– Caballero Neblí, hace tiempo que os busco porque creo que hay unas cuantas cosas que debéis saber. -Y puesto que Ígur no lo reconocía, cambió de tono-. ¿No os acordáis? Soy Cuimógino, nos encontramos por primera vez en circunstancias poco agradables.
– Claro que sí -dijo Ígur-; lamento mucho no haber podido hacer más por vuestro hermano.
– Por mi hermano ya no se puede hacer nada; dije que os compensaría como pudiera: tengo una información que os puede resultar muy útil.
– Muy bien, pero ahora no podemos hablar. ¿Os importa que nos veamos otro día? Si me queréis decir dónde puedo localizaros…
– Cuando queráis, pero no os conviene tardar mucho; me podéis encontrar en la Hegemonía, en el Departamento de Coordinación Interior de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes.
Ígur quedó desconcertado.
– ¿Trabajáis para Marterni?
– Es el Secretario. ¿Lo conocéis? -preguntó Cuimógino sin sorpresa; Sadó se acercó a Ígur y discretamente le pasó la mano por la cintura.
– Sí. Es decir -intentó ajustarse a la prudencia-, no mucho. -Tuvo un momento de inspiración-. ¿Trabaja en vuestro Departamento un tal Silamo Admui?
Cuimógino sonrió.
– En mi Departamento no, en la Secretaría de Relaciones con los Príncipes. Es uno de vuestros colaboradores en las investigaciones del Laberinto, ¿no?
Los dedos de Sadó tecleaban por el espinazo de Ígur, y de repente se le despertó el interés por charlar con aquel hombre.
– Ahora excusadme, tengo que dejaros. Me pondré en contacto con vos.
Ígur y Sadó se sentaron no demasiado lejos de donde imaginaban a Madame Conti y al Magisterpraedi en las alturas estáticas de la evocación. Ígur no se atrevía a hacer preguntas concretas, y de vez en cuando le asaltaban dudas de fondo. ¿Por qué Isabel no le había hablado nunca de Arktofilax? La verdad es que tampoco tenía por qué haberlo hecho. ¿Dónde habían ido Debrel y Guipria? ¿Qué hacía Marterni en el Palacio Gudemann, en compañía de Hydene? ¿Era casual que Debrel hubiera empleado a Silamo con el Secretario de Relaciones con los Príncipes? Si pudiera saber cuántos días hacía que Marterni estaba con Gudemann, o cuándo convino la visita, las relaciones de causa y efecto cobrarían un poco de luz.
– ¿Estás triste? -preguntó Sadó.
Los ojos le brillaban con la picardía alimento de las suposiciones que laceraban a Ígur, disparado cada vez con más fuerza a la sensación brutal de sentirse muy alto, pero en falso. Cuimógino se alejó, Fei entraba y salía con uno y con otro, y Madame Conti y Arktofilax continuaban fuera del tiempo.
– ¿Has sabido algo de Kim y Guipria? -preguntó Ígur.
– No. ¿Y tú?
Como la claridad blanquecina que en la culminación del temporal toca de repente el centro del encapotamiento más tenebroso, llevada por el cruce de los más inciertos propósitos, Fei se acercó a la mesa de al lado. Los tres interlocutores, de edades comprendidas entre veinticinco y cuarenta años, la trataban con la distancia y la fachenda del que no quiere mostrar sentimientos en lugar público, y a la vez con la cortesía tendente a la brutalidad en la que se sobreentienden intimidades pasadas; ella navegaba triunfal las aguas que Ígur no podía evitar que tan secretamente lo atormentaran, sonreía aquí y allá con una mesuradísima mezcla de inteligencia serena y sensualidad desenvuelta, con tal dominio de sus gestos que no hubiera tenido que modificarlos ni para el esplendor de un trono ni para la presidencia de una orgía.
– ¿Estás bien aquí? -preguntó Ígur a Sadó.
– Sí, muy bien.
Ígur creía que ella era aún demasiado niña para apreciar el mundo; quizá sí fuera inconsciencia encontrar divertido el instante, pero ¿cuál era la verdadera dimensión de las cosas? Sadó estaba a su lado, más bella que nunca, y a cada momento los ojos se le iban hacia los demás, y Fei, que estaba en medio de una conversación a tres bandas, no le quitaba ojo de encima. Sadó le cogió la mano, e Ígur se dio cuenta de que el Palacio Conti había dejado de ser su refugio delicioso, el único reducto de paz y silencio de las amenazas; cuando Isabel y Arktofilax se levantaron, Ígur aprovechó para despedirse de Sadó y tocarle el codo a Hydene.
