Miquel de Palol - Ígur Neblí

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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.

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Decidió no acercarse a la Falera, por lo menos sin haber resuelto nada ni disponer de indicios; lo mismo respecto a la Capilla del Emperador, donde seguro que no lo dejarían ni acercarse. Fue a donde vivía Mongrius, y se instaló en la plaza porticada frente a la residencia; después de dos días de no verlo ni entrar ni salir, intentó confirmar si aún vivía allí; consultar las guías era imposible sin créditos o sin el sello, y aún menos entrar en el edificio y, por otra parte, el portero tenía orden de impedir con contundencia cualquier aproximación de vagabundos. Intentó abordar a los vecinos, pero todos se lo quitaron de encima con malas formas, alguno de ellos incluso llegó a amenazarlo con un arma. Al final, en un descuido de los encargados de limpieza, pudo entrar y, antes de que el portero lo echase a la calle a bastonazos tuvo tiempo de comprobar que en los casetones de los pisos no figuraba ningún Caballero Mongrius. Tendría que buscar en otra parte.

Pasados unos días, recordó que la casa donde Debrel había vivido estaba medio destrozada la última vez que había estado allí, y aunque hacía años de eso, quizá aún podría sacar algo en claro. Se encaminó (a pie, ya que no tenía medios ni para un transporte) y, una vez en el barrio, todo le costaba de reconocer, hasta el trazado de las calles. Después de horas de dar vueltas no había conseguido identificar el sitio que buscaba, hasta que, ya hacia media tarde, gracias a referencias visuales que no tenían pérdida, se tuvo que rendir a la evidencia de que más de treinta grandes manzanas habían sido derribadas, y la cota y el trazado de las calles, completamente modificados; en el lugar en que en otros tiempos estaba la torre del geómetra, ahora pasaba una pista rápida, y el edificio más próximo era una depuradora de aguas a unos sesenta metros, y a cien metros más un hotel de literas.

Al día siguiente, tras una noche de monstruos entre los temblores de febrilidades inciertas, había decidido a afrontar la cuestión a la brava: en su actual situación civil, en la calle no tenía nada que hacer; la única posibilidad de encontrar una solución era dentro de los edificios de la Administración Imperial, pero el problema era cómo entrar; una vez más recapituló: en la Capilla, imposible; ¿quién querría escucharlo cuando dijera quién era? En el Laberinto, ya estaba visto. En la Equemitía y el Palacio Bruijma, más valía no intentarlo. En el Palacio Conti (por más que se llamara el Palacio Golring, para él sería siempre el Palacio Conti), también tenía claro que no le dejarían ni acercarse. Ennegrecido de frío, suciedad y desnutrición, corroído de piojos y sabañones, indefenso para la cada día más alojadora supervivencia a la indignidad, Ígur sintió vueltos del revés en su interior los parámetros salvadores de la Prisión: Me acuerdo, lo comprendo, me reconozco… en las reglas del Juego. No parámetros para definir una conducta, sino para transitar sin accidentes, una posición de las piezas en el tablero. En la Apotropía de Juegos siempre necesitan actores de alto riesgo para los espectáculos más violentos, y si no tienen profesionales o condenados, los recluían entre los procedentes de la necesidad, conque decidió firmar un contrato de figurante, y en lugar de estipendio, la cláusula de que su única actuación tendría lugar en el Palacio Golring. Dicho y hecho, en la Apotropía de Juegos, saltándose cualquier reconocimiento de capacidad contractual, se lo quedaron y lo tuvieron encerrado en una celda infecta y estrecha y, por lo menos, aunque bajo mínimos, alimentado, como si fuera un animal, a la espera de la representación.

