Miquel de Palol - Ígur Neblí

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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.

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Un día, por fin, pasadas unas semanas, se sintió recuperado y con una mínima disposición de ánimo para intentar romper la férrea rutina, y quiso entablar conversación con los compañeros de trabajo; todos se lo quitaban de encima con evasivas, y lo atribuyó a su pasado de presidiario. Desistió, y escondiéndose sin saber por qué instinto de protección, empezó a hacer ejercicio físico y a entrenar la elasticidad y el fondo al principio, más adelante la potencia muscular y los reflejos. Una tarde, poco antes de entrar al turno, lo abordó un compañero, un hombretón de los más huraños y reservados, pero también uno de los que más confianza le inspiraban.

– Eres valiente -dijo el individuo con una sonrisa-. ¿Sabes qué podría pasar si el encargado te ve?

– No -dijo Ore-. ¿Qué podría pasar?

El otro se rió.

– Me caes bien. ¿Qué haces el día libre menologial?

– El pasado me quedé tumbado en el parque. Podríamos dar una vuelta por el centro.

– Muy bien -dijo, y le dio la mano-. Me llamo Tibu.

– Ore Enui -dijo el vigilante, y se la estrechó; Tibu soltó una carcaja

– No me hagas caso, Ore. Entonces, hasta el día libre.

El día libre menologial, Ore y Tibu tomaron un transporte hasta el centro de ocio comercial de Gorhgró, y allí se gastaron los créditos que se habían permitido llevarse, reservando algunos para la vuelta. Despues de que el alcohol los hubiera aburrido, Ore propuso tomar otro transporte para ir a la izquierda del Sarca, una zona que, sin saber por qué, le atraía especialmente. Por el camino, la conversación que las dilaciones mentales había diluido se reestableció.

– ¿Y tú antes qué hacías? -preguntó Tibu.

Ore se extrañó.

– ¿Antes de qué?

Tibu miró al horizonte con melancolía.

– Antes de que te enviasen aquí.

Ore miró el mono gris que llevaba puesto. Se miró las manos y los zapatos, y en la terminal de transportes se apearon.

– No lo sé, no me acuerdo. ¿Y tú?

– Yo recuerdo solamente la Prisión y la Apotropía de Juegos -dijo Tibu con orgullo-. Yo sobreviví a tres jornadas de Juegos en el Palacio Golring.

El nombre encendió una minúscula chispa en el desviado intelecto de Ore.

– Eso me recuerda algo. Me gustaría ir a echar un vistazo.

Tibu miró la hora.

– Hoy no tenemos tiempo. El próximo día libre, si quieres.

Contrariado, Ore desafió las miradas de reprobación de los Guardias armados que patrullaban de cuatro en cuatro. No se había dado cuenta de que sus atuendos no se adecuaban a una zona residencial distinguida -Está bien -dijo, y de repente sintió extrañezas recónditas, impulsos desconocidos, atracciones inexplicables hacia lugares precisos.

– Deberíamos volver -dijo Tibu pasado un rato-. Entramos dentro de tres horas.

– Un momento.

Fueron hacia un imponente edificio dormitorio. En la portería se escondían dos o tres mendigos, y cuando los vieron acercarse, adoptaron una actitud hostil; uno de ellos se asomó agresivo. Ore se le encaró; el otro llevaba restos de maquillaje en la cara, y la ropa se le caía a jirones. Se quedaron mirando, con más curiosidad que indisposición. En el aire del indigente había algo de payaso, y de repente se puso a reír y señaló a Ore.

– ¡Caballero! -dijo; retrocedió, y los demás pelagatos estallaron en carcajadas roncas.

– Vamonos de aquí -dijo Tibu, tirando de su compañero.

En el transporte de vuelta los dos estaban pensativos.

– ¿Qué ha querido decir con Caballero? -preguntó Ore.

– ¡Y yo qué sé! -se lo quitó de encima Tibu.

Se hacía de noche, y les esperaba una larga jornada de trabajo.

