– Agua no, por piedad -murmuró.
Ígur lo metió bajo la ducha; después lo devolvió a la cama, y le apretó fuerte el pescuezo.
– Y ahora me dirás dónde está Arktofilax.
Vendramín sonrió como un imbécil.
– Todo el mundo quiere saberlo. -Y cantó:
¡Arktofilax,
Cuencos bebidos,
Romana Pax,
Llenos los nidos
En el relax,
De los mullidos
Tenía un fax
Entre soplidos
Tan profilax
De Apollinax!
Se dejó caer. Ígur se preguntaba si estaba tan trompa como parecía, hasta qué punto exageraba para quitárselo de encima; recordó cómo Meneci lo tenía acogotado, y pensó que si entonces no había dicho nada, poca cosa se podía hacer para soltarle la lengua. Y seguro que a Meneci no le había dicho nada, porque si lo hubiera hecho habría corrido sin duda la suerte de Beremolkas. Ígur optó por esperar al día siguiente, y pasó la noche entre la butaca y la terraza, soportando las excrecencias de Vendramín, que vomitó en la cama y se orinó encima.
Al alba, incluso la rosada palidez que perfilaba la Isla de Lauriayan, desde allí más próxima aún que desde el local de Horapolus, parecía formar parte de una putrefacción insuperable, e Ígur, habiendo dormido poco y mal, despertó al fétido transportista poco dispuesto a dilaciones.
– ¿Dónde está Arktofilax? -preguntó, zarandeándolo; el otro se incorporó a medias y lo miró con ojos embarrados de desastre.
– No lo sé. Dejadme en paz.
Ígur le puso la pistola bajo la nariz.
– Si no me decís ahora mismo dónde está, os juro por el Imperio en peso que vuestra cabeza quedará para los perros -le apretó el cuello con la otra mano-; y más os vale decirme la verdad, porque si no, os juro que os buscaré hasta el último rincón para cortaros la lengua.
Vendramín bajó la mirada y soltó un eructo hiposo; miró a Ígur como si esperase el mínimo indicio de que no sería capaz de hacer lo que decía. No lo encontró, y se cubrió la cara con las manos.
– Es huésped del Conde Gudemann, en la Isla de Lauriayan -dijo casi sin voz.
Ya el sol se había desprendido del horizonte, pero todavía no era completamente blanco y poderoso, cuando Ígur navegaba en la barca más rápida que había encontrado, que aun así le parecía lentísima, hacia la Isla de Lauriayan, que poco a poco perdía la azulada indefinición de la lejanía y se revelaba como una formación rocosa abrupta y sin indicios de civilización, por lo menos en toda la franja Oeste, la que se ofrecía a la vista del visitante que llegaba del continente. El sol ya estaba alto e Ígur aún no había superado la gran tristeza de la aurora, cuando la barca bordeó el Cabo Sur, a partir de donde la Isla se abría en una extensa bahía al Sudeste, en cuyo extremo se distinguía la población de casas blancas dispuestas en concha presidida por el Palacio de la Mayoría, un edificio sorprendentemente noble, y cinco o seis palacios más medio ocultos por los únicos árboles que se podían apreciar desde el mar. Una vez frente al puerto, el punto más alto de la Isla, en apariencia desprovisto de edificaciones, quedaba a la izquierda, en la parte Oeste del centro, y en el extremo Este, con las laderas unidas, había una segunda elevación más importante, que dominaba la población y culminaba con un edificio medio camuflado, posiblemente otro palacio, todo él de un rojo terroso.
Cuando la barca llegó a puerto, la calma de la localidad era absoluta. No se veía ni una nube, el cielo era tan azul que dañaba la vista, y no corría ni una brizna de aire; asfixiado de calor, Ígur preguntó por el Palacio Gudemann, y le indicaron el edificio rojizo en lo alto de la elevación. Tuvo que esperar media hora el transporte regular, y finalmente se montó junto a media docena de individuos que supuso criados y proveedores; el trayecto se le hizo larguísimo, zarandeado por un camino escarpado y polvoriento en el que se combinaban la incomodidad, el calor y el vértigo de las curvas. Poco antes del mediodía se encontró en la puerta del palacio, mucho más rico de lo que parecía desde el mar, con el estucado rojo Durero ribeteado y esquinado con mármol blanco. Preguntó por el Conde Gudemann al criado que le abrió, y le hicieron esperar en una salita de paredes desnudas y luz cálida, pero deliciosamente fresca, sobre todo en contraste con las ardentías solares recién sufridas.