Siete u ocho días más tarde, lo visitó un instructor para explicarle de mala manera las reglas del Juego, que él no se molestó en escuchar; si nadie lo reconocía ni movía un dedo para sacarlo de allí, le daba igual no salir con vida, lo más probable en cualquier caso y, por supuesto, ofrecer un buen espectáculo era lo más remoto a sus preocupaciones. Sintió una cierta excitación al pensar que llegaba el momento de salir de allí, pero el instructor se fue y no pasó nada hasta tres días más tarde, cuando apareció otro a dar indicaciones para otro Juego, y después aún pasó una semana y media hasta que, por fin, lo sacaron y, en un transporte casi herméticamente cerrado, en compañía de tres individuos más, se lo llevaron de la Apotropía.

A medida que se acercaban al Sarca, el camino le resultaba más conocido, y no pudo evitar el asalto de emociones contradictorias cuando, por entre las diminutas rendijas de ventilación del transporte, vio que pasaban por el Puente de los Cocineros y, poco después, se detenían ante la.puerta posterior de servicio que tantas veces y con urgencias tan diversas y a menudo tan placenteras él había cruzado; en esa ocasión, sabiendo que si las cosas iban por mal camino, la salida la haría dentro de una caja, azuzado por la nostalgia hizo una esfuerzo por fijar en la memoria el aspecto del edificio y el paisaje urbano, hasta donde lo permitía la prisa sin contemplaciones de la Guardia que los empujó a él y a los otros tres a las dependencias interiores del Palacio.

Miró a las camareras esperando reconocer a alguna, pero enseguida desistió; ese trabajo quería carne fresca, y a saber adonde habían ido a parar las de su tiempo; las de entonces no se dignaban ni a mirarlo. ¿Por qué tendrían que fijarse en los del último grado de la escala humana? Fueron directamente a la gran Sala central; allí, en una palestra de seis por seis, estaban en pleno ensayo escenógrafos, iluminadores y comediantes vestidos de gimnastas. A pesar de las modificaciones que se apreciaban (ninguna para mejor, a su juicio), y las que sustancialmente introduce el paso del tiempo, el lugar resultó un doloroso edén de evocaciones. Un regidor asignó un número a cada uno de los recién llegados; a él le correspondió el cuatro.

– Vamos a ver -dijo al cabo de un rato-, ¡el número uno, a la palestra!

A los demás les mandaron sentar en un rincón. El número dos era un joven alto y delgado, y el tres un hombre de mediana edad y notable corpulencia.

– ¿Sabéis -preguntó el número cuatro a los otros- si Madame Golring asiste a los ensayos?

El número tres se encogió de hombros, y el joven alto y delgado puso cara de lástima.

– Está tan ocupada viajando con los Príncipes que no creo ni que asista a la representación.

– ¿Con los Príncipes? -dijo el número tres-. A mí me han dicho que es la organizadora de las fiestas privadas del Hegémono.

– ¡Vosotros, silencio! -les advirtió el regidor-. ¡Atención, empezamos!

Se trataba de comprobar el buen funcionamiento de una máquina en cuyo interior se situaba, colgado boca abajo y sujeto con cuerdas, el cuerpo del número uno; el jugador, situado a once metros en un pórtico rectangular, de cuatro de ancho por dos de alto, y con una red al fondo, como una portería de juegos de pelota, tenía que asaetear una diana situada a un metro bajo la cabeza del colgado.

– Si no acierta -explicó el número tres a los otros en voz muy baja-, el jugador ha perdido la partida y tiene que retirarse, pero si acierta veréis qué pasa.

El operario, haciendo las veces de jugador, efectuó dos disparos, y el dardo no hizo diana; a la tercera acertó de lleno, y se accionó un sofisticado mecanismo con un brazo en forma de concha que le cortó la cabeza al número uno en redondo y la proyectó a una velocidad formidable a la portería que ocupaba el jugador, quien se tiró para pararla; la cabeza se incrustó en la red.

– Muy bien -dijo el regidor-. ¡Venga, el número dos! -se dirigió a los operarios-: Bajad un poco la velocidad.

El joven alto y delgado se levantó abatido y se dirigió a la palestra; mientras esperaba que descolgaran el cuerpo sangrante del número uno, el número tres terminó la explicación.

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