– No te detengas -suplicó Kirka a Ígur, y él vio por fin la salida: recordó uno por uno los nueve coitos y, concentrado con toda su energía en el movimiento de entrada y salida acompasó la respiración al revés de como resulta natural, inspiración con salida y expiración con entrada. Confirmado que la expulsión de aire confería a la retirada del sexo una devastación especial, Kirka lo miró con ojos feroces terriblemente abiertos-. ¿Qué haces? ¿Qué quieres?
– ¡Ah, Señora mía, por fin te he pillado!
– ¡Detente! -gritó crispada, y quiso soltarse, inútilmente porque Ígur la tenía bien falcada-. ¿Qué pretendes? -Se volvió hacia el centro de la habitación-: ¡Detente, los Tres Reyes empiezan a morírseme!
Y efectivamente los ralentizados movimientos de los socios ya no servían sino al languidecimiento de la fuerza, y los sexos morían entre labios exangües.
– ¡Ahora harás lo que yo te diga, bruja! -gritó Ígur sin detener el procedimiento.
– ¡Haré lo que quieras, pero por piedad retoma la dirección correcta!
– Quiero saber ahora mismo cómo encontrar al Magisterpraedi Hydene.
– El contacto es el transportista de Reibes.
– ¿Cómo se llama?
– Vendramín.
– Muchas gracias, Señora -dijo Ígur, y se levantó de un salto; ella le miró el sexo con horror: estaba completamente flaccido.
– ¡No puedes irte así! -gritó, medio incorporada; los tres socios yacían inánimes boca arriba.
– ¿Que no? -gritó Ígur con una carcajada, y se arrancó anillos, collares y pendientes y se los tiró sobre el regazo-. ¡Intenta detenerme! ¡Adiós, Señora, aquí te quedas para siempre a las puertas del palacio! Y se marchó, dejándola medio tirada por el suelo, arrastrándose hacia los cuerpos de los criados.
– ¡Maldito seas, Ígur Neblí! -chilló cuando el Caballero, desmaquillado y vestido, salía por la puerta-, ¡el dominio de la Séptima Demeterina no ha dicho aún la última palabra!
– ¡Que los pies te sirvan de cabeza! -fue lo último que dijo él, y así abandonó Luiri finalmente.
No se puede decir que Reibes tuviera propiamente entidad como población, era más bien una desordenada acumulación parasitaria de locales en la franja costera unos doscientos kilómetros al Este de Polcarm; el paraje era descorazonadoramente plano, y lo único que rompía el horizonte era la Isla de Lauriayan, que a unos veinte kilómetros de distancia se apreciaba lo bastante bien como para no parecer un espejismo y lo bastante mal como para ocultar como un secreto su naturaleza. Ígur alcanzó la costa de madrugada, sin haber dormido y con toda la náusea de los días anteriores encima, pero feliz de haberlos dejado atrás; vagó por la inmensa playa, ancha como no había visto otra y tan larga que se perdía a la vista, esperando a que abriesen algún establecimiento.
Hasta media mañana no encontró ningún sitio donde preguntar por el transportista Vendramín y, tras un par de horas de tentativas infructuosas, un repartidor le informó de que tenía una terminal en el bar de un tal Horapolus, y que allí sabrían darle razón. Ya con una temperatura insoportable, Ígur tuvo que tomar el transporte para ir al bar, un antro en primera línea de mar de madera y bambú, de planta baja y piso en forma de U con la base frente a la playa, desprovisto de cualquier comodidad y lleno de moscas, de arena fina y de calor; había seis mesas ocupadas, cuatro por individuos solitarios y dos con tres hombres cada una; Ígur se sintió agresivamente observado, y se fue a la barra.
– ¿Horapolus? -preguntó al joven que se había acercado con inapetente solicitud.
– El dueño sólo viene los jueves, yo soy el encargado; si os puedo ayudar…
– Busco al transportista Vendramín.