– Magister, yo me voy.
– ¿Cómo que te vas? -saltó Madame Conti, y se volvió hacia Arktofilax-. ¿Tú crees que es momento de que se vaya? De ninguna manera, joven campeón, no vale abandonar los fuegos que has encendido.
– Esta noche tengo que estar solo -insistió Ígur sin moverse, retenido más por el silencio del Magisterpraedi que por la intervención de ella.
– Al menos, si tienes que irte -miró en derredor-, ¿dónde está Sadó? -Sadó se había desplazado y charlaba muy animada con una pareja-; ¿de verdad tienes que marcharte? ¿Sí? ¿Y si…? En fin, es una lástima. ¿Y Fei? -Fei había desaparecido-. Daremos una fiesta uno de estos días, para los héroes del Laberinto -miró a Arktofilax embelesada-, y allí no se admitirán deserciones.
– No desertaré -dijo Ígur, y el Magisterprasdi y él se lanzaron una mirada divertida.
En su casa, en el portal estaba el augusto de siempre, tosiendo como un perro y más abrigado que nunca. Sus miradas se encontraron, Ígur sintió una conmoción. ¿Dónde estaba su compañero? Al día siguiente le esperaba una difícil gestión y le convenía estar despejado.
Al día siguiente a primera hora Ígur y Arktofilax se encontraron en la Recepción del Palacio Bruijma, un magnífico edificio al poniente de la Falera, totalmente autónomo de las dependencias que ocupaban Francis y los demás responsables políticos, un poco recargado de dorados y colores claros primarios para el gusto de Ígur -quizá, pensó, me he acostumbrado tanto a las negruras astreas, que me cuesta digerir las pastelitos irgúlidas-, pero perfectamente austero y sereno en la decoración y uso de los materiales. Allí, entre un pequeño ejército de Guardias, el Camarlengo de Recepción los hizo pasar a una sala y les hizo dejar las armas, después los guió por cámaras especiales de registro, con seis tipos diferentes de radiación, y finalmente los invitó a sentarse en un locutorio.
– Empezaremos por el Magisterpraedi Hydene -dijo, completamente neutro en su actitud-. Por favor, vuestro sello.
Arktofilax lo introdujo en el Cuantificador, y la pantalla se llenó de datos.
– Preparado -dijo, y tecleó su código.
– Sentimientos suicidas -leyó el Camarlengo de Recepción-; contrastar -ordenó por micro-; concretar y ampliar -en silencio, las luces teñían las caras de intermitencias de colores-; indiferencia al paso del tiempo; principal objeto de escepticismo: la felicidad; intolerancia reducida por la pasividad; suicida por inhibición de pasiones no especulativas. Peligro principal: relativismo del instinto de conservación. Pretendida noticia y aceptación de su próximo final. Postración patológica sobre diversas cuestiones, algunas en fase avanzada. Voluntad exacerbada por la pretensión a ultranza de ser racional -Arktofilax escuchaba impasible, sin la menor señal de tensión o sorpresa, ni de aceptación o rechazo-; olvido de la infancia; odio al convencionalismo de los buenos sentimientos. Odio a los Príncipes. Desprecio a la muerte. Odio al amor.
La pantalla aceleró el paso de datos, y el Camarlengo de Recepción asintió.
– ¿Hemos terminado?
– Con vos hemos terminado -dijo el funcionario-, ahora el Caballero Neblí. Si tenéis la bondad… -Repitieron la operación con el otro sello-. Empecemos. -Se hizo el silencio-. Fuerza, equilibrio y coordinación motriz insuperables; así como elasticidad, velocidad, reflejos y capacidad de resistencia y recuperación. Pánicos diversos: a envejecer, sobre todo. Dudas en proceso de cicatrización; principalmente sobre la entidad individual. En general, y en primer lugar la propia. Tendencia al solipsismo, más en forma de asalto empalico compulsivo que como radiación de fondo. Un momento -se acercó a la pantalla-. Residuos de la Séptima Demeterina. -Se volvió-. Lo siento mucho, el Caballero Neblí no puede entrar.
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