La transposición de arquetipos en nombres propios nunca había sido la debilidad de Ígur y, en cualquier caso, y dado que Arktofilax no parecía proclive a hablar de Bracaberbría, sin entrar en el Laberinto cualquier cosa que se dijera serviría más para la satisfacción del intelecto que para la tranquilidad del expedicionario, y ambos socios, decididos a no alimentar las propias inquietudes a base de compartirlas, derivaron a problemas prácticos, centrados en la coordinación de gestiones con el gabinete del Príncipe; los permisos de Entrada estaban sujetos a un protocolo riguroso, y cualquier traspié podía herir susceptibilidades, no tan sólo entre ellos y el Epónimo, sino incluso entre ellos mismos. El compromiso de Entrada exigía la firma de todos aquellos que habían intervenido en gestiones directas, en especial en presencia física, ya que en el reparto posterior de los beneficios de los derechos del Laberinto, en caso de que la Entrada fuera coronada por el éxito, cada cual recibiera su parte. El problema era que Silamo, como enviado de la parte técnica, tenía derecho al reparto, pero sus credenciales habían quedado en poder de Ígur, que, en caso de que no apareciera, sería el beneficiario. Ígur consideró una complicación innecesaria tener que buscar a Silamo de un día para otro para hacerle firmar los contratos, y decidió que ya lo buscaría después del Laberinto para darle su parte. En un rincón de su pensamiento, no tan recóndito como hubiera querido, le rondaba la idea de que si después Silamo no aparecía, mejor para él, que percibiría más emolumentos. Arktofilax parecía más preocupado por otras cosas, y no insistió en dilucidar a quién más, desaparecido Debrel, se debía convocar para el acto protocolario del día siguiente.
Hacia la noche, Ígur estaba ansioso por ver a Sadó y temblaba por ver a Fei, y en pleno agridulce de pulsaciones decidió que ya no podía alargar más el momento de hacerles una visita.
– Con vuestro permiso, ahora me debo a mis amistades -dijo una vez recogidos los papeles; Arktofilax lo miraba con curiosidad, y se sintió obligado a explicárselo-. Se trata de la cuñada de Debrel, a la que he conseguido alojamiento en el Palacio Conti.
– ¿El Palacio Conti?
– Sí, es un Palacio privado de expansión. Si queréis venir… -añadió por puro compromiso, pero el Magisterpraedi le sorprendió.
– Me parece que sí, me gustaría -sonrió-, es decir, si no te importa.
– Al contrario -dijo Ígur con sinceridad, pensando que sería bastante curioso ver en casa de Isabel a un hombre de maneras tan ascéticas que ya en el Palacio Gudemann parecía fuera de lugar.
En pocos días, las nieves se habían fundido en Gorhgró, y los alrededores abruptos del Palacio Conti ya no se presentaban, como poco antes, entre nieblas y hielos, sino con una nueva exuberancia de aguas exaltadas; el paso del Puente de los Cocineros le pareció a Ígur más corto que nunca, a pesar de que Arktofilax lo impacientaba entreteniéndose a cada paso a contemplar las vistas. Abrió la puerta de servicio, y una camarera nueva, que no desmerecía de las demás, salió a recibirlos; Ígur no necesitó presentarse.
– ¿Queréis pasar directamente al salón? ¿O preferís encontraros con Madame o con alguien en privado?
Antes de decidirse, encontraron a Fei en un saloncito de paso.
– Por fin ha vuelto nuestro campeón -sonrió sin sombra de reticencia; Ígur no sabía en qué forma la llegada de Sadó habría trastocado las cosas con Fei, y todas las posibilidades lo inquietaban-. Qué bien estás -continuó ella; Ígur se la presentó a Arktofílax, y contempló con detenimiento su estudiado vestido negro; sin duda, aquel día había una fiesta.
– ¿Cómo se ha portado el mundo por estas latitudes? -le preguntó, con mucha más frialdad de la que sentía.
– Mein Schatz! Was frag ich nach der Welt! -dijo ella, con una carcajada que fue correspondida por Arktofilax mucho antes que por Ígur-. Si me permitís, os acompaño.