El otro lo miró con detenimiento. Había un silencio absoluto; Ígur se volvió hacia los clientes, y notó que ninguno de ellos le quitaba ojo de encima. Se dio cuenta de que acababa de cometer una indiscreción de una torpeza y una ingenuidad imperdonables, porque podía muy bien resultar que uno de los allí presentes fuera Meneci disfrazado, ante quien se habría puesto en evidencia.
– Caballero, no sé deciros dónde lo podéis encontrar. Tenemos un convenio de trabajo y pasa a repartir por aquí mismo.
– ¿Cada cuánto pasa?
– Depende de la temporada, depende del trabajo. Cada tres días, cada dos semanas…
– ¿Cuando pasó por última vez?
– Hace más de una semana. No creo que tarde mucho, a menos que… -sonrió.
– ¿A menos que qué? -se impacientó Ígur.
– Vendramín tiene debilidad por las Demeterinas y el whisky, y de vez en cuando se permite una, digamos, desaparición especial, que puede ser una intoxicación que lo retira del mundo unos cuantos días, o puede ser una cura de reposo.
– ¿Os importa que me instale aquí a esperarlo?
– En absoluto, Caballero. ¿Queréis una habitación? -Ígur asintió-. ¿Qué queréis tomar? -le preguntó una vez Ígur se hubo acomodado en una mesa.
– Un té cada tres cuartos de hora.
Ígur se dedicó a observar con detenimiento a los ocupantes de las demás mesas. Todos, como él, llevaban gafas oscuras, y la brutalidad de la mutua contemplación quedaba así ligeramente apagada, sin perder esa latencia de jugada de póquer que a Ígur le resultaba más desagradable que estimulante. El hombre que tenía más cerca, de unos cincuenta años, parecía el típico borracho en la última copa de la jornada anterior más que en la primera de la presente, aunque lo más probable es que se tratase de las dos a la vez; tenía las manos muy curtidas y con signos de reuma, e Ígur pensó que si era Meneci habría que felicitarle por la labor de maquillaje.
La siguiente mesa la ocupaba un joven de bastante buena apariencia que bebía zumos de fruta, y que podía ser Meneci perfectamente, pero como no se apreciaba en él ningún indicio de disfraz o de especial ocultación de ninguna parte del cuerpo, Ígur optó por descartarlo en principio porque, aunque Meneci había sido uno de los pocos Caballeros ausentes en su Acceso a la Capilla, no se podía arriesgar a que Ígur hubiera visto filmaciones o fotografías suyas, lo que, en ese momento, maldijo no haber hecho. Y puestos a cuestionar, pensó Ígur, ¿quién dice que Meneci tuviera que disfrazarse? Volvió a mirar al joven rasurado con preocupación.
En la tercera mesa había tres individuos de mediana edad, que tanto podían ser trabajadores cualificados como funcionarios de escala media o baja; hablaban sin levantar la voz y parecían preocupados por algún asunto en concreto. Tenían la clásica complexión viciada por posturas y actividades sedentarias, con encorvamientos por falta de ejercicio. Claro, pensó Ígur, que también podía tratarse de una caracterización; ¿de los tres? No, si acaso de uno solo, y los otros dos estarían con él para desorientar. Ígur se vio incapaz de distinguir uno más sospechoso que los demás: uno era más alto, otro más fornido, otro más flaco.
La mesa siguiente la ocupaba un paralítico, e Ígur consideró francamente imposible fingir aquellos pies arrugados, las piernas cortas y las rodillas torcidas hacia adentro; además, una pierna podía engordarse artificialmente, pero nunca adelgazarse hasta aquel extremo.
En la quinta mesa se sentaba un personaje tan extraño, vestido de manera tan estrafalaria, que Ígur se resistía a imaginar que alguien pudiera elegir esa ropa de payaso tratándose de pasar desapercibido; y, sin embargo, ofrecer una razón evidente para ser descartado era una buena táctica. El hombre de la quinta vestía de todos los colorines del mundo, y sudaba copiosamente; quizá la tendencia a la obesidad era lo que a ojos de Ígur lo convertía en menos sospechoso como posible Caballero de Capilla camuflado.
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