Al cabo de un mes justo, tal y como habían quedado, y después de unos días de inseguridades y vaivenes, Ore y Tibu se acercaron al Palacio Golring después de comer, como en la anterior ocasión, en los puestos de la calle de las inmediaciones del Gran Mercado, y a medida que cruzaban los puentes del Sarca en dirección a Levante, la sensación de inquietud antigua tomaba cuerpo en el interior de Ore Enui, y se confirmó plenamente al ver la fachada con las torres en las esquinas y la cúpula central. Bajo el balcón principal, un gran escudo con dos personajes, el de la izquierda sentado en un cubo, con alas en el casco y el caduceo en la mano, el de la derecha, una mujer desnuda con los ojos vendados encima de una esfera, y la peana del escudo, formada por tres caras de un prisma hexagonal, con las inscripciones 'El Juego ya estaba echado cuando tú aún no sabías ni que existía' la de la izquierda, 'El Juego está echado' la central, y la de la derecha 'Cuando creas haber perdido, el Juego aún no estará echado'. Fueron hasta la puerta, a pesar de las advertencias de Tibu, y allí la Guardia los obligó a retroceder a treinta metros de la entrada.

– No se puede entrar si no eres noble o un invitado de la casa -dijo Tibu con la condescendencia de quien ve confirmadas sus objeciones; Ore insistió, y el Guardián cargó el arma-. Será mejor que nos vayamos -tiró de él Tibu.

– ¿Siempre se ha llamado Palacio Golring? -preguntó Ore.

– No -dijo Tibu-. El regidor de espectáculos de la sala central me explicó que antes era el Palacio Králakai, y que con el traspaso de dueña cambió de nombre. La actual es Sadomin Golring. -Puso los ojos en blanco-. Yo la vi un par de veces, y por más que te contara no podrías ni imaginarlo. No me extraña que sea la reina de Gorhgró.

– ¿Qué edad tiene?

– Oh, no es como la mayoría de Dueñas de los Palacios de Expansión -explicó Tibu devotamente-. Madame Golring es joven, es la mujer más bella de la ciudad, ¡y eso que hay muchas!, tanto de cara como de tipo. Mira -miró a su alrededor por si alguien podía verlos-, a mí me dio una foto holográfica como recuerdo, cuando me indultaron.

¿Quieres verla?

– Sí, enséñamela -dijo Ore.

Tibu se sacó de la cartera la holografía cuadrada, y la contemplaron un rato, cada cual abandonado a sus evocaciones.

– Dicen que tiene un pasado inconfesable, y lo cierto es que lo que se dice de ella en la actualidad sería escandaloso si no se tratase de la Dueña de un Palacio de Expansión.

– ¿Ah sí? -dijo Ore, sin apartar los ojos de la foto-. ¿Qué se dice?

– Era el terror de las esposas de los personajes influyentes, y capaz de grandes proezas en las orgías más refinadas, pero ahora ha entrado en la categoría más alta, quién sabe hasta dónde puede llegar. Dicen que es amante de los grandes Príncipes.

– ¿Los grandes Príncipes? -preguntó Ore.

– Bruijma no, claro -se justificó Tibu-, pero sí los jóvenes que lo sucederán: el Príncipe Timieus, y ese otro, ¿cómo se llama el Jéial?

– ¿Simbri? -dijo Ore.

– No, hombre, ese hace tiempo que murió -hizo un esfuerzo de memoria-…¡Reinjart!

Ore rebuscó resonancias en la foto. Por más que la beldad tuviera una expresión grave, un sutil aroma de dureza y a la vez benévola y cruel ironía destilaban de ojos y labios en una mirada inequívocamente teñida de todas las cosas que había visto, en un gesto en los labios formado por todas las que había dicho y hecho.

– En otros tiempos fui amante de esta mujer -dijo Ore, hablando como un autómata, pasada la primera mirada de inquietud, Tibu se rió.

– ¡Claro que sí!

Ore le devolvió la foto.

– Vamonos -dijo.

Enfilaron hacia una galería porticada en el centro de una elevación, desde donde se dominaba parte de la ciudad; al Norte, al fondo, el imponente macizo de la Falera.

– Tendríamos que empezar a pensar en volver -dijo Tibu-, llegaremos tarde al trabajo.

– Quiero pasar por allí -dijo Ore-, vete tú si quieres.

Tibu miró el reloj.

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