Fueron los tres hasta la gran sala, y justo en la puerta les salió al paso Sadó. A Ígur la situación le resultó especialmente incómoda, porque no quería exhibir debilidades ante el Vencedor del Laberinto, y en presencia de las dos no sabía por dónde tensar o aflojar para no perder nada. Presentó de nuevo, y sintió a flor de piel el vértigo del enfrentamiento. La dama de negro y la dama de rojo sonrieron con todas sus armas e Ígur recordó cómo al principio de conocerla Fei le había parecido demasiado violentamente sexuada, con una evidencia de reclamos tan rotunda que bordeaba la ordinariez, y cómo en su trato había él refinado la imagen hasta volverla exquisita; y Sadó, en cierta manera al contrario, en principio la había encontrado falta de fuerza y de volumen, demasiado discreta y delicada, y ahora, también a causa del trato, y quizá por la separación, tomaba para él una brutalidad de atributos atractiva con una inmediatez mucho más penetrante y descarada. Fueron los cuatro hacia el centro del salón lleno de bote en bote, con fragmentaciones momentáneas cuando tenían que pasar de uno en uno o de dos en dos entre mesas demasiado juntas, y retomando después la intrascendencia de la conversación interrumpida. Al verlos, Isabel Conti dejó a sus interlocutores y fue a su encuentro. Fei y Sadó se quedaron en segundo término.
– Madame Conti, os presento al Magisterpraedi Hydene -dijo Ígur, con curiosidad; ninguno de los dos movió ni un dedo, y tuvieron que pasar los segundos para que Ígur se diera cuenta de que no se decían ni una palabra y, sin que nada pasara, o precisamente por eso, la escena se transformó de repente; Arktofilax parecía contener un ensueño ignoto, y ella, con una media sonrisa, tenía los ojos tan brillantes que cuando tomó aire para hablar se le empañaron.
– ¡Cuántos años, Señor Magisterpraedi!
Ella se abandonó finalmente a la sonrisa.
– ¡Evaporados en un tris en el Palacio Conti!
– Era el Palacio Králakai cuando tú y yo…
– Ya entonces eras la reina, aunque la piedra no llevara tu nombre.
– Era demasiado joven…
– Tú eras demasiado joven y yo tenía demasiada prisa.
Magníficamente indiferentes al hecho de ser el centro de las miradas, se cogieron las manos y se retiraron a una mesa reservada. Ígur interrogó a Fei con la mirada.
– ¿No lo sabías? -Soltó una carcajada-. Arktofilax fue el gran amor de juventud de Isabel.
Sadó no se esforzaba en fingir distracción. Se espejearon recíprocamente las expectativas de los tres.
– Y bien, ¿que ha pasado en la piedra estos días que he estado fuera?
Sadó se echó a reír.
– ¡Aquí han pasado muchas cosas! -Y miró a Fei.
De repente Ankmar, Polcarm, Luiri, Reibes y Lauriayan desaparecían, horrores, peligros y excesos vividos se convertían para Ígur en miniaturas incluibles en un solo desprecio ante tan sólo la posibilidad de un arañazo a las fibras sensibles de sus amores, y más aún de la una contra la otra. Miró a las dos, que reían igual y el efecto le resultaba tan diferente, y la diferencia a la vez tan excitante y dolorosa.
– Perdonadme -dijo Fei, y los dejó.
Mientras Ígur pensaba si se había ido porque la requería otra compañía o porque ésa se le antojaba extraña, Sadó lo miró inquisitiva y risueña; Ígur presintió revelaciones agridulces, sin manera de evitarlas.
Nada tenía importancia salvo lo que pasaba en aquella sala.
– ¿Has pensado en mí? -dijo ella.
Ígur se veía en la cima estrecha de una peña azotada por un tifón. ¿Qué va a pasar?, pensaba; va a pasar de todo, es la quietud luminosa que precede a las grandes resoluciones.
– Sentémonos aquí -propuso.
Camino del tresillo los abordó un hombre de unos treinta años.
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