una y otra vez por los canales adictos al gobierno.
Antes de las diez de la mañana, Camargo ya había diseñado un plan de contraataque en el que reconocía con inquietud un sinfín de eslabones débiles. Sabía lo que no debía hacer pero no lograba ver claro lo que sí debía hacer. Era inoportuno ahora, por ejemplo, publicar las fotos de la bacanal de Juan Manuel Facundo en San Pablo porque dejarían una impresión de frívola venganza en el ánimo de los lectores, contagiado por la fiebre mística. Y aunque El Diario había localizado a tres obispos que desconfiaban de la aparición de Cristo y amonestaban al capellán de Olivos por su apresuramiento en admitir un milagro, no podía dar importancia a esa noticia: la gente estaba ahora inflamada de certezas sobrenaturales y no de dudas. Insistir con el depósito de los siete millones en el banco de Singapur era también inútil: antes de comenzar, el escándalo se había convertido en humo.
Apenas llegó al diario convocó a los editores a un conciliábulo de emergencia. El de Política había ordenado ya los desplazamientos de rutina, enviando un fotógrafo y dos redactores al monasterio benedictino, que se llamaba Santa Maria de Los Toldos. A los religiosos no se les podría sacar una palabra, porque a los votos de castidad, pobreza y obediencia habían sumado el de silencio. Sólo quedaba acechar la visita de algún amigo del presidente. El editor de Información General había investigado ya la historia del convento y las rutinas de los monjes. Exhibió fotos del refectorio, del patio interior, de las celdas y de una virgen negra coronada, que era el objeto central de veneración. Si damos a conocer todo eso le estamos haciendo el juego a la farsa del presidente, dijo Camargo. Lo adornamos con todas las cualidades que no tiene: devoto, asceta, humilde, inocente. Pero tampoco se puede escamotear la información. Ayer llevábamos la iniciativa y ahora estamos tratando de defendernos.
Echó la silla hacia atrás y puso los pies en el escritorio. La voz se le volvió más pausada. En los momentos de meditación se le aflojaba la mandíbula y se demoraba en cada palabra. Quiero una cabeza fresca, dijo, alentado por un inesperado pálpito. Llamen a Reina Remis. Esa chica escribe derecho toda la teología que está torcida.
El aspecto matinal de Reina era tan insignificante que daba pena. Llevaba unas gafas redondas enmarcadas en negro que acentuaban la pequeñez de su boca, un pantalón flojo, de pana, y una blusa comprada en alguna mesa de saldos. A veces era seductora y otras veces tendía a desaparecer, a pasar sobre su cuerpo una goma de borrar. Era preciso fijar la vista para saber que estaba allí. Tomó asiento a un costado del escritorio de Camargo, con la cabeza baja y las manos en las rodillas. La sensación de eclipse se esfumó, sin embargo, apenas empezó a hablar.
– ¿Qué te ha parecido la visión mística? -dijo Camargo-. Estamos discutiendo qué vueltas darle al tema.
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