Unos minutos más tarde se presentó un hombre de más de sesenta años, vestido de color claro y con un físico tan agradable y una mirada tan franca y atractiva que parecía situado fuera del alcance de las miserias humanas y las carencias de la edad.
– Caballero Neblí, sed bienvenido. ¿Habéis tenido buen viaje?
– Excelente, aunque un poco demasiado largo. -Sonrió; Gudemann lo miraba expectante-. El motivo de mi visita es ver al Magisterpraedi Hydene, me han dicho que se aloja aquí, en vuestra casa.
El Conde acentuó la sonrisa y movió afirmativamente la cabeza.
– Está aquí. Si queréis acompañarme…
– Nada me complacería más -dijo Ígur.
Cruzaron maravillosos patios interiores porticados, con fuentes y estanques centrales y árboles olorosos, y alas abiertas a galerías con vistas a mar abierto, o a la población, talmente una miniatura desde esa altura, hasta llegar a una terraza orientada al Norte desde donde se apreciaba hasta el continente; allí había tres hombres y cuatro mujeres, unos sentados, otros de pie o apoyados en la barandilla. Gudemann hizo las presentaciones.
– Mi Esposa Idania -Ígur saludó a una mujer de unos treinta años, alta y morena-, la Señora Fulvia -de facciones muy angulosas y peculiares, había sobrepasado los cuarenta-, el Magisterpraedi Ikan Triddies -un anciano imponente-, su Señora Melissenda -de su misma edad, y aspecto plácido-, el Señor Valerio Marterni, Secretario de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía -un hombre de unos treinta y cinco años de muy buena planta-, mi hija, vizcondesa Brosmana -una pelirroja de poco más de veinte años, y con el aire de todos los vicios a sus espaldas-, y -a propósito o no, había quedado para el finalel Magisterpraedi Teke Hydene.
Ígur se vio frente a un hombre difícil de reconocer de las filmaciones y fotografías de veinte años atrás, cuando el vencedor del Laberinto de Bracaberbría tenía treinta recién cumplidos, ahora entrecano, con una barba corta y los ojos hundidos tras espesas cejas triangulares; la nariz era fuerte y angulosa, y el perfil, pronunciado como el de un ave de presa. Se miraron largamente, e Ígur se olvidó de los demás.
– Magisterpraedi -dijo Ígur-, soy el Caballero de Capilla Ígur Neblí, y he venido…
– Sé muy bien a qué has venido, Ígur Neblí -lo interrumpió, con una voz de bajo tenebrosa y evocadora-, y si permites que te lo diga, hace tanto tiempo que Debrel me avisó que llegarías, y tanto más que me lo dijo Omolpus, que ya creía que te habías perdido.
– No lo entiendo -dijo Ígur-, si Debrel estaba en contacto con vos, ¿por qué me ha obligado a toda esta peregrinación?
– Debrel y yo rompimos deliberadamente el contacto directo a partir de un incidente que ahora no viene al caso y que, naturalmente, no tiene nada que ver con la armonía de nuestras relaciones, que se ha visto aún más reforzada a partir de una decisión que llegó, digamos, de un dictado de la prudencia. Lamentablemente -abrió los brazos-, yo no podía salir a tu encuentro, porque el Príncipe Simbri nos habría acusado de violar la Ley del Laberinto -maldita Ley del Laberinto, pensó Ígur, muerto de ganas de preguntar qué hubiera pasado si en el terrado del bar de Horapolus llega a vencer Meneci-, y has tardado más de lo previsto -miró el mar abierto-, pero estás aquí, y eso es lo que cuenta